286 semanas – 5 minutos en un tren

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Volvía a mi casa en un tren. Siempre vuelvo en un tren, nunca en ómnibus, así evito a los borrachos magrebinos, que alejados de Allah por un poco de fermentación, destilan sabiduría alcohólica, odio a Europa en los ojos, sonrisas torcidas y ganas de darse de hostias. La noche en Madrid es esclava del día, siempre lo ha sido. Acá, ni en ningún lado, la noche es origen, sino que es siempre consecuencia del día. La noche recibe a los incautos, a los tristes y a los perdidos. 

Me encontraba siendo parte de una curiosa combinación. En el asiento doble cerca de la ventana, una negra hermosa me miraba curiosa con su peluca casi escapando de su cráneo. En el asiento contrario, un rubio de ojos verdes miraba el suelo con una lata de cerveza de casi 10 por ciento de alcohol y botas Freeway gastadas (un obrero de construcción polaco, o de ese estilo, acérrimos trabajadores de lo manual, arios de otra clase, alejados del sueño alemán). Por último, al lado del polaco, frente a la reina de África, yo, un latino de piel blanca y ojos marrones, llorando como un chiquillo, sin alcohol, solo con un plantel con desamores: una argentina, una chilena, dos colombianas, una albanesa, varias mexicanas, y ninguna uruguaya. Vaya plantel del diablo. Vaya plantel del averno, pensé, mientras lloraba y la reina africana corría la mirada con incomodidad, pues, ¿quién quiere ver a un hombre llorar? Ni su madre.

Pensé que todo tenía cierta belleza, incluso el dolor. Pensamiento obtuso plagado de lugares comunes que me esforcé inmediatamente en eliminar. El llanto no tenía sentido, era otra cosa menos triste. Pensé en ese plantel de desamores del diablo, pensé en mi lugar como poeta, y pensé en hacerme un verso, solo para ver si alguien lo traga y que engalane los balcones que hace tiempo no tengo. Pero no era poeta, el llanto seguía, y yo aún no era poeta y no tenía ni un duro en el bolsillo.

Un número, la salvación debía estar en los números, no en los sentimientos, pensé. Me decidí a buscar el tiempo perdido, el tiempo entre una cosa y la otra, el tiempo entre lo que una vez fue algo parecido a la felicidad y el tiempo actual: 286 semanas, aproximadamente. No suelo contar en años, ya que no soy un suicida. 286 semanas entre una fotografía y mi cara reflejada en el tren yendo al sur de Madrid. Vaya tiempo perdido, nada había aprendido entre esa línea roja que unía la foto de nosotros en París y mi reflejo. 286 semanas al basurero. Pensé en escribirle a ella, pero enseguida pensé en escribir un segundo mensaje excusando al primero: “no me hagas ni puto caso, ando vendiendo fracaso como si fuera hierbabuena”. Todo sería mentira, yo lo sabía, y ella lo sabría de antemano. No la estaba buscando, ni extrañando, solo buscaba una gitana que vendiera la felicidad barata, o la respuesta más barata, en ese puto Rastro, o Tristán Narvaja donde pulen la tristeza por veinte pavos. No podía escribirle en ese estado. Necesitaba la claridad aburrida del día.

Mientras el tren disminuía la velocidad pensé en mi voz, ronco de aguardiente y harto de la gente: del polaco borracho, de la reina africana, de mi reflejo en la ventana, y de la imagen de ella, harto también del comienzo de esas 286 semanas, mientras me alejaba estúpido, con ese peine de mi alma que ya está hasta los cojones de peinar tirabuzones, podrido de alisar lo estriado del corazón, y cansado de achatar los montículos del pecho ansioso. Me quemaba hace 286 semanas, y quería regalarle mi fogata a fuego lento, para sus ojos casi ciegos. Quería arrastrarme como un sapo, quería ser su perro, su sombra, “la sombra de su sombra, la sombra de su perro”. Jacques Brel había escrito eso, no un español. Lo sabía, solo un belga puede escribir algo tan hermoso, desesperado y patético. El poeta español que sonaba en mis auriculares lloraba ser un “príncipe en harapos”. Los españoles no pueden escapar de la realeza ni en sus sueños y los uruguayos que fingían ser españoles, soñaban con servir a esa realeza. Tal vez mi decisión europea se quedó muy abajo en el sur. Tendría que haber ido más al norte, a la depresión francesa o a la locura de la represión alemana. Me cago en mis muertos. Ya es tarde.

El tren se detuvo. La reina africana se aproximó a la puerta acomodándose su pelo lacio artificial, el borracho de Moldavia o Polonia, o Ucrania (a quien le importa) se levantó lentamente. Por último, yo también los seguí a la puerta automática. Esperé a que se bajaran, los seguí. Los miré alejarse por la plataforma, ella de tacos, tambaleando, él borracho, tambaleando. Yo, incólume, estoico, estúpido y ya sin llorar. Tragué la soledad y proseguí mi camino al día siguiente que amenazaba su presencia, para que la noche pudiera encontrarme de nuevo en un tren por Madrid, incauto, triste y perdido.  

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Martin Lamadrid

Martín nació, a veces escribe y morirá.

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