Un día de estos mistongos, grises, húmedos y sin lluvia, en las afueras de la pulpería El Rezongo, don Hilario y su compinche descansaban al lado del fogoncito luego de asar unas costillitas de cordero. El olor a humo de eucalipto, la sombra del ombú, y la carne regada con el carlón que Arregui siempre guardaba para ocasiones como ésta, invitaban a la siesta.
—Es una cosa de locos amigo Lacerda, cómo esta hora le afloja la oreja al cristiano. Se oye clarito desde el rumor de las hojas allá en el montecito, hasta la respiración del cusco del pulpero echado ahí bajo la ventana.
—Cierto eso que dice, amigazo. Pasa que también nosotros vivimos de la oreja. —Lacerda arrancó un pastito y se escarbó los dientes con toda la parsimonia del mundo.
—¿De la oreja? ¿Cómo así? ¿Por el oído pa´afinar las cuerdas y la gola?
—También eso, sí. Pero yo creo que es de antes. De ese lugar ‘ande la oreja le hace de antena.
Hilario se incorporó, apoyó el codo en el piso y giró apenas el cuerpo, mirando intrigado a su socio de parranda. Añares de recorrer el norte, tocando en cuanta milonga se armara, lo habían acostumbrado a no perder detalle de las reflexiones del acordeonista. Sabía de sobra que el hombre no era solo hábil para sacar melodías en su instrumento y sostener con el pie izquierdo el tiempo de valses, chamarras, gatos, tarantelas y tangos sin perderse nunca. Aguardó, sin decir palabra.
—Digo, don Hilario, que la oreja está siempre parada. Antes, incluso, de ponerse a tocar. No es sólo que uno cambia el repertorio medio que en el aire, porque sí nomás. Uno siempre toca siguiendo los gestos de los bailarines y de los que esperan pa’ dentrar a la pista. El ruidito de la alpargata en el suelo le va avisando si se baila con entusiasmo o por cumplir. Usté sabe bien que a veces una canción pide que se ponga otra en la oreja de la gente, aunque esté fuera del repertorio —el acordeonista llevado por sus propias palabras ya se había sentado y hablaba moviendo las manos como aspas de molino en día de viento.
—Ahhh! Eso de andar tomándole el pulso al público cada noche… ¡Pero eso es oficio nomá! —Hilario miró a su amigo, como midiendo lo que acababa de escuchar— ¿O dice otra cosa usté?
—Eso del oficio es cierto, no hay duda. Pero yo le hablo de otra oreja; la que encuentra en el rumor del pastito el anuncio de la lluvia, en la mirada tristona del gurí el abandono de los padres, o en el gesto pendenciero del crioyo peleón, algún entripao fermentando fiero en el alma.
—Siga, siga, hombre. A ver si le termino de agarrar antena y le puedo seguir el trillo… —a esa altura, Don Hilario también se había sentado, con las piernas cruzadas, como pa’ hacer yoga.
—Fijesé, el otro día en el pueblo, en la tele vi una película sobre Beethoven. El tipo hace esa sinfonía preciosa, con un coro que le parte a uno el alma en mil pedazos y se la vuelve a dejar armadita, pieza por pieza, afiatada como relojito suizo, pronta pa’ lo que la vida traiga. Y fijesé que el hombre era sordo, parece.
—Y entonces, ¿qué tiene que ver la oreja?
—Justamente, la oreja esa que yo le digo es la que le calibra el pulso al asunto, y le ubica cada cosa en su justo lugar.
—¿Como cuando uno va y le dice a su china que la quiere? Así porque le sale decirle nomás, y la china se emociona, porque justo eso era lo que andaba precisando que uno le diga…
—Aura viene agarrando el punto, don Hilario. Algo de eso. Como cuando el tata d’uno le acariciaba la cabeza porque sí, o un amigo cái con el mate, y sin preguntar nada, dice “escucho”.
—Pero eso es de pasar poco, amigazo. Bastantito poco, pa’ mi gusto. Fíjese que si el gobierno hiciera oreja, no habería pueblo con hambre, ni seca sin pozo de reserva, o tanto brazo con ganas de trabajar sin empleo.
—Y si los padres hicieran oreja, no habría tanto gurisito perdido, que uno los ve a veces con esas caritas de ternero degollado, y no sabe qué decirles.
—Y si el letrao ‘e la ciudá’ hiciera oreja, el criollaje no le desconfiaría tanto. —Hizo un gesto cruza de desesperación con fastidio—. Porque mire que son embarulladores esos.
—Por eso le digo, don Hilario. Nosotro’ vivimos de la oreja. Porque es de oreja abierta que se hacen canciones, cuentos y comentacione’. No es de leido, ni de viejo. Es de oreja abierta que se aprende. Se apriende a leer a las gentes —Lacerda hizo una pausa, como metido pa’ dentro antes de decir—. También a uno mismo, le digo más. Pero ese es el más difícil de escuchar.
—Ah, sí. Mismitamente. Que de tuitos los criollos que hay pa’ escuchar, uno mismo es el más complicao. Porque es de mentir poco. Y hacerle oreja a las verdades de uno… eso sí que es más difícil que ganar la lotería.
—Sobre todo si uno nunca juega…
Tiene reflexiones interesantes el relato, acerca de la escucha y de la escucha a uno mismo que me queda resonando…lo termino asociando a la importancia de la escucha del analista y esas cosas del psicoanálisis.
Me gustó mucho.
Gracias!!
Gracias por la lectura. Los temas siempre son los mismos. Las vueltas que cada uno da con ellos, suelen cambiar