Llegué a la puerta del bar, por el que había pasado delante infinidad de veces con el ómnibus, y me paré a respirar un poco antes de entrar. No sé si era por el calor o los nervios, pero recuerdo aquella mañana como muy calurosa. En la esquina, un árbol tan frondoso como el dibujo de un niño, daba una sombra benévola. El verano empezaba a hacerse notar como es debido.
Estaba aterrado. Ese sitio tan ajeno, del que apenas era una referencia para ubicarme por dónde iba en el viaje, era el lugar que me daría trabajo. Parado a la sombra esperaba a que pasaran los minutos para que dieran las ocho de la mañana y tuviera que atravesar la puerta, pero también le pedía a mi corazón que dejara de latir tan ansiosamente. Miré el reloj casi infantil que tenía puesto en la muñeca y entré.
El bar se llamaba “La Proa”. Tenía bastante sentido, porque arquitectónicamente había cierta forma de barco. Estaba ubicado justo en el cruce de la Avenida Millán y Domingo Aramburú. Era una esquina en ochava, donde la puerta apuntaba al manicomio más importante del Uruguay. Pegado, el dueño tenía su casa. La segunda planta, parecía el puente de mando de aquella embarcación encallada en medio de la avenida. Pero en aquel primer momento, no me importó ni el parecido arquitectónico ni el nombre del lugar. Estaba por atravesar la puerta de mi primer trabajo formal. Y mis manos temblaban.
Ni bien entré, el dueño me miró con cierto recelo. Estaba detrás del mostrador y a su espalda tenía una cocina industrial, con dos hornos enormes junto con un extractor de aire gigante en forma de campana. Al costado, en unas repisas de madera se exhibían una centena de botellas de las más diversas bebidas. Las de la parte más alta, tenían un acumulado de polvo casi tan grande como mis nervios. El local estaba vacío.
Me dijo que se llamaba Antonio. Era un hombre bajito, pelado y de andar veloz. Estaba vestido de pantalón y zapatos negros, junto con una camisola de uniforme bastante holgada al punto de que para túnica era chica y para camisa era gigante. De los bolsillos enormes se asomaban una libretita y una lapicera. Cuando hablaba, tenía un acento muy similar a las imitaciones del español típico. Todos le decían “gallego” pero en verdad era de origen asturiano. Este detalle lo conocí con el tiempo. Me saludó y dio la vuelta al mostrador, con un repasador en la mano. Se sentó en un taburete alto que estaba fundido a la barra, me señaló otro y me dijo a modo de presentación:
—Tú vienes por el lugar del mozo anterior, verdad?
—Sí.
—Ah bueno. Él me dijo que iba a mandar a alguien. Es tema es que menores no permitimos.
—Yo tengo 20 años.
Saqué mi cédula de identidad y en vez de dársela directamente a mi futuro empleador, de los nervios la dejé encima del mostrador. En ese momento me di cuenta que la mitad era de mármol y la otra era de un aluminio venido a menos por el uso y los años. Ambas mitades estaban separadas por una cafetera industrial. El dueño agarró la cédula con dos dedos y la estudió meticulosamente. Después de convencerse que no era una falsificación, me preguntó si ya había trabajado en un bar.
—No. Nunca.
—¿Trabajaste en algo alguna vez?
—Si, pero informal.
—¿Dónde?
—En el kiosco de una vecina. Trabajé casi un año.
—¿Por qué lo dejaste?
—Ella cerró el kiosco.
—Ah, bueno. ¿Estudias?
—Ahora no. Terminé el liceo este año. Pienso ir a la facultad, pero no sé todavía cuándo.
—Bueno. Te cuento: en principio, el trabajo es para la mañana. El bar abre al público a las 8, pero vos tendrás que estar acá a las 7 —El “vos” sonaba raro en aquel castellano del interior de España.
Luego me explicó que en la zona había muchos talleres mecánicos, fábricas y empresas bastante grandes. Sin contar el manicomio, que también movía bastante gente. Entonces la dinámica del bar consistía en la mañana, atender a los que caían a desayunar antes del laburo, entre las 12 y las 14 se llenaba con los que salían a almorzar y para el final del turno si la cosa se ponía movida, podía quedarme algún tiempo más como horas extras.
Mis tareas serían de limpieza del local y vajilla, atención en las mesas y el reparto, que casi siempre era para las empresas que pedían comida. La paga era un poco superior a la del laudo y como beneficios tenía la propina exclusiva para mí, así como el desayuno y el almuerzo del menú del día incorporados. Sentí que el acuerdo era exageradamente bueno para lo que tenía que hacer. Acepté enseguida. Antonio me preguntó si podía empezar en ese mismo momento. Yo le dije que sí a media voz y desde atrás del mostrador apareció un delantal blanco. Ese sería mi uniforme provisorio. Pedí el teléfono del bar. Llamé a mi casa para avisar que me quedaba a trabajar. Cuando corté ya tenía tarea asignada.
Antonio era un muy buen docente. Era muy gráfico y parecía disfrutar el acto educativo. Explicaba con paciencia y me hacía preguntas para ver si había entendido sus indicaciones. Pero era seco en el trato y parecía mucho más formal de lo que en verdad era. Ese mismo día me enteré que el bar tenía un segundo dueño. Un hombre venido de Rivera hacía muchísimos años. A diferencia de Antonio, que sonreía bajito y de forma fanfarrona, el otro dueño mucho más simpático y locuaz. Lo veía muy poco, porque comenzaba su turno cuando los empleados terminaban el turno de la tarde y comenzaba la actividad como bar de copas.
Así que en mi primer día Antonio me enseñó a trasladarme con una bandeja llena de cosas, como encarar a los clientes que acaban de llegar, servir un cortado en vaso de vidrio y hacer llorar la medida de whisky —un parroquiano casi me liquida ese mismo día, porque en el primer trago puse la medida justa—. Fue una jornada larga y cansadora, no tanto por las tareas, sino más bien por el caudal de información que tuve que procesar. Antonio no se reía. Esa expresión era un privilegio destinado a los clientes. Conmigo, a veces sonreía de lado, un poco paternal. Mis nervios no aflojaban y, por lo tanto, mis movimientos eran muy medidos para no estropear todo en el primer día.
Tengo en el recuerdo de aquella primera mañana el bidón de jabón industrial —que si no lo diluía mucho seguramente perdería la epidermis de la mano—, y la pirámide de vasos recién lavados y puestos culo para arriba, que llegaba a tener cinco pisos de alto. Para mí era casi como haber logrado una gesta y para Antonio era una de las cosas más simples del mundo. Su frase descomprimió la situación: “No tengas miedo, que si se cae al suelo es vidrio, no una granada”. Los pocos parroquianos presentes se rieron. Yo sonreí nervioso. Antonio se quedó serio. En aquel momento no entendía que era de los que hacen chistes y no se ríen de sus ocurrencias. Me temblaron hasta las uñas.
Ese día serví comida y bebida, lavé y me dediqué a aprender todo lo que pude. Hasta que el reloj de pared con la marca del whisky nacional más barato, dio las tres de la tarde. Me despedí de los parroquianos del bar, saludé a Antonio y rumbeé para la puerta. Cuando estaba casi saliendo, Antonio me chistó.
—¿No te olvidas de nada, tú?
Hubo un silencio generalizado, hasta que Antonio me señaló la botella cortada con el cartel que decía “Caja Chica”. Me volví a buscar las monedas y el par de billetes que había. Interesante. Me puse a contar la plata. Feliz, terminaba la jornada. Mis manos, ya flojas y algo más serenas, agradecían que me iba. Todo redondo. Pero como el jugador que está frente al gol, se manda una moña de más y termina perdiendo la oportunidad, hice lo mismo. Cuando me di vuelta para sacarme la mochila del hombro, toqué la pirámide de vasos haciendo caer al que coronaba las filas.
Lo vi viajar al suelo tan lento que parecía irreal. Yo también estaba en la misma frecuencia. Estiré mi mano tratando de alcanzar lo que ya era inevitable. El vaso giró sobre sí mismo como un clavadista de Acapulco. Tocó el suelo y contra todo pronóstico, no reventó en el piso. Picó en la base gruesa del culo del vaso, dio una vuelta completa y volvió a picar en la base. Cuando quedó acostado, no tenía ni un solo rasguño. Los parroquianos lo celebraron con cierta efusividad. Escuche que uno de ellos le decía a Antonio: “Este botija tiene mucho traste; eso es muy bueno”. El dueño del bar suspiró, me saludó y me dijo “andá nomás”.
Cuando abrí la puerta para irme, el Gallego volvió a hablarme. Seco como un chicle pegado debajo de la mesa, me dijo:
—Me olvidé decirte una cosa. Los vasos que rompas los pagas de la propina. Mañana volvé más tranquilo.
Fue el último vaso que se me cayó.