Cantos rodados (Zamba Lentín XVIII)

C

—Pero Lacerda, hombre! ¿Qué es esa cara de mate lavao? —Zamba Lentín, recién levantado, entraba en el salón del Almacén de Ramos Generales de Don Arregui, bastión de la vida social en la zona. 

La mañana clareaba anunciándose cálida y amable. Al menos hasta las diez u once, donde como en todos los eneros el calor entra a apretar y la gramilla blanquea brillante de sol y la chicharra inicia su canto desesperado avisando a todo ser viviente que busque el abrigo de cualquier sombra y permanezca allí, lo más quieto posible hasta las cinco por lo menos.

El almacén, situado allá donde la hondonada del terreno se hacía suave pendiente de la sierra, en medio de un cruce de caminos, se había vuelto centro de reunión de las peonadas de tres estancias de la zona. 

La escuela rural, con su maestra de más de quince años en el cargo, era el  centro oficial de la vida civil.  Allí dentro se reunían desde la comisión fomento, hasta las autoridades del departamento, las pocas veces que se arrimaban por aquellos parajes a pedir votos o justificar lo injustificable, que es pa lo que suelen arrimarse las autoridades a la gente. Pa’ pedir confianza, y pa’ decir “que no, que esta vez no se pudo, que cierto que quisieron querer, pero no pudieron poder”, “que en Montevideo nadie entiende las necesidades de la paisanada” y una sarta de macanas d’esas q’uno termina creyendo más por cansancio que por ingenuidá

Frente por frente a la escuela, a respetuosa distancia, el almacén de ramos generales era una construcción añeja, de cimiento de piedra y paredes de adobes cocidos hace ya un siglo. Revocada con barro y encaladas por fuera, de ladrillo a la vista por dentro, era un caserón de los que parecían una máquina del tiempo. El quincho se renovaba cada tanto, brindando abrigo en invierno y conservando el fresco en los veranos. 

Sobre el fondo, el mostrador, A la derecha se desplazaba todo lo correspondiente al almacén y hacia la izquierda, las copas que abrigan la noche y la soledad. En el centro, la caja, donde Arregui imponía la presencia de sus años. 

Frente a las ventanas enrejadas, Lacerda mateaba en silencio, con la mirada perdida en la recordación. Sonriendo ante el comentario de su compinche, miró desde la profundidad de sus ojos apizarrados que siempre parecían mirar desde otro tiempo, sin perder jamás la picardía.

—En nada, Don Hilario, pensaba en nada. Mejor dicho, en la nada… —extendió el mate espumoso.

—No parece un pensamiento muy colorido ese suyo. ¿La calor no lo dejó dormir, o fueron los mosquitos?

—Nooo, si dormí pancho que da gusto. Son comodazos los catres de Don Arregui. Es que me levanté como habitado de la meditación esa que le digo

—¡A la maula! Y digamé, amigazo, ¿qué ha podido barruntar de la nada esa?

—No mucho, la verdá sea dicha. Pero al levantarme hoy, mientras me mojaba la cara, me quedé pensando en que la vida d’uno es como un rodar d’un lao a otro, acarreando músicas pa’ que la gente baile, canciones festivas y de las que lo dejan pensando…

—Somos músicos, amigo. Ese es nuestro deber y nuestro oficio. 

—… y vamos de una escuela a otra, de una policlínica a un festival grande, de una trilla a una yerra, metiendo lo nuestro y prosiando la vida.

—Eso mismito hacemos, sí Don Alfonso

—Y, ahí marchamos. Como canto rodado d’esos que hacen cantar el agua ‘e los arroyos, o como las mojarritas que van y vienen agua arriba y agua abajo en los ríos. Unos bichitos de nada. 

—Somos como una piedrita chica rodando en el fondo, o como pececitos brillantes recorriendo la aguada, dice usté. ¿Y eso qué tiene de malo?

—Nada. Si yo no digo que tenga nada malo. Lo que no sé es si tiene algo bueno. Por eso me quedé pensando, y ahí llegó usté y se ve que pienso con ruido como los cantos rodados, y le pasé la preocupación a usté.

—A lo mejor es que usté anda medio mal de amores, medio solitario, amigo. Y eso lo deja mustio.

—Puede ser, pero eso no quita que somos gente de paso. 

—Es que eso somos, gente de paso, como esas piedras grandes que la gente ubica en los vados para pasar saltando por arriba y no mojarse las patas en la corriente fría en el invierno. 

—Y eso es lo que somos Don Hilario? Piedrita que canta en el fondo pa’ los que anden allí de casualidad, o piedra grandecita pa’ que la gente cruce y siga?

—Sí. eso mismo. 

—Es que a veces creo que me gustaría ser piedra como esas de los cimientos, en un lugar, dando abrigo, y siendo abrigada. Casi como una raíz para los ranchos, o una pulpería como esta. —Amigazo! Eso no somos nosotros. Eso, con suerte, son las canciones que cantamos. Y las melodías de su acordeona que la gente se va tarareando después del baile. Eso es lo que queda. Nosotros somos apenas embalaje pa’ las cosas que importan.

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Edh Rodríguez

Nació en Mercedes en 1972. Escuchador compulsivo de rock, pop, blues, jazz y otras yerbas. No le incomoda ver cien veces la misma película, ni leer de nuevo los mismos libros de siempre. Sigue sin saber bailar tango.

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