Bajo los restos brillantes de la helada, la gramilla todavía tiembla de frío bajo un cielo claro como el más puro amor de primavera. Le faltaba la manta nomás, pa’ quedarse ahí desparramadita al sol. El patio de la escuela se fue colmando lentamente. Una nube de gurisitos, con las túnicas brillantes y las moñas azules flameando al viento que no hacía distingos en aquella escuela de Pueblo Ansina. Madres, padres, abuelos, tías, primos, allegados y vecinos, se asomaban al acto patrio programado para el mediodía.
Después del Himno, vendrían las palabras de la maestra directora recordando la gesta y el legado del PadrenuestroArtigas o Don José como gusta decir a los citadinos tan poco ilustrados en el arte del hojaldre de los pastelitos criollos como en el de llevar un asau con cuero, despacito y sin atropellar.
Pero más allá de diferencias y distingos, todos tenían claro el motivo de la presencia de casi medio pueblo en la escuela, en una de las mañanas más heladas del año. En el patio, junto a la galería, los pequeños de primer año harían la promesa de la bandera.
—Uno nunca va a terminar d’entender qu’es lo q’uno promete a esas edades, ¿no haya amigazo? —Hilario Lentín, guitarra cruzada sobre el pecho, bigote recortado pa’ la ocasión, pañuelo blanco ajustado con una golilla, el cuello de la campera de lana subido hasta las orejas, miró de reojo a Alfonso Lacerda, su compadre de mil horas. Hablaba apurado y entre dientes, más por no respirar aire helado que por disimular sus palabras.
—¡Buena pregunta esa! Porque hasta la fidelidá a la patria, vaya y pase, pero eso de prometer la bandera, parece más de hinchada de fútbol que de amor a la patria. —Lacerda con las manos en los costados de su acordeona respondió sin mirar demasiado. El sol en la cara no disimulaba el frío, pero le daba ganas de fumar, y en pleno acto, al costado del estrado para las banderas y la maestra directora, no era elegante ni siquiera la idea de armarse un tabaco.
Aprovechando el fin de semana largo, el acto patrio, el día de los abuelos y el aguinaldo, la Comisión Fomento había organizado una milonga la noche del sábado, seguida de un raid hípico el domingo, y un gran asado a beneficio con venta de repostería criolla para el lunes. Todo destinado a la escuela que necesitaba comprar unos aires acondicionados que colocarían en los salones de los más pequeños. Desde que se habían instalado paneles solares, la eletrisidá estaba más en precio, y el gas seguía yéndose a las nubes, como todo lo que de verdá importa en la vida ‘el pobre.
A una señal de la maestra, Zamba Lentin arrimó su guitarra al micrófono y comenzó a bordonear una milonga de tonos solemnes, acorde a la ocasión. Lacerda, atendió la señal de su compadre y soltó unos aires como de fuga de Bach, que usaba cada tanto pa’ desentumecer los dedos y que sonaban lindazos a cielo abierto. Las banderas entraron. Desde los parlantes comenzó a sonar el Himno que la gurisada cantó a voz en cuello con un entusiasmo inversamente proporcional a las edades de los gurises. Los adultos, como buenos criollos, lo susurraron apenas. Siempre da un poco de vergüenza cantar en público, y los coros uruguayos son más un murmullo que un canto…
Media hora después al son de la marcha A mi bandera, los pabellones patrios se retiraron. Los gurisitos rompieron filas, como un ejército de hormiguitas blancas. Se iban a sus juegos, o se arrimaban a los adultos de a poco iban decidiendo si volver pa’l rancho a cambiarse, o quedarse ansina nomás a esperar el canto de los dos criollos que ya se acomodaban cerca del fuego.
Las maestras corrieron a dejar las túnicas y organizar los últimos detalles en el hall de la escuela en que caballetes y tablones son las mesas para el almuerzo a un módico precio.
En un rincón del patio, algunos gurisitos correteaban improvisando una atrapada, hacia el otro lado un grupo de niñas hacían una ronda que se movía y frenaba al compás de alguna canción infantil.
Lacerda, acomodando el cuerpo en la silla, señaló hacia un lado y otro, y como al descuido comentó:
—Mire Don Hilario, ahí andan los borregos chicos corriendo y jugando, mientras los mayores se aprestan a comer, o a escuchar las macanas que cantamos nosotros. Ellos están metidos en su mundo, y nada importa más que mantener el compás, o escaparse siempre del que viene a mancharlos. A lo mejor eso es la patria. Un lugar seguro pa’ que los chiquilines jueguen y armen la vida, en vez de todos esos trapos de colores y las marchitas con tufo a naftalina que se cantan en los actos patrios. —Lacerda hizo un silencio largo y miró a Don Hilario, que tuvo que respirar bien hondo antes de arrimarse al micrófono con los ojos brillantes, y con la voz bien impostada saludar a los presentes mientras sus dedos desgranaban un bordoneo suave como trotecito mañanero.
Muy bueno estimado, especial la ocurrencia de Lacerda, de ver lo simple dentro de lo “necesario”. Abrazo
Gracias por la lectura siempre atenta y amable.