Puras habladurías… (Zamba Lentín III)

P

“Son destinos”, dijo el chancho,

y miraba los jamones…

Lacerda, de nombre de pila Alfonso, acordeonista de oficio, parrandero y reidor, nació en medio de las quebradas de tierra rojiza, allá donde el norte se hace desolación y gramilla reverberando al sol, en veranos que no dan tregua a chicharra cantora ni benteveo de ala corta y canto ensoñador. Ese norte donde el invierno apuñala de frío hasta a las hormigas. Donde la helada reina desde la caída del sol hasta la hora sagrada en que el poroto negro y la caña blanca imponen su pausa a quienes hacen parir a la tierra lo que es preciso para mantenerse vivo, un día sí y otro también. 

La mayiya, ritmo de pata en el suelo y paso largo y decidido, encantó el corazón generoso del niño Alfonso. Eran días dulces, en que la pulpería de su padre se engalanaba con faroles portera adentro; y el piso del patio abierto del frente era remojado usando chilcas para salpicar agua sobre la gramilla y la tierra suelta. Los bastos bancos de tablón se disponían en un enorme rectángulo que hacía de marco y tribuna. Por la noche, la peonada hacía vibrar las tabas al pulso de bordonas y acordeones, acompañadas a veces de la voz rasposa de algún cantor, o el coro de quienes sin bailar, refistoleaban el ambiente y marcaban con sus palmas el ritmo de las mujeres de faldas amplias y los gauchos de bombacha y facón atravesau a la cintura. 

Las florituras de las notas, atropellándose unas a otras como caballada en estampida, o separadas en acordes profundos como azul de primavera llenaban las orejas del gurí. Su pie izquierdo se iba solito marcando un compás que el más afiatado cronómetro no tendría jamás. Los dedos regordetes guiados por su oído fino, fueron develando uno a uno los secretos de aquellos botones de la mano izquierda, en tanto la derecha aprendía a dibujar sobre el teclado que brillaba en ébano y marfil contra su pecho. 

Bajito, rechoncho, de manos de empanada, dedos breves y ágiles, pierna corvada “como criáu en cuna corta”, Lacerda era el Sancho Panza de la larga y desgarbada figura de Samba Lentín. Redondo como buey lamiéndose los cuartos uno, finito y largo como frenada ‘e bicicleta el otro, llegaron un día a la capital de Artigas.

Quiso el destino y la magra fortuna de Lacerda, que en la pulpería les recibiera Amanda, una moza esbelta, de ojos brillantes y profundos como el primer destello de la aurora. Dos trenzas renegridas bajaban suaves por su espalda, deteniéndose allí donde las ancas breves y firmes eran la perdición de las miradas.

El acordeonista cayó rendido ante los encantos de ella, que amable los guió a la pieza donde descansarían del viaje, alistándose para el baile de la noche. Lentín hizo siesta, y él con el corazón acelerado, se dedicó a recorrer la pulpería, haciendo nada y armando conversación con la gurisa en cada ocasión. A las cinco, nuestro guitarrero se levantó, descansado y fresco, armó un amargo y se apersonó en la pulpería, donde fue involuntario testigo de la forma en que los ojos bandidos de la muchacha no se despegaban de las manos rellenas de su acordeonista. Hilario no había visto jamás unas pestañas tan largas como las que enmarcaban las pupilas color pizarra de aquella muchacha en flor.

La tardecita fue trayendo una brisa suave, y el olor a tierra mojada del patio ya pronto. Algunos parroquianos salieron prestos a engalanarse, otros continuaron adobándose lentamente macerando sus espíritus en la caña brasilera que no faltaba. Hubo quien picó quesos y salamines acompañando los largos vasos de carlón traído de Carmelo, o de un semillón especial que llegaba en chalanas desde Entre Ríos a Bella Unión, para luego transitar la 30 en camiones desvencijados, con la paciencia de una mula de montaña.

Cuando la noche se hizo negrura espesa fuera del patio iluminado de farolas y adornado con pañuelos que colgaban de los alambres, la acordeona de Lacerda, afirmada en el pulso de la guitarra de Lentín dió su peculiar latido a aquellas mujeres y hombres que intercambiando miradas y cabeceos armaban parejas y se sacudían las tristezas y la pesada carga de la vida del campo al compás de gatos, tangos y chamarras.

Cada una hora los músicos paraban un rato, y tras estirar un poco piernas y brazos, volvían a animar aquel jolgorio sencillo que avanzaba sin apuro hacia el alba. La mirada de Alfonso Lacerda no se despegaba nunca de la de Amanda, que desde atrás del improvisado mostrador le correspondía embelesada. Tanto, que algún parroquiano llegó a ofuscarse por las distracciones de la muchacha que parecía perdida en el hechizo de las manos rústicas que sin embargo arrancaban un canyengue sabrosón de los fuelles de aquella acordeona nacarada.

Al final de la noche, la moza supo hacerse un breve aparte con el músico, y le obsequió un mechón de una de sus trenzas renegridas, no sin antes darle un beso tibio y preguntarle si se quedaría un par de días o si debía marcharse al despertar.

Lacerda, honesto y enamorado respondió que se debía a los tres contratos que ya había pactado en Bella Unión, Sequeira y Baltasar Brum, pero que volvería en tres semanas. Y así lo hizo, pletórico de emoción y con el corazón en la mano. Pero el destino del pobre suele ser malhadado. En el correr de aquellos 21 días, la tía de la moza había caído gravemente enferma. Junto al lecho de muerte, esperando al cura y la extrema unción, Amanda, tierna como hornero recién salido del cascarón, pidió a dios nuestro señor por la vida de aquella moribunda, y prometió a cambio hacerse novicia de las carmelitas descalzas, hermanitas milagreras de las que siempre oía hablar.

Cuando nuestro hombre llegó a la pulpería, la muchacha se había marchado al Salto Oriental, desde donde cruzaría a la Argentina rumbo al convento de las hermanitas descalzas. Dejó solo un papel de astraza, con las dos trenzas unidas por un ramo pequeño de macachines y una misiva breve.

Desde aquella infausta mañana, Alfonso Lacerda no volvió a pisar jamás una iglesia, y hay quien dice que le han visto en algunas ciudades arrojando piedras a las rosas vidriadas, insultando a ese dios canalla: ladrón de vírgenes y amores, defensor de patrones y estancieros, triste déspota sin piedad ni corazón.

Pero esas son otras historias, o como dice Lentín, en defensa de su fiel escudero, habladurías nomás, sonceras de gente sin alma.  

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Edh Rodríguez

Nació en Mercedes en 1972. Escuchador compulsivo de rock, pop, blues, jazz y otras yerbas. No le incomoda ver cien veces la misma película, ni leer de nuevo los mismos libros de siempre. Sigue sin saber bailar tango.

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