A la hora de la siesta, bajo el alero de la pulpería, Don Alfonso acarició al Manchas, el cusco aquerenciado allí hacía unos diez años, y se puso a hojear un diario viejo. Las noticias hablaban de lo violenta que se ha vuelto la vida montevideana, con el asunto de las drogas y la policía que siempre llega tarde a todos lados. Como al descuido comentó a su compadre, que se servía un farol de clarete con hielo como pa ir llevando la calor:
—Sabe, Don Hilario, hace una punta de años, viví unos meses en la ciudad, allá en la capital.
—No diga, amigo Alfonso, ¿se jue’ a probar suerte cuando la crisis grande, esa que aura los políticos que nunca pasaron hambre en la vida dicen que es puro cuento? Como si dirse a dormir con las tripas chiflando de puro vacías juera de mentira, o a la gente le gustara andar contando una cosa así de triste.
—Un poco antes de eso. Por suerte no me tocó ver a los gurisitos comiendo pasto.
—Y uno tiene que oír ahura que le digan que esas cosas no pasaron, como si juera bobo y sin memoria uno.
—Estaba bravo conseguir conchabo, pero me tomaron como mocito de carga en una panadería. Porque cuando el criollo no changa no come…—Lacerda hizo un silencio, apoyó el diario en el suelo, suspiró como pa’ aliviarse y retomó el relato— En verdad me había ido atrás d’una mocita…
—Un picaflor de los míos, veo —sonrió pícaro Zamba Lentín.
—¡Ni tanto! Que uno se haiga ido atrás de la moza tampoco es que uno haiga sido su Santos Leiva. Otro gallo cantaría si me hubiera correspondido.
—Pero cuente, hombre, cuente ¿cómo era ella?
—¡Ahhh! —suspiró Lacerda— ¡Un sol era! Uno sentía claritamente que el día se iluminaba cuando ella entraba con su sonrisa.
—¡Pero se había enamorado y todo!, si lo primero que me dice es que sentía el calorcito del día al verla aparecer, es mismo que el amor lo había atacado juerte.
—Si será verdá lo que dice Don Hilario, que abandoné el pago, y hasta la acordiona dejé en casa e’ la mama pa’ dirme atrás d’ella.
— Tenía nombre la moza, quiero creer.
—Guadalupe, se llamaba, o se llama, vaya uno a saber. Un nombre bien de esas gallegas de la colonia. Una chinita de trenzas brillantes como un piso lustrado, unos ojos vivos, d’esos que uno les ve brillar el fuego dentro.
—Ya veo, ya veo. Lo tenía cautivado la moza.
—Ella andaba de visita en el pago, prima de una de las gurisitas de la estancia. Había venido a vacacionar al campo por unas semanas, pero se terminó quedando todo el verano.
—¡Ave María! ¿Con las calores que hacen pa’ estos lados, se quedó?
—Y, sí. Las casas de las estancias siempre son más frescas, de paredes gruesas de ladrillo, de techo alto y en bovedilla, y ya en esa época con ventiladores de techo, que traían de contrabando del Brasil.
—El rico siempre vive mejor y siempre encuentra la forma de bagayear sin problemas. Las leyes son otras pa’ ellos.—Don Hilario no perdía ocasión de meter esas comentaciones suyas sobre las injusticias de la vida.
—Es verdá eso que dice, al pobre tuito se le hace cuesta arriba. Un rancho de adobe y piso de tierra queda lindazo en los libros que leíamos en la escuela, pero pa’l que tiene que aguantarse el calor y las moscas, o la helada, no tiene romanticismo alguno. —replicó Lacerda, que de paso aprovechaba para ir llevando la conversa hacia lugares menos íntimos.
—Pero no se me haga el distraído y no me quiera contrabandear esas ideas de malandra, que lo que estaba contando era de la gurisita esa que lo llevó a la rastra pa la capital…
—No se haga usté el desentendido que el que empezo a decir que los ricos esto y los pobres aquello no jue este humilde servidor. Le venía contando que la gurisita me hacía unos filos bárbaros en los bailongos del poblao acá, y un par de fiestas que hubo en la escuela.
—¿Ah sí? —Cabortero viejo, Don Hilario le buscaba la lengua a su compadre y le daba cuerda esperando que mordiera y siguiera con la historia donde ya venía barruntando alguna canción agridulce de las que tanto le gustaba componer en los ratos de soledad.
—Me refistoliaba siempre de lejos como timidona —Don Alfonso ya se largaba al galope por su memoria—. En esta fiesta que le digo, de la escuela, hubo hasta orquesta, de esas modernas que le cantan con todo eléctrico y le meten alguna de esas canciones gringas que son pura gritería.
—Una orquesta que le decían Tres entradas, porque tocaban tres veces —prosiguió el hombre con una voz que da poco se le iba endulzando—. Una de esas de bailar como de lejos, que las gurisas medio que hacen ronda entre ellas nomás y uno sonsea y las mira de reojo, vaso en mano, porque eso suelto no hay ni cómo bailarlo y en pareja tampoco se puede.
—Esas músicas que parecen más pa’ hacer gimnasia que pa’ bailar…
—¡Tal cual, Don Hilario!. Al rato hacían una entrada de “lentas”, de las lindas de bailar en pareja y aprietadito. Y ahí ella me miraba y yo junté coraje y la cabecié y ella salió.
—Ya pa’ la tercera entrada, la agarré sin cabeciarle antes y metimos cumbias hasta dejar lustradito el piso. La mitá’ e’ las suela e’ yute me gasté. Y ahí, antes de dirse me agarra y me zampa un beso, y yo ni lerdo ni perezoso le respondo y quedamos un rato haciendo mano contra la tranquera, abajo el ombú.
—¿Y entonces?
—Y entonces nada… ¡eso nomás! Ella me dejó su dirección escrita en el papel de las hojillas de fumar y yo me lo guardé en el bolsillo y me jui a dormir con una contentura que no me entraba el corazón en el pecho.
—¡Y…?
—Pa marzo junté unos pesos y me fui a buscarla. Pero se ve que me había dado mal las señas, porque nunca más la volví a ver. Trabajé un tiempo, y me volví al pago. Que la querencia al fin y al cabo es lo que le da raíz al hombre, y sentido al canto.