Lo poco de humanidad

L

El hombre no miraba a su interlocutor. Tenía la voz apagada, producto de años de batallar contra un mundo hostil. Para todos él era un loco. El peor de todos. Aunque lo paradójico del asunto era que nadie le cuestionaba sus muertes, sino lo contrario. Solo un filósofo que se interesó en su caso, años más tarde, y apenas pudo ayudarle a cargar su cruz por unos metros. Pero ya era demasiado tarde.

Ser militar es estar de cara a la muerte. Al menos, ser un militar en una de esas naciones que resuelven diferencias internacionales mediante la imposición de la fuerza. Él se enroló como voluntario, convencido de encontrar honor en el campo de batalla. Su causa era la defensa de su patria, la guerra era un lugar donde el heroísmo se medía en actitudes valerosas y caer en el campo de batalla empuñando un arma, era un sentimiento muy similar a lo que los antiguos griegos llamaban la muerte bella. Pero lo único que encontró fue el horror y la miseria más ruin del género humano. Se recompuso como pudo, aunque a la larga, su conciencia pudo más. Su destino final fue el manicomio. Y hoy era día de visita.

Hacía meses que un periodista quería hablar con él. Su historia le llegó por un comentario perdido en una charla con amigos y quería confirmarlos. Una vida como la de Claude siempre es muy llamativa, incluso cuando su ostracismo no le permita mostrar sus verdades. Es que remover ciertas zonas oscuras, era también revolverle las tripas al pasado de toda una nación y a nadie le gusta que le refrieguen el hocico en la mierda. Mucho menos a millones de personas al mismo tiempo.

Tampoco el militar retirado concedía entrevistas. No porque no tuviera nada para decir, sino porque cada vez que lo hacía, se hundía más y más, como atrapado en unas arenas movedizas de las cuales quería salir, pero de las que nadie se atrevía a ayudarlo. De todas maneras, el periodista era obstinado y logró su objetivo.

—¿Es cierto que no fue a recibir los honores cuando volvió de la guerra?

—Es verdad —contestó el internado luego de un silencio que venía de años atrás.

—¿Por cargos de conciencia?

—Si. Y por no poder soportar la hipocresía.

—Entiendo.

—No, nadie lo entiende, señor. En su momento solo me sentía una basura humana. Descubrí la hipocresía con los años. La culpa, en ese momento, era enteramente mía.

—¿No considera que usted fue uno de los hombres que terminó la guerra?

—No. Yo fui uno de los hombres que creó el infierno en la tierra. Un infierno real. Y por eso se terminó la guerra. Los combates se cortaron a causa de un miedo más grande. Después de eso, todos tuvimos pánico.

—¿Pero usted sabía lo que estaba por hacer?

—Ni por asomo. Para que se haga una idea, cuando salimos en el avión, yo solo pensaba en mi esposa. Me había casado con ella dos días antes. Para mí, estábamos en camino a algo casi rutinario. Un bombardeo como todos los conocidos. ¿Se da cuenta? Un bombardeo para nosotros era algo normal.

—O sea que usted no conocía las consecuencias.

—No, señor. ¿Sabe cuantos años tenía el 6 de agosto de 1945?

—26 años

—26 años —repitió el internado. ¿Qué estaba haciendo usted con 26 años? Yo creía que la guerra era solo para defender a los buenos. Y con esa ingenuidad fui el responsable de sacar los cálculos para decidir donde tirar la bomba. Yo fui la persona que dijo “adelante”. Yo fui el hombre que sirvió de brazo ejecutor para liberar el monstruo nuclear. Y en vez de acertarle a un puente, como estaba planeado, le dimos a un hospital. Yo sé que me va a preguntar cual era la diferencia si todo iba a ser arrasado. Se lo adelanto: lo simbólico de asesinar civiles indefensos.

—¿Pero ustedes no sabían que llevaban una bomba atómica? —preguntó con real asombro el periodista.

—Si, lo sabíamos. Pero nunca nadie había visto una explosión así. Nos hablaron de un hongo y no mucho más. ¿Usted se da cuenta que matamos a 70.000 personas y herimos a otras 130.000 de una sola vez?

—Es un numero espantosamente alto.

—Espere que lo espantoso recién está arrancando. Porque la gente no es que murió y nada más. Hubo gente que se derritió. Literalmente. Hubo personas a las que los ojos se le licuaron. Otros, no pudieron aguantar la presión de la sangre. Hubo quienes caminaban en carne viva. Hubo gente que se le quemó el 95% de su cuerpo y estuvieron vivos por horas. Hubo quienes no podían gritar porque no tenían con qué y emitían un ruido gutural nunca antes escuchado. Todo se fundió a un millón de grados centígrados: la ropa con la carne; los relojes contra el hueso. Y no importó si eran mujeres, niños o viejos. El único pecado que cometieron fue nacer en una ciudad utilizada para fabricar armamento y tener bases militares.

>> Cuando llegue a tierra, sentía que me hervían los sesos. Me dijeron que era estrés de postguerra y me dieron una Aspirina. Acabábamos de lanzar la primera bomba nuclear de la historia y me dan una Aspirina por estrés. ¿Se da cuenta? No pude dormir por días pensando en esa pobre gente muerta. Vi las consecuencias de lo que hicimos. Desde ese instante, no pasa un solo día sin que al acostarme recuerde esa masacre. Mi tormento es tan grande que intenté quitarme esto a lo que ustedes le llaman vida. Y ni eso pude. Me internaron acá y pasé a ser un loco sin remedio. Pero yo sé que los que no están cuerdos son ellos.

—¿A quién se refiere con “ellos”?

—A los que mandaron tirar la bomba, pero también a los que la crearon y a los que la celebraron. Y también a la gente que se sintió tranquila porque arrasamos dos ciudades enteras. Incluso mis compañeros. La mayoría hizo carrera y se enorgullecieron de sus actos. Yo mismo intenté ser uno más de los “ciudadanos normales”. Estudié Derecho, me dieron trabajo en una compañía petrolera y llegué a escalar bastante alto. Pero cada vez que ponía la cabeza en la almohada, los muertos y heridos de aquella mañana en Japón, venían a mi cama. No pude aguantarlo más.

>>Luego del intento de suicidio, mi historia se hizo pública. Todos dijeron que estaba enfermo por la guerra. En eso si tuvieron razón, pero por razones contrarias a lo que se imaginaban. Ellos querían que yo me enorgulleciera de ser un criminal. Mi mujer me despreció. La gente de Waco me dio vuelta la cara y terminé encerrado aquí. Texas no es el mejor lugar para arrepentirse por asesinar japoneses.

—¿Nunca se replanteó intentar volver a la sociedad?

—Señor, usted tampoco me entiende. Ni me va a entender. Usted me vino a ver, como quien va al zoológico a mirar al león. Soy exótico y peligroso, pero estoy detrás de la jaula. Ya no quiero volver a ningún lado, precisamente porque ustedes forman una sociedad; una asociación de personas más enfermas que yo mismo. Les duele que aún pueda contar mi versión de los hechos. Les molesta escucharla, porque mi culpa también es la culpa de todos. ¿Pero qué puedo esperar de gente que asesina día a día sin piedad? Estoy ansioso por que llegue la hora en que me declaren culpable por mis crímenes de guerra. Sé que ni siquiera me van a dar ese consuelo. Yo no me voy a poder ir de este mundo en paz.

El periodista se quedó mirando como Claude Robert Eatherly, el expiloto de combate que ordenó soltar la primera bomba nuclear de la historia, se levantó sin saludar y se fue con un cansancio nunca antes visto. Lo vio alejarse por los pasillos del manicomio de Waco, como si la radiación lo acompañara. En verdad, este hombre cargaba sobre su espalda el peso de lo poco que quedaba de humanidad en el mundo.

Más de...

Maximiliano Debenedetti

La partida de nacimiento dice que arribó a nuestro planeta por Montevideo en 1979, con todo lo que esto conlleva. Su contacto con la literatura fue ecléctico y supo ya en su infancia que estaría vinculado a la escritura, desde el día que tuvo que aprender a garabatear por primera vez su extenso nombre.

4 comentarios

    • Muchas gracias, Rosina. La vida de algunos es el ejemplo de otros. El problema es cuando a los que son el espejo de la sociedad se los condena por intereses. Te mando un saludo y gracias por la lectura.

Lo nuevo

Mantené el contacto

Sin vos, la maquina no tiene sentido. Formá parte de nuestra comunidad sumándote en los siguientes canales.