—¡Buenas y santas, vecina! ¿Cómo dice que le anda yendo? —Zamba Lentín miraba a la pulpera con ojos pícaros, mientras caminaba hacia el mostrador con una pachorra demasiado acentuada para ser real. La hija del viejo Arregui se vio sorprendida en medio de las mil tareas de mantener una barra limpia y provista.
—¡Ave María Purísima! Miren quien ha vuelto al pago. Ya lo daban hasta por muerto al cantor de las historias más lindas de la zona. —La mujer dejó el paño con el que repasaba el tablón de quebracho de la barra, y abrió los brazos en un gesto de bienvenida de esos que brotan desde el fondo del triperío.
—No será para tanto. ¡Si siempre hemos sido más piedra de camino que terrón de quinta! —Zamba Lentín tenía muy claro su destino de canto rodado—. Anduvimos de gira con el compadre. Nos apalabraron pa’ una serie de eventos en Entre Ríos y Santa Fe, y terminamos cantando hasta en inauguraciones de escuelas en Córdoba, viera usté.
—¡Ah pero entonces ha viajao’ lindazo! —La mujer sirvió una caña con pitanga, sazonada desde del invierno anterior y se la puso delante a Don Hilario, que con su mejor sonrisa agradeció y empinó el codo. La mañana de mediados de noviembre se presentaba fresca, de cielos claros, surcados de tanto en tanto por nubes altas, blancas como témpanos de esos que se ven en las películas.
Nuestro hombre había amanecido un poco tarde, pasadas las ocho. Se había armado un cimarrón chico, espumoso, y se había desayunado con unos restos de asado de tira hechos vuelta y vuelta sobre una plancha que estaba en su familia desde tiempos de su abuelo. No había querido armar fueguito, ni prender la económica, que prefería usar para comidas largas o para templar la cocina comedor de su rancho. De bombachas amplias, claras y camisa beige al tono, había emprendido el camino hacia el Almacén de Ramos Generales.
Había ido hacia allí porque sí, por nada. Como si las piernas cansadas de andar rutas ajenas y lejanas hubieran buscado el trillo del corazón. Cuando quiso acordar, después de casi un kilómetro, se había encontrado con la silueta del viejo almacén que siempre recibía amplio y sereno a la sombra de los sauces, paraísos y un ombú que formaban una suerte de comité de bienvenida.
Recién entonces, en los metros que llevaban de la sombra fresca de aquellos árboles de cortezas arrugadas y troncos gruesos hasta la entrada, Hilario Lentín supo que de verdad había extrañado su lugar.
Había echado de menos el silencio y la comodidad de su hogar. Sencillo, amoblado con una sobriedad espartana, que aunque se parece no debe confundirse con la pobreza franciscana.
Nada faltaba en aquel rancho: ni la cocina, ni la mesa de madera sólida con sillas para cuatro, ni la catrera amplia pa’ dormir despatarrado en calma o abrazao’ juerte a la mujer que se animara a acompañarlo en las noches cálidas con mosquitos y luna clara o las heladas del invierno del norte, donde la brisa nunca trae perfumes de mar, sino aromas de campos trabajados con cariño por gente que, no por ser menos cantidad que en años mejores, deja de ser menos querendona y laboriosa.
Un baño pequeño pero con una ducha cómoda que regaba la bañera esmaltada heredada de su abuelo, un estar con bancos y sillas de tejido, un par de sillones de cuero, una cantora, y hasta un viejo tocadiscos donde cada tanto Hilario se solazaba escuchando tangos y folklore en discos de antaño, de aquellos que pesaban como una conciencia oscura y largaban su música entre un crepitar como de fritanga de fonda.
Un buen fogón, abierto, donde cabía una parrillita para tirar churrasco, achuras o embutidos, asegún hubiera. El piso de ladrillo lustrado era fácil de mantener barrido y siempre limpio. Hilario había extrañado aquel suelo en que las alpargatas se sentían mullidas como el pastito verde de la primavera.
—Tres meses anduvimos de gira, viendo siempre rostros extraños, modos de hablar que se parecen, pero nunca son lo mismo, maneras de cocinar y de beber que tienen su encanto, pero no el calor de la tierra de uno.
—¡Ah, pero si ha estado extrañando en serio el artista! ¡Mire que resultó mimosón! —La mujer detrás del mostrador disfrutaba de la ocasión de ser ella la que lanzaba chanzas a aquel hombre de flaca figura y manos de dedos finos que ahora acercaban el vaso. La caña había sido de su gusto y quería otra.
Hilario sonrió, señaló el queso de picar y antes de beber el primer sorbo de aquella segunda copa dijo:
—Siempre se estraña la tierra d’uno, pero más que nada, se estraña poder prosiar tranquilo con los paisanos. Y sobre todo, con la mujer más linda, esa que siempre lo espera, aunque uno haiga arrancáu sin despedirse.
—Igual, le voy avisando mocito… —se sonrojó ante el piropo que tomó como propio— No se abuse, que no por mucho estrañar, va a ser siempre bienvenido.
2
El crioyo Lacerda, de andar lento, como para contrapuntear la velocidad que le imprimía a las teclas de su acordeona cuando la chamarra lo pedía, se allegó al Almacén de Ramos Generales mate en mano. Venía pensativo, como perseguido por un pensamiento que todavía no tomaba forma. Una de esas sensaciones que son más una bruma porfiada que una idea con estructura y desarrollo. Alfonso sabía de sobra que aquello se aclararía a su debido tiempo. Y que nada aclara mejor las ideas que una buena conversación, de esas que inician sin motivo ni rumbo aparente hasta que hallan cauce y prosperan.
Caminaba tarareando para sus adentros una zamba de Yupanqui, que hablaba de una pena a la que por vieja llamaban añera. No canto —decía cada vez que le preguntaban— porque tengo la voz finita, y con la exigencia del acordeón que es muy física, me quedo sin aire. Imagínese que con esta voz finita como caña e’bajar higos, y sin aire, arranco a cantar y soy una cotorra moribunda.
Alfonso Lacerda era así, hombre de tomarse con humor cualquier circunstancia, incluso las que le resultaban dolorosas. Le hubiera gustado cantar, pero la verdad es que la voz no le daba. Todo su arte estaba en las manos que recorrían la botonera o el teclado, en los brazos que sabían dar la fuerza y el impulso necesario para que aquel instrumento sonara profundo como el océano que Lacerda aún no había conocido, o liviano como canto de calandria en las siestas del bosque nativo.
Amaneció tranquilo, en su rancho —herencia familiar— hecho de adobe bien amasado, y con un quinchado de los que duran la vida entera. Desayunó un pan casero con algo de queso y una mermelada de higos que era una ambrosía. El mate se fue hinchando despacito mientras nuestro hombre daba cuenta del café negro y sin azucar en un tazón esmaltado. —Sin café no hay vida —solía repetir a quien preguntara.
—Con su permiso via’ dentrar si no es molestia, dijo desde la puerta cuando vió que su compadre estaba sumergido en lo que parecía ser una prosa íntima con la pulpera. Bien sabía Lacerda que Don Hilario y la rubita de Don Arregui se arrastraban el ala cada tanto, aunque no le constaba que hubiera avances serios ni de uno ni de otra.
—¡Atención! Ya mismito voy a ir anunciando que haberá bailanta esta noche mismita, a lo sumo mañana qu’es viernes, y ya da tiempo pa’ que la gente de la zona se vaya enterando y se haga tiempo pa’ caerse a la milonga. —Teresita, que así se llamaba la hija mayor de Arregui, mostraba un entusiasmo de esos a los que no hay pero que los frenen.
Con gesto lento, Zamba Lentín giró y saludó con un cabeceo a su compadre, señalándole de paso el mostrador, para que se acercara. Cuando Lacerda llegó, la moza ya le había puesto un vaso y le mostraba la caña con pitanga.
—¿Es gustoso, Don Lacerda?
—¡Siempre! Una buena caña, asienta el mate como nada.
Los tres quedaron rato hablando de los sucedidos del pago, y un par de anécdotas de la larga ausencia de ambos. Habían partido casi de improviso, sin tiempo de dar noticia en mucho lado, y a fuerza de sinceros, habían logrado en esos tres meses y poco, hacer dinero suficiente para cubrir hasta el invierno siguiente. Y siempre es bueno tener un colchón para las cuentas que como las desgracias nunca paran de golpear a la puerta del laburante.
—Lo que los cordobeses llaman de sierra, es montaña pura y dura. Pero como allá todo es mucho más grande, pa’ nuestros hermanos argentinos es sierra nomás. —El acordeonista se entusiasmaba, gesticulaba con los brazos, mostrando que todo era enorme. Parecía gurí chico recién llegado del circo, o del zoológico. Asombrado y con ganas de contar.
—Si vieran la Sierra de Rocha se nos ríen en la cara los cordobeses, —terció Don Hilario, que de muchacho había recorrido el este del país con unos tíos que trabajaban como asadores en hoteles de la costa.
—Sabe que de esta bendita tierra puedo decir que conozco casi cada rincón, pero por alguna razón, es cada rincón de tierra, porque nunca llegué a ir a la costa del oceáno. Lo más que he visto es el mar como se ve en Montevideo, pero lo que se dice meter pata en el agua verde, sentir ese aire salobre que dicen los marinos, caminar por la arena sintiendo el rugido de la rompiente, eso no he tenido oportunidad. —Un dejo de tristeza había tomado la voz del hombre que apoyaba sus manos regordetas sobre la tabla del mostrador y miraba como a un paisaje que evocaba aun sin conocer.
—Hagamos así —Terció la muchacha— ustedes tocan mañana viernes como pa’ que se vaya corriendo la voz de que han vuelto y armamos milonga el sábado y cantarola el domingo, con entrada. El almacén se queda con la ganancia de la bebida, y ustedes con el dinero de las entradas. Seguro les da de sobra para irse una buena semanita a la costa de Rocha, que dicen que de La Paloma hasta el Brasil es bien agreste, y se puede acampar o quedarse en cabañas u hoteles. Seguro que si hacen bien las cosas hasta pueden atar algún paquetito de actuaciones para enero. Y ya matan dos o tres pájaros de un solo tiro.
Para la hora de la siesta ya estaba todo planificado. Teresita y Don Arregui habían ajustado hasta el aviso que la difusora pasaría al menos dos veces en cada programa desde esa misma noche y durante todo el viernes. Porque cuando se trata de ajustar los sueños del hombre, siempre es bueno contar con un compañero que ponga cuerpo y hombro, pero la planificación, mejor dejarla siempre en manos de las mujeres, que pa’l detalle son de mirada delicada, olfato certero y mano dispuesta.
3
Aquella mañana, el acordeonista amaneció al rayar el alba. En silencio había salido de su cuarto y se había encaminado hacia el baño, recorriendo la posada de Don Morosoli, todavía vacía, un par de días antes del inicio oficial de la temporada. Se había afeitado con sumo cuidado, mojando la piel con agua tibia primero, enjabonándola después con una brocha de cerdas de caballo, recorriendo cada centímetro de piel con una navaja de empuñadura nacarada que lo acompañaba desde que hizo sus primeros pesos en una esquila, poco antes de cumplir los 16. Había sido su entrada en la hombría: trabajo, paga y navaja de afeitar.
Media hora más tarde, mientras calentaba agua en una de esas jarras eléctricas que se usan por estos tiempos, su compadre había aparecido en la cocina, toalla en mano, le había dado los buenos días, y se había dirigido al baño de la posada. Desayunaron juntos, en silencio, y antes de las ocho montaron en las motos que los habían traído desde su pago en el norte, y se dirigieron hacia la costa.
Tenían oídas de que las playas de La Esmeralda eran de las mejores del departamento, y Don Hilario, que hacía añares no pisaba las arenas del este, había buscado que aquel primer encuentro de su amigo y compadre con el océano fuera tan especial como había sido para él cuando siendo gurí, acompañaba a su padre en una de las changas más lindas que había tenido.
Luego de dejar las motos al final de la calle de tierra, allí donde la arena se amontona en una duna breve, habían caminado lento subiendo por la arena todavía fresca de la noche, y se habían detenido mirando la inmensidad que se abría delante de ellos. Hilario hizo silencio, y dejó que Lacerda se adelantara un par de pasos. Como el amor, como la muerte, el mar tiene el don de hacer del hombre nuevamente un niño. Maravillado y abrumado por el diálogo sagrado que se abre con uno mismo ante lo indecible.
—¿Sabe? —Lacerda se llevó índice y pulgar de la mano izquierda a los ojos, enjugando las lágrimas que se asomaban gordas como río crecido a su rostro colorado de timidez. Una timidez tan suya como el silbido con el que componía melodías cuando recorrían leguas y leguas yendo de un rincón a otro con su arte— me emociona hasta el tuétano esto.
Bajo el cielo azul de los primeros días de diciembre, el mar brillaba en un tono esmeralda. Las olas se levantaban en mechones blancos, la espuma se despeinaba cuando alcanzaba el punto más alto, antes de caer como el martillo sobre el yunque en la herrería de obra, con todo el peso de millones de años sobre un suelo donde la piedra más dura se transformaba en la arena más fina y blanca, a fuerza de ser golpeada, arrastrada y vuelta a golpear una y mil veces por día.
Habían bajado desde su lejano pago en Tacuarembó por la ruta que entra a Rocha por Lascano, atravesando arrozales. Después de un par de desvíos, habían entrado por un camino vecinal que llevaba a La Esmeralda, uno de los últimos lugares agrestes, donde el viejo posadero les había preparado una habitación gustoso de tener gente en su hostal, mientras hacía sus últimos preparativos para una temporada que se anunciaba prometedora y exigente. Traían los oídos llenos de consejos y cuentos sobre las barrancas de Arachania, donde el agua pega con la fuerza de una ballena embravecida, la algarabía del campamento de Santa Teresa, y las ofertas de los libaneses del Chuy. Pero nada había preparado ni las vistas ni el alma de aquel criollo sencillo para el espectáculo del mar abierto en una playa que se extiende por kilómetros, casi en línea recta. Era como que la tierra bajara los brazos y se ofreciera, rendida en un suelo arenoso, brillante de sol que hacía frente a aquella masa móvil de misterio color piedra preciosa que iba y venía, indecisa, pero firme en el movimiento.
Un juego de seducción entre dos titanes que lanzaban sus embates y aguantaban a pie firme, sin abandonar jamás la partida.
Don Hilario, sabedor de las marcas que dejan las primeras veces en los cuerpos y los corazones de los hombres de vida sencilla, hizo un silencio de los suyos. Largo, profundo. Entre aquellos dos hombres el silencio era, las más de las veces, una invitación respetuosa que una respuesta tajante.
—Si no fuera que uno es bien ateo, y con no pocas razones, casi que volvería a ser gurisito y creer en tata dios, ¿no halla, compadre?
—La naturaleza cuando uno no la molesta, tiene eso. Uno se siente desarmado y a la vez bienvenido.
—Uno no sabe ande posar la vista, si allá en el horizonte que apenas si es un cambio de tonalidad en el azul, en las líneas blancas que se arman y se desarman en el camino, o en el retumbar este de acá cerquita, que es un revoltijo. ¿Ha visto con qué fuerza vuelve el agua pa’ atrás? Chatita, como apurada de juntarse con el agua gorda, no sea cosa que se vaya a perder.
—Como gurí chico cuando se distrae caminando y de golpe ve que la mama o el tata se le adelantó unos pasos y arrancan volando pa’ no quedar solitos en la multitud.
—Eso mismito. Parece que fuera todo el mar, madre, padre, y criatura.
—No lo habría pensado nunca así, pero tiene razón. Pa’ eso es que uno anda mejor en yunta que solo.
4
El acordeonista sonrió de la ocurrencia de su amigo, y sin avisar arrancó a correr por la arena, derecho al mar. Paso torpe, como toda primera vez en un arenal, perdió las alpargatas en los primeros tres pasos, pero siguió corriendo, como descosido, rumbo a aquella promesa verde y húmeda que se abría. Apenas sintió la tierra mojada, tiró al piso la camisa, se desprendió el cinto, el botón y abriendo el cierre se quitó el vaquero. En calzoncillos y gritando como un indio en el malón entró a los saltos al agua.
De pie en la arena, desprendiéndose la camisa y los pantalones, Don Hilario sonreía. Miró al cielo. Se le cruzó por la cabeza la idea de que no estaría mal armar una yunta distinta con Teresita, que se le había ido haciendo un sitio cada vez más grande en el pensamiento y el recuerdo.
Viendo lo peligroso de abrirse a esas ideas en medio de un paraíso, y la alegría con que su amigo chiviaba con las olas que lo revolcaban sin piedad, se sonrió y antes de entrar corriendo al mar le gritó a Lacerda:
—No se vaya a tragar el océano amigazo, que en la posada nos espera una damajuana de rosado y tenemos que hacerle un buen asado al posadero.
Rudriguesh, como siempre tiene imágenes impresionantes!!!!!
Gracias!!! Eso dos recorren el mundo contando
Buenas tardes, Edh. Gracias por compartir el cuento. Logra que uno recorra ese camino con los personajes y sienta con ellos.
Gracias Manuel por.la.lectura. saludo, y seguimos aguardando ese libro. La página tiene está semana tres años de cuentos cada lunes. Además de los tres maquinistas, casa tanto alguien se anima y nos manda algún cuento que publicamos con gusto