¡Cosa ‘e Mandiga! (Zamba Lentín XIII)

¡

¡Cosa ‘e Mandinga! —la voz de Lacerda, que salía del baño con cara de sueño y sin afeitar, sonaba más que grave, áspera—.

—¿Será? —entre el sorber del mate y el tono zumbón del norte, la pregunta de Don Hilario se arrimaba peligrosamente a la socarronería, pero los dos criollos tras años de camino, escenario y vida hecha de a dos a fuerza de oficio, se permitían sus confianzas—. Amanecía, en los fondos de otra escuela rural, donde a la tarde habría bochas, repostería criolla, truco y taba, y a la noche una milonga prometedora, todo a beneficio de la Comisión Fomento.

Retornando al baño, con un tazón de agua recién hervida, brocha, jabón de afeitar y navaja en mano, don Alfonso, sonrió, dejó escapar un suspiro hondo. 

—Vea, si no…

—Cuente amigo, cuente.

Usté ricuerda de la amiga aquella por la cual me fui un tiempo a vivir a la capital?

Claritamente, la morocha de trenzas largas que lo tuvo a mal traer cuando usté era un mocito que se estrenaba en las artes del amor. ¡Cómo no me viá acordar si me anduvo contando a fines del año pasado!

—Me acuerdo haberle proseado sobre el asunto, pero usté es un hombre que tiene más sucedidos y comentaciones que partido de básquet de la liga ‘el norte, por eso a veces pienso que las sonceras mías son muy mínimas como pa’ que las ande ricordando.

—Nunca son sonceras los sucedidos del corazón, y menos las penas de un amigo, ¿ande se vió? Pero no distraiga y ¡cuente!

—Resulta que con la moza, en alguna escapadita, nos habíamos ido pa’ una d’esas islitas de ocalito que se usan pa’ dar sombra al ganado, y ahí nos quedábamos viendo el brillo de la cañada bajar la sierra, y hablando de amor y de proyectos. 

—Dele conversarla a la moza usté. Si nomás prosiaban no es raro que se le haya vuelto inencontrable cuando se fue pa la capital —Hilario sonrió divertido por la ocurrencia, que como siempre en un cantor de cosas simples, buscaba tirar la lengua de su amigo, intuyendo una zambita tristona o un gato divertido y culebrero en aquellos amores de juventú

—Algún mimo d’esos sin los cuales no hay chispa que se haga fuego, también había, —don Alfonso se sonrojó como un gurí agarrao en falta por su tata—

—…

—Entonces, en una de esas tardes abrasadoras de enero, con un cuchillito que me había dado mi abuelo, de los de empuñadura hecha con guasca ‘e toro, yo tallé en un ocalito las iniciales d’ella y las mías. 

—Es bien de enamorados eso de siempre querer dejar huella, en una hoja ‘e cuaderno, en una mayiyita, en el banco ‘e la escuela, en un árbol y si se puede, mejor que mejor, en el corazón del otro.

Mismitamente. Dejar en la vida ‘el otro una marca tan dulce y juerte como la que han dejado en uno

—Gran verdá esa que habla, don Lacerda. La huella del amor, a la corta o a la larga, nunca deja de ser dulce. Aunque a veces necesite pasar por años de arder como una gota de limón en una llaga, o amarga como hoja ‘e ruda, a la larga, la marca del amor, si fue bien sentido, siempre resulta dulce.

—A lo mejor sucede que con los años uno se va ablandando, o alquieriendo una mirada distinta de las cosas. ¡Vaya a saber! La cosa es que las cuatro iniciales quedaron ahí en la piel del árbol, añares, guardadas en un corazón de trazo torpe .

—Sabe que en la historia que me dice, don Alfonso, encuentro todos los sabores esos que dice usté, desde aroma a pan recién horneado, hasta el fuego de la caña con butiá, pero no encuentro nada de mala suerte, ni del Diablo metiendo la cola…

—Es que nos fuimos divagando, perdidos en la preguntadera y las comentaciones y nunca llegamos al final del cuento…

—Diga pues hombre!, no lo interrumpo más.

—Es que el lunes pasado, con el tormentón ese de verano que hubo, que parece el gobierno, meta refucilo, ventarrón y revoleo ‘e poncho, pero de agua que calme la sed de la tierra y el hambre del pobrerío nada…

—Es sabido sí que el poderoso sólo recuerda al pobre cuando lo precisa, pero ¡no distraiga usté ahora, hombre!

—No distraigo, no distraigo. Es parte del paisaje que nos toca, nomás, pa’ cerrar la historia. En medio del ventarrón y los refucilos, un rayo d’esos que parecen ajuntar toda la juria de tatadios en un manotazo d’eletricidá le dió a nuestro ocalito en el mismo medio y lo deserrajó de un golpe.

—¡Macanas!

—Ninguna macana, don Hilario, ahí quedó el pobre árbol, tembleque, chamuscado y sin una mitad que ardió en el suelo, esperando la lluvia. Justo la mitad que tenía grabada a punta ‘e faca las iniciales de ella y las mías, comidas por el fuego, un lunes 13. Bien cosa ‘e Mandinga…

—Las cosas caen cuando tienen que caer, don Alfonso. No se amargue. Dejuro que ahorita mismo, donde ande el corazón d’ella tendrá también su historia atesorada, dulce, latiendo suavecito, y quien sabe, si no también, como el suyo, esperando una lluvia que la alimente.

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Edh Rodríguez

Nació en Mercedes en 1972. Escuchador compulsivo de rock, pop, blues, jazz y otras yerbas. No le incomoda ver cien veces la misma película, ni leer de nuevo los mismos libros de siempre. Sigue sin saber bailar tango.

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