Almada

A

Almada murió ayer. Hoy siento que debo, de alguna manera no tan artística, reconciliarme con la idea de la muerte y con la muerte de mi amigo. Nacimos enceguecidos de ira contra esta idea. Es casi natural, la muerte nos asusta, pero paradójicamente alivio mis malestares existenciales fantaseando con ella. ¿Cómo morir sin dolor, cómo conjurar la noche fatídica cuando el corazón se detiene para pasar de un sueño a otro? La vida no tiene sentido. Eso es claro, clarísimo. ¿Por qué a pesar de esa seguridad del sinsentido sigo apegado a esta caminata? 

Lo observé desde mi mesa. Esperaba a que me trajeran las medialunas y el café. Lo vi más chico. Achicado sería lo correcto. Estaba de espaldas y lo reconocí por su perfil y esa nariz que siempre supo portar como su escaparate de buen olfato. Almada había sido en sus tiempos un muy buen cocinero y se decía en el barrio que su olfato era casi milagroso. Mis amigos músicos de antaño lo bromeaban diciendo que poseía el “olfato absoluto”. Pero Almada estaba ahí, achicado, esperando que la luz se pusiera verde en aquel otoño de estadísticas semestrales, oportunismos electorales y televisión basura en una ciudad tan perdida y triste como Montevideo, en el sur de un país oscuro y hundido. 

Pensé en salir rápido del bar a tocarle el hombro y tener una breve conversación hasta que la otra luz verde se encendiera. Conversar tal vez, de aquellos días cuando no éramos hombres. Conversar de cuando éramos no otra cosa que niños del interior, confundidos y con un poco de hambre. Pensé en salir y decirle lo bien que me iba, lo mejor que estaban las cosas con Susana, que me iba a casar y que el país se iba a la mierda. Todas esas cosas que son mentira pero jugamos a que son ciertas, medibles y hasta observables. Me frené. Contuve las ganas y no salí y no conversé hasta que la otra luz verde se encendiera. Mejor no, pensé.

Lo miré atravesar la calle, con su arma de reglamento y gorrito. El uniforme de policía lo achicaba, siempre lo había notado. Mi amigo no había nacido para ser policía, sino que había nacido para ser otra cosa, un militar, pero él eligió ser policía. No era una insensatez, la paga era moderadamente buena y el esfuerzo era mínimo. Para qué vas a estudiar, me solía decir hace años en el interior con su sonrisa irónica. Tampoco había nacido para ser un militar de este país, de esta época. Él había nacido para ser un militar de ficción, como todos en su familia. Yo era un escritor de ficción y él era un militar de ficción. 

Me llegaron las medialunas y mi amigo desapareció de mi vista. Seguro estaría yendo a trabajar. Ahí me quedé, comiendo la medialuna recordando aquellas fotos del casamiento de Almada, policía, militar ficcional y excelente cocinero. Se había casado y nos enteramos por amigos de su esposa. Nos facilitaron las fotos. Él no se había animado a contarnos. Se casó, se metió en la Policía y nunca más supimos de él. Se decía que esperaban un hijo y por eso el apuro de la ceremonia. La fiesta fue en el regimiento Número 13 dónde su padre era muy bien considerado. Andá a saber, pensé. Él siempre supo que yo tiraba para la izquierda, capaz por eso no me invitó. Susana contaba los minutos para casarse y yo comía las medialunas. 

Días después me enteré de que Almada había tenido un accidente en el patrullero durante una persecución. Se estrellaron contra un poste debido a la velocidad y la poca experiencia del conductor. Mi amigo iba de copiloto y dicen que se salvó de milagro. Cuando Susana me contó la terrible noticia quedé petrificado. Mirá si se moría y yo no lo saludé aquel día en el bar, pensé. Decidí, entonces, ir al hospital policial. Visita sorpresa. Habían pasado años pero seguro lo alegraría. No puedo dejar mi egoísmo, la visita era la perfecta excusa para soliviantar mí culpa. 

Me vio llegar y pude verle una sonrisa. Estaba solo en la habitación y un par de flores estaban en la mesita. Arrimé una silla a la cama y me senté. 

–Estás hecho mierda, Pelotudo. Qué hiciste –le pregunté. Se rio. Me acordé de cuando éramos adolescentes y solía reírse mientras cocinaba y hacía chistes sobre su nariz, los vagos que no trabajaban, putos y negros. 

–Chocamos persiguiendo a unos pichis –dijo. 

–A cuánto ibas –pregunté. 

–No sé, creo que a sesenta o setenta. Nos dimos de frente contra algo. Todavía no me acuerdo bien de las cosas –dijo mientras se acomodaba en la cama. 

–Cuánto tiempo te dieron los médicos –pregunté mientras miraba el celular que había sonado con un mensaje de Susana. 

–Tres meses mínimo. Me quiero matar –dijo dejando salir un suspiro extrañamente largo   –Esto es así, Juan. A vida o muerte. Te la jugás todos los días. 

Ahí pude verlo. El mismo Almada de antes, alegre, vivo. Hecho pelota en una cama de hospital pero vivo. Hablamos un rato más. Le conté de Susana y de mi trabajo, de que el país se iba a la mierda y algo más. Prometí volver y me fui. 

A los cuatro meses le dieron el alta médica y regresó a los patrullajes pero tres días después murió en un accidente idéntico al anterior. Esto es así, Juan. Te la jugás todos los días, me había dicho aquel día en el hospital. No estaba seguro de quién jugaba a quién, pero Almada sí jugaba; no al policía porque él no era policía, ya lo dije, él era milico. Su familia había sido militar y él no podía pensar sino como un militar. Cada turno en el patrullero era la guerra, cada persona que miraba era su enemigo. Cada cosa un obstáculo a destruir y eliminar. Su última persecución había sido por dos niños que al parecer habían robado a una mujer. Se supo después que estos iban desarmados y no habían robado sino que solo coincidían con la típica descripción de los miserables en Uruguay. Él murió siete cuadras antes de llegar, su cabeza había explotado, literalmente, contra otro auto. 

Vuelvo al bar y me pido un café y una medialuna. Veo la esquina que hace poco dibujaba la espalda de Almada y pienso que hace diez años hacíamos asados donde él cocinaba y yo tocaba la guitarra. Ahora yo escribo ficciones para una revista y él está muerto por jugar a la guerra. Qué se joda, pensé. ¡Bien muerto! Qué se jodan todos: los escritores, los señores, las señoras, los cocineros, los mozos, los pobres, los ricos, los policías, los militares, Susana, el matrimonio, los políticos, la bandera, el himno, los corruptos, los mentirosos, los honestos, los nacionalistas, los xenófobos, los fascistas, los animalistas, los pacifistas, los locos, los neuróticos, los veganos, los altos, los gordos y los enanos, los intelectuales, los humanos; ¡qué se jodan!

Me asusté porque ahí me di cuenta, tomando un café y comiendo una medialuna en aquel bar, mientras Susana contaba los minutos para casarse y Almada su pudría en un cajón, que todo se había ido a la mierda. 

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Martin Lamadrid

Martín nació, a veces escribe y morirá.

2 comentarios

  • ¡Hola, Martín! Llegué a esta página por medio del Ale Gortázar que publicó hoy en Facebook una entrevista a ustedes tres. Me gustó muchísimo este cuento sobre Almada, tiene una cadencia muy especial que me recuerda el ritmo de Martín Lasalt, un escritor uruguayo bastante premiado. Con él imparto un taller de escritura y, además, hice casi toda la tecnicatura de Corrección de Estilo en la FHUCE. Por eso me animo a hacerte una sugerencia. Me parece que donde escribís: “Pero Almada estaba ahí, achicado, esperando que la luz se ponga verde…”, debería decir: “Pero Almada estaba ahí, achicado, esperando que la luz se pusiera verde…”. Es un típico error de tiempo verbal del subjuntivo. Bueno, aparte de eso, te felicito por el cuento, me gustó mucho.
    ¡Saludos!
    Gloria

    • Hola, Gloria.
      Muchísimas gracias por leer sobre Almada y sobre todo muchísimas gracias por la corrección. Ya pongo en movimiento los engranajes de la edición.
      ¡Saludos!

      P.D. Me confirman los otros dos cuentistas de acá que sos una capa. Yo no tengo dudas.

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