Al final del renglón (Zamba Lentín VI)

A

Frente a la enorme puerta vidriada Hilario miraba la lluvia mansa llover desde un cielo triste. El almacén de ramos generales estaba vacío, silencioso, poblado de recuerdos sin palabras que los evocaran. Arregui, el dueño, aprovechaba la quietud para barrer a conciencia, con esmero y escoba de paja, el piso que de no haber sido por la humedad ambiente habría levantado una polvareda digna de un western.  

Afuera el campo era un mar de gramilla quemada de frío donde las lejanas islas de eucaliptus recordaban fragatas y bergantines fantasmas que se atrevían a navegar la tupida cerrazón de julio. 

En medio de aquella luz mortecina del mediodía Hilario, acompañando el mate con una caña, la mirada perdida en la delgada cortina de agua,  se vio de pronto ensopado de sudor, corriendo en el patio de la escuela. Las maestras tomaban limonada enfriada con hielo y mantenida en una conservadora de espuma plast. Cobijaban las cabezas del sol de las tres de la tarde bajo el zinc acanalado de la galería.

En el patio de tierra los gurises corrían endemoniados tras una pelota número cinco, jugaban a la mancha, usando como base el inmenso ombú del lado norte; o a la bolita bajo la hilera de álamos verdes plantados por la comisión fomento desde tiempos sin memoria.

Él llegó a la galería brillante de transpiración y con los cachetes colorados y calientes como brasas. Respiraba agitado tras veinte minutos de fútbol jugado a muerte, como solo los niños saben hacerlo.

Los ojos de ella se iluminaron al verlo aparecer, desaliñado, respirando a bocanadas y  con la mirada entre baja y ansiosa. Su corazón era un motor fuera de borda bajo la túnica y la remera.

Él se frenó unos pasos antes de llegar hasta ella. La miró y suspiró. Sintió el calor de la vergüenza al verse desalineado. Bajó apenas la vista y con las manos pegajosas de sudor se ató la moña. Sonrió y se acercó, apoyó apenas la mano sobre su hombro y le dio un beso tembloroso en la mejilla. Ella se sonrojó, al sentir su cara acercándose a la suya. Lo tomó de la mano y se fueron caminando lentos bajo la galería, hasta los bebederos que en minutos se llenarían de gurises acalorados y sedientos cuando la campana de la directora Silvia anunciara la vuelta a clase.

Entonces todo sería tan alborotado como un hormiguero en días de tormenta, un remolino de gritos y empellones, un puñado de chiquilines de túnicas llenas de polvo y moñas desatadas apretujándose en las puertas descascaradas del baño o volcados sobre las cuatro canillas de bronce, que se abrían como un oasis para calmar a la jauría antes de las últimas dos horas de clase.

Ella era la flor más bella de la comarca, con su carita delicada iluminada por los ojos color miel que brillaban como la lumbre de la estufa en los inviernos crudos. Sus manos suaves, de dedos largos y finos apretaban la mano ancha y de dedos cortos del niño con dulzura y firmeza, mientras caminaban ajenos a todo, más fuertes que el Olimpo, por la galería… 

Hilario sonrió embelesado, con la vista perdida a medio camino entre la evocación cálida de su primer amor, y la cortina de trama fina de aquella lluvia impenitente.

—Ella se sentaba en el mismo banco, apretadita al lado mío, y como yo era lento pa escribir, me esperaba al final del renglón, pa que yo no quedara atrás.

—¿Qué? El dueño del almacén había levantado la cabeza, y apoyando el cuerpo sobre la escoba miraba a Hilario con la curiosidad mal entretenida del tedio.

—Ah, nada, nada. Disculpe don Arregui, me dejé llevar.

—Cuente amigo, no sea tímido.

—La Irene, mi primera noviecita, la de la escuela… A fin de cuentas, fue la única mujer que me entendió

—¿Tanto así?

—Así mismito, vea… ella era muy aplicada, inteligente, dulce, y yo de gurí era un sanforizado bárbaro. La escuela no era pa mí. 

—Viviría yendo a la dirección, calculo -Arregui llevado por la voz honda de Hilario,  navegaba a sus anchas en la rememoración del músico de mirada grave y -sería la lluvia- más bien tristona. 

—Ni tanto… era picarón, pero tampoco la piel de Judas… Aura que pienso, más que nada me aburría… Lo único que se me daba lindazo era escuchar las historias de la maestra, pero eso de andar escribiendo dictados y copiando pizarrones grandes como estancias… eso no era pa mí…

—Quien diría, con lo  lindazo que le salen los versos esos que canta. 

—¡Ah pero eso es otra cosa!. Es nomás contar sucedidos propios, ajenos, de a de veras, y algún que otro invento, también!

»De gurí, era rápido pa las cuentas, y pa responder cualquier chijete cuando me preguntaban, pero siempre jui desprolijazo pa mantener los cuadernos. No hubo plana en doble raya que me arreglara la letra jamás, 

»Y ese año, en segundo si mal no me acuerdo, cayó una gurisita nueva. Irene. Fue nomás verla entrar y sentí que me temblaba el hueserío, Quedé como opa, de boca abierta, y mirando fijo. Ella miró todito el salón, y ahí, ni lerdo ni perezoso, yo agarré la cartera del asiento y le señalé el lugar libre. Y ella… ella vino y se sentó al lado mío. 

»Ese recreo le corté unas violetas del campo y se las dejé en el lugar al volver del recreo, porque era tan linda -le dije- que se me ocurrió que tenía que recibirla con algo lindo y sencillo, medio así como nosotros dos, “lindo como vos y sencillito como yo”; unas violetas.

»… y ella me estampó un beso en la mejilla y se quedó toda oronda al lado mío todito el año, sin faltar un día. 

»…y entonces, le decía, como ella era inteligente, aplicada y prolija, yo m’esjorzaba pa’ que el cuaderno me quedara prolijo, y no lleno de borrones y letra despareja, como me salían antes. Hacía una letra bien linda solo pa ella. Para que ella viera que me hacía sentir lindo a mí que era un gurisito de honda en el bolsillo y boca sucia como portero de casa de citas.

Los ojos de Zamba Lentín se habían empañado de ese particular brillo húmedo y salado de las lágrimas que solo se lloran pa dentro:

—Y como yo me quería emprolijar, y me salía todo muy, muy despacio, ella escribía y siempre cuando llegaba al final del renglón me refistoleaba la hoja del cuaderno, se arreglaba un mechón detrás de la oreja y me esperaba, siempre sonriendo, al final del renglón, para que llegásemos juntos.

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Edh Rodríguez

Nació en Mercedes en 1972. Escuchador compulsivo de rock, pop, blues, jazz y otras yerbas. No le incomoda ver cien veces la misma película, ni leer de nuevo los mismos libros de siempre. Sigue sin saber bailar tango.

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