Canto a la parálisis

C

I

Observo a un paralítico, ahí, en su vereda, mirando solo ese muro despintado, rodeado de miles de perros de carro, esperando que su esposa vuelva del almacén con un poco de mortadela para comer el spleen, con un poco de ganas, de no morir tanto. Sus dos hijas, como moscas, zumban. Nadie habla, nadie canturrea, nadie y nada. Se rechaza el regalo del cielo , esta “patria o la tumba”, y él observa sin moverse sus piernas arruedadas, observa sus manos dejar caer las ganas. Y un perro mugroso, con más hambre que lástima, espera  la carne molida y artificialmente saborizada en este departamento celeste con nombre a nada.

Pero el hombre en su silla, arrinconado y vaciado observa frente a su casa, donde la vida y muerte juegan a esconderse. Traspasando ese muro despintado se escuchan flautas, saxos, tambores y trompetas: es la milicia, la aburrida repetición de carpeta. Ah, las ganas de hacer nada, de las ganas de comer Nada. Es el sonido de la abulia si ésta cantara, de las moscas si estas conversaran, de los muros si estos pensaran.

La mañana es tan parecida a la tarde y a la noche. La mañana llega y el paralítico está en el porche comiendo su mortadela rodeado de perros y moscas, mirando el muro despintado del cuartel y botas. Enfrente se escucha el ruido, porque no puede decirle música, a la conversación forzada entre instrumentos contraria a las pentatónicas de negra estirpe, contraria a la charla entre despistados existencialistas, que saben de la eternidad que sin ser vista, existe, lista, qué se llama nada y está llena de perros pulgosos, de mortadela con pan y un muro gris gigante que protege esos ruidistas que soplan mediante órdenes sin gozo, que visten botas negras, se paran firmes con flautas, saxos, y trompetas, y que repiten y repiten, porque no hay lugar para la improvisación, porque no hay lugar para la pausa, porque no hay lugar para los gestos, porque no hay lugar para la vida, porque no hay lugar, porque todo está repleto de moscas, de perros, que zumban y ladran mientras un paralítico sentado en el porche sueña con no morir tanto.

II

Escribo al interior porque también sueño con no morir tanto. Quisiera derribar ese muro gris, imposible y ruidoso, pero entre los perros pulgosos hay uno con mi nombre, entre las moscas que zumban hay varias que rodean mi comida: somos destinos anclados en el llano paralizados por el ruido de los que pasamos el tiempo chiflando bajo, sentados en su porche con las moscas zumbando.

El paralítico no nota mi presencia y no me observa cómo observa a los perros y a las moscas y al muro despintado. ¡Cómo mirarme si soy una rama más de este pino seco importado! Pero siento un fuego en el cerebro y busco su mirada, quiero que sus ojos estén más vivos que el río perenne del Yí, que todas las miradas sedientas de amor en los basurales, que sus ojos me prendan fuego, que sus ojos me requisen la palabra, que sus ojos me rodeen de un poder que creía perdido, pero solo encuentro la misma imagen paralizada de su espera por el pan, de sus hijas zumbando a su costado. Busco donde no hay nada que buscar, rodeado de una cortina ruidosa, de botas negras exasperantes y desafinadas.

¿Es esta la vida? ¿Es esto todo?

Busco el fuego en un departamento celeste con nombre a fruta, donde todo está inundado y sentado, viendo pasar al lechero, a las motos chinas, a los autos alemanes, a los gatos europeos, a los negros marcados por su piel y por el desprecio de la otra ciudad con el mismo nombre pero con diferente apellido. Busco el fuego donde ni siquiera conocemos la rueda, donde conocemos el tiempo que acorrala, en su miseria y en sus calles de tierra y muros despintados en el calor idiotizante del verano y el frío paralizante del invierno, en un lugar que parece descansar pero que no da descanso, donde lo más sano es adormecerse con las santas pastillas, Clonazepam, Lorazepam, Aceprax, Diazepam, un miligramo, dos miligramos, diez miligramos, que nos ayudan a conciliar un sueño forzado pero sincero, un sueño que sabemos que no es un sueño, porque la mañana siempre está ahí, como Dios, acechando, aunque intentemos eternizar la noche mediante el sueño, o no dormirnos nunca.   

III

Quién cantará a ese paralítico. Hay poetas underground, poetas paridos en el sur del sur, acorralados por la injerencia del tiempo que ya no es y del absurdo francés y del encanto norteamericano, que cantan alto y sueltan carcajadas y son listos, pero no son los poetas que él necesita. Hay poetas reales, los que estudian y riman y conocen de métrica, estructura y versos trocaicos, cantan más bajo, pudorosos y casi desconocidos, pero no son los poetas que él necesita. Hay poetas irreverentes, inteligentes, mordaces, anarquistas convencidos, libertarios ya no tanto, hijos de la filosofía y de las humanidades, pero no son los poetas que él necesita. Hay poetas de todos los colores y sonidos, los hay aburridos, los hay abogados, los hay literatos, hay poetas que solo buscan molestar a las abuelas, pero no los hay en serio: no hay poeta muerto por su poesía, son todos ensayistas y cantantes y siervos de la irreverencia irrelevantes, son el decir “no” paralizante. Hay poetas alcohólicos y malditos y ellos se llaman poetas “alcohólicos y malditos”.  Lo que le importa al poeta es la etiqueta, es la luz en el tablado mientras su voz lo excita. Los poetas sólo serán poetas después de muertos y no los hay vivos, porque vivos solo somos cobardes acorralados contra una pared y una copa de vino, el poeta que necesitamos está muerto y no fue leído. El sur del sur no ha conseguido a su poeta porque estamos atrapados en voces ajenas, latinas y no tan latinas, en sonidos metálicos y en búsquedas de un origen de una madre y un padre abandónicos, que hay que dejarlos bien lejos, muertos de hambre, como los perros que nunca alimentamos.

IV

Desciendo de los barcos y desciendo de los aviones pensando en las diferencias entre los dos mundos: uno ya cansado, medio muerto y otro por nacer. Vivimos acostados en un fardo de paja amarilla pensando en unos abuelos desconocidos con acento y caminamos por la vieja patria que se dice mi madre, y nos dormimos abrazados de una estación de policía por tener acento, por ser menos claros, por ser abombados. No hay claridad que lo aclare, nada es nuestro, nada es nadie ¡La parálisis de los poetas es una enfermedad mundial! Ya nadie lee, y se escribe incluso por mandato, como las notas de los saxos, como los botas negras plásticas que marcan el paso. Me siento viejo, anacrónico, desclasado, desplazado, paralizado, en continuo movimiento pero estancado, frío y tango. Será por eso que Gardel es Oriental ¿cómo cantarle a Buenos Aires sino por desprecio al ser uruguayo? Pero yo canto en la vieja madre patria como si allí estuviera, entre las chircas cazando sapos, jugando al soldado, moviendome entre matorrales, moqueando y agitado, esperando el carro de los helados, viviendo de nuevo en el hogar de los suicidas, de los olvidados, de los paralizados.

V

Finalmente desisto, me derrumbo de a poco hasta quedar por el suelo, humillado, pisoteado por las botas negras. Una búsqueda siempre es infértil, no tiene vida, es caduca, cuando se busca lo que sabemos imposible: ese poeta, ese poeta que necesitamos y no merecemos, que nos abrigaría de nuestros cobardes estratagemas para ahuyentar la vida. Todo continúa en el mismo lugar, en las mismas coordenadas, como un vals de miseria en loop que resiste interrumpirse en las noches sosegadas. Lo único que empuja en el sur del sur es la apatía, es la nostalgia de lo que nunca fuimos. ¿Quién soy yo para condenarlo? ¿quién soy yo a fin de cuentas, sino una rama más entre estos pinos importados? El canto a la nada debe conjurarse, debe demandarse, no somos hijos del futuro, ni hijos de la posibilidad, solo somos un error en la calculadora siniestra del azar, una nota al pie en cursiva, apenas distinguible entre los párrafos, una rama más de los pinos importados.

¡No me molesta repetir las metáforas, repetir las imágenes: los perros, las moscas, los pinos, los muros, las botas y la parálisis! Como ese trauma que se sueña y se repite, repitamos hasta que las bocas secas sangren ¡los perros, las moscas, los pinos, los muros, las botas y la parálisis! Hasta que no haya palabra, hasta que no existamos ¡los perros, las moscas, los pinos, los muros, las botas y la parálisis! Hasta que no exista cantor, poeta, ni artista, ¡los perros, las moscas, los pinos, los muros, las botas y la parálisis!

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Martin Lamadrid

Martín nació, a veces escribe y morirá.

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