Milonga de la oscuridad (Zamba Lentín XXI)

M

Detenidos a la vera del camino, tras una farra al inicio de la esquila en la zona de Fraile Muerto, los dos criollos hablan casi por hablar. Así como el sueño amontona fotografías ajadas y personajes en escenarios donde no deberían haber estado, las palabras caminaban las piedras del silencio pesado que se instalaba cuando cada uno se zambullía en sus cavilaciones.

—Le decía, amigo Lacerda, que siempre le tuve  miedo a la oscuridad. Tal vez por eso soy  músico. 

—¿Cómo así Don Hilario? —Lacerda había quedado petrificado ante la inesperada confesión—. Pero si usté es el mismísimo rey de la noche y la parranda, si sabe como naides tener a la pionada pendiente de sus palabras mientras le da un resuello al cuerpo y al alma algo en qué pensar.

— No diga zonceras hombre, ¡mire si la gente va a andar precisando mis tres versos pa’ andar pensando! Lo que digo es que siempre me dio miedo lo oscuro. Ni la fiesta ni la noche. La oscuridad.

—¿Le da miedo andar solo? ¿En la noche? No dirá que es de andar asustándose de la luz mala y los ruidos del bicherío en las noches de primavera, que es cuando más revoltijo meten.

—No, no. No es la noche del campo ni la del pueblo habitada de susurros, dichos tras las paredes gruesas, ni los gritos destemplados de los atormentados por una pesadilla, ni algún suspiro que siempre se escapa de una ventana mal cerrada. Yo le tengo miedo a la oscuridad.  No de dejarlo a uno aterrado y temblando, pero sí con una inquietud metida en el hueserío que no lo abandona a uno ni a sol ni a sombra.

—¡Quién hubiera dicho! —Lacerda le pasó un mate espumoso a su amigo— Pero se ve que es asunto serio, si le sale así de la nada el comentario…

—Es que ando hace días con una milonga atravesada en la garganta, y no termina de salir.

—¿No recuerda la letra? 

—Tengo la melodía en la cabeza, la métrica, todo. Pero la letra no viene.

—¿Y por qué no entra a arpegiar ahí el inicio a ver si la recuerdo y lo ayudo?

—¡Es que no está escrita hombre! Por eso no me la acuerdo.

—Ah! jajaja Es eso compadre!, está viniéndole una milonga nueva. Por eso anda mustio mientras hacemos ruta.

—¿Usté me ve mustio?

—Un poco cara de mate lavao tiene, sí. Lo conozco hace años. Lo he visto en casi todos los trances, hombre!

— …cuestión que la milonga esta, seguro que se llama oscura, o de la oscuridad, porque  la melodía  mete un poco de miedo. Como cuando era chico.

—Ah, ya de chico usté tenía miedo de la oscuridad. Y le entra como ese pánico ahora…

—Es que la oscuridad no es la noche. A la noche la mama tenía el fuego prendido, y se iban haciendo pucheros, guisos, o hasta algún dulce si era época de fruta.

—Y ahí andaba don Hilario mocito, jugando y esperando el plato como cuzco viejo.

—Un montón de veces, sí. Pero eso medio que uno ni lo espera, apenas aguanta hasta que llegue. Hay otras esperas que son más esperas ¿me entiende?

—Desde chico había salido filósofo el hombre.

—Sabe?,  la mitad de las noches del año el tata andaba en el rancho pero otras tantas noches el hombre no estaba. Se iba a hacer changas en la esquila, alambrando, trillando, lo que hiciera falta pa’ que la olla estuviese siempre derecha. Otras veces, por puro vicio. El viejo tenía mil oficios. Y el vicio de trabajar afuera de la casa cada tanto.

—Y ahí usté quedaba esperando.

—Y lo complicado era la noche. Porque en la oscuridad uno nunca sabe quien viene. Uno no sabía si venía el viejo, o era nomás que no venía nadie. Cada ruidito era una alerta. Casi siempre falsa alarma. Cada silencio era un hueco profundo de donde podía brotar la voz del viejo. 

—Pero el hombre venía, imagino. Era familiero por otras cimentaciones suyas.

—Era sí. Pero era muchas cosas. De no estar por temporadas largas, también era. De andar callado y decir poco. De hablar sólo cuando había mucha gente y entretener a todos. Pero no era mucho de decirme nada.

—Siempre han sido medio calladones los hombres del campo. Casi que solo nos hablamos entre nosotros, y eso medio a los tirones también.

—Entonces yo fui aprendiendo a bordonear. Me quedaba en la cama tirado, con la encordada encima del pecho, dándole a las cuerdas hasta caer dormido.

—Estaba naciendo un músico y usted ni sabía.

—Algo de eso. Y lo mejor, o lo peor, era que no sabía cantar, entonces iba recitando historias que armaba. O me las decía para mí, sin abrir la boca, imaginando aventuras de Martín Aquino, farras de cowboys que bailaban después de derrotar a los indios, caminatas largas por la playa de españoles de espada y casco que buscaban restos de un naufragio. Cosas así…

—Tenía como un cine adentro suyo, Don Hilario.

—Y las películas eran mudas, si. Y yo iba acompañando con la sexta y la quinta, como un latido que podía ser el oleaje del mar o el pulso del monte, que siempre está en silencio pero nunca deja de hablar pal que escucha.

—Y de esas historias aprendió las palabras y las vueltas que usa cuando canta la vida de la gente.

—Si, y de esas vivo. Pero el miedo a la oscuridad sigue ahí, aguantando. Cada vez que se me cruza una milonga y no le encuentro letra, ese miedo viejo y frío vuelve como un cuzco fiel, con su olor, su pelo pegado y sus cuartos comidos por la sarna. Vuelve. Y hay que espantarlo cantando una historia que sea nueva, aunque venga de antaño. 

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Edh Rodríguez

Nació en Mercedes en 1972. Escuchador compulsivo de rock, pop, blues, jazz y otras yerbas. No le incomoda ver cien veces la misma película, ni leer de nuevo los mismos libros de siempre. Sigue sin saber bailar tango.

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