El día clareaba cada vez más temprano anunciando la primavera que, como Peñarol, renace cada año en la última semana de setiembre. Los campos de la zona de Vichadero son tan ventosos como la rambla de la capital allá en el sur, aunque los vientos que soplan son distintos: secos y con aroma a tierra, dulzones, llenos de polvo, no como los aires salados y húmedos que respiran los montevideanos y otros paisanos que penan haciendo trámites, acompañando parientes internados o estudiando pa’ volver al pago hechos unos dotores.
Allá en el mismo centro del norte fronterizo, dominios de la mayiya y la chamarra de acordes mayores, iban nuestros dos criollos, mate en mano, prosiando sobre los aconteceres d’uno y d’otro.
Viene, resulta, sucede, acontece y pasa que Lacerda tenía en el rancho ande vivía con su madrecita, una santa que lo despedía siempre con un beso en la frente y lo recibía con un tazón de funche, o unas buenas torrejas con azúcar; un gato.
Barcino, con reflejos rojos y negros, el Tigre, era más que gato, era un Señor Gato: terror de ratones, torcazas, gorriones y sapos de la vuelta.
—Pero además de ser un cazador avezao, ha sabido ser galán desde sus primeros pasos.
—No diga, amigo Alfonso.
—Es así mismito Don Hilario. Mire sin ir más lejos, una siesta lo veo al mocito, que entuavía no levantaba más de veinte centímetros, sentado así durito como momia de pirámide…
—Cuando se ponen en pose son cosa seria—, interrumpió Zamba Lentín, divertido.
—¡Eso mismo! Yo estaba recién levantao de una de esas siestas de mormazo y guiso. Me estaba haciendo un café, y lo veo al hombre ahí, sentado, duro y mirando pa’ arriba, como pa’l lao de la ventana.
»En eso juno, que el hombre había divisao una mosca, más bien un moscardón d’esos bien veteados de verde y azul brillante.
—Que parecen cromados, enormes y ruidosos, además.
—Esos mismitos.
»Cuestión que la fiera, refistolea al moscardón, lo sigue, le va junando la velocidá y el movimiento.
—Vio que se ponen a cazar y es como que se les prendiera un radar adentro y no se les escapa ni un suspiro e víbora a diez metros, son tremendos. Hilario no podía evitar irle comentando la anécdota a su amigo. Era su forma de irse apropiando del sucedido, metiéndose en ambiente. Como cuando la acordeona de Don Alfonso soltaba un acorde sostenido que resaltaba el tono que él mismo le daba a la milonga mientras la arpegiaba sin apuro.
—En eso entra en la cocina la Mishinga, la gatita nueva de la vieja, que es un poco mayor que el Tigre y medio que ya estaba dejando de ser cachorra; y entonces lo miraba como nos miraban las gurisitas de la escuela cuando iban pa’l liceo.
—Ah, con esa cosa de superioridá, que anda siempre bordeando la lástima. Condescendencia, como dicen ahura los letraos allá en el pueblo.
—¡Mismamente!. Vio que tienen doce, trece y entran a desvivirse por cualquier abombáu de dieciocho, y a uno que se redite por ellas lo inoran tuito el día. Algo así era el negocio de la Mishinga con el Tigre.
—A veces uno no sabe a ciencia cierta si usté me habla del gatito o de su juventú—, rió Hilario.
—El Tigre ya puesto en cazador, no iba a dejar escapar ni mosca, ni torcaza, ni mucho menos ocasión de mostrarse como macho de pleno derecho. En un solo salto pescó al moscardón con las manitas y lo aplastó contra el suelo apisonado de la cocina.
»Le dedicó toda su concentración, la cabeza pegada al piso, un ojo en la Mishinga y el otro en el inseto que revoleaba patas y alas tratando de zafar de las garras de aquel feroz tigre ‘e la Malasia.
»El gato apretaba la mano con delicadeza, como hacen con todo lo que cazan; buscando atontar a la presa pero sin matarla. Se sabe que el juego de estirar cualquier agonía es pa’ ellos un arte. El muy maula aflojaba la presión, sentía el movimiento bajo la almohadilla de la garrita y volvía a apretar.
»A dos metros, la Mishinga sentía las vibraciones de las alas contra el piso como si se tratara de la turbina d’un avión. También con la cabeza pegada a la tierra miraba la escena.
—Muerta ‘e curiosidá la gatita…
—El Tigre, sabiéndose mirao por ella, no dejaba pasar ocasión de hacer notar su fiereza. Movía la cola con lentitud, como si estuviera ante una pieza de caza mayor.
—Es que la primera vez en cualquier cosa, sea uno animal o cristiano, es siempre la más grande y la más importante…
—¡Si será!. Y el Tigre parecía tenerlo bien claro en su cabecita. En el corazón o las tripas, lo que sea que guía el pensamiento de esos bichitos. Él tenía su presa bajo la garra, y la atención de la Mishinga en la palma de la mano. Dueño y patrón del momento, el gatito.
»Finalmente aflojó un poco la presión, el moscardòn daba vueltas en el piso como un trompo, y el Tigre lo aplastó con la otra mano, acercándole el hocico. Curioso como buen gato.
»La Mishinga le maulló suplicante, como cuando ella suspira en la puerta al despedirlo a uno, y uno sabe que tiene que sacar la pata del estribo, y volver pa’ un último abrazo, un beso largo de despedida y, si tiene uno buen tino, una palabra dulce que abrigue la ausencia.
»El Tigre levantó al moscardón, ya más muerto que vivo, con las dos patas y lo pescó con la boca. Arqueó el lomo y caminó como un Al Pacino compadrito hacia la gata que, echada en el piso con las manitas bien separadas, miraba como miran los perros cuando uno entra a pellizcar las costillas del asado.
»Tigre se le acercó, lento, elegante, la cola derechita como pa’ cazar antena. Bajó el mentón contra su pecho de cachorro y con un movimiento hacia delante abrió la boca y soltó la presa delante de la Mishinga, como una ofrenda. La gata miró al moscardón caído a sus pies, y miró al Tigre que en ese momento se sentía diez veces más grande. Se lo quedó mirando como embelesada.
—Una terneza los bichos…
—El pobre moscardón daba giros y giros, cada vez más rápidos. La Mishinga arqueó el cuerpo y maulló su agradecimiento. Y ahí mismito fue que el moscardón, apenas recuperado logró batir las alas y levantó vuelo, como si fuera uno de esos aviones de guerra que vuelan a mil por hora en cuestión de segundos.
—No dirá que al final zafó en el anca e’ un piojo el tal moscardón.
—Y ahí quedaron los dos bichos, cieguitos de amor viendo como la presa salvaba el pellejo en el último segundo. Porque el amor es así cuando lo agarra a uno, lo deja como embobado y distraído al punto de no ver que mientras uno tiene ojos solo pa’l otro, el mundo se le escapa a uno en las narices.
—Y lo más curioso, es que, en ese momento, a uno ¡ni siquiera le importa!