La televisión no era el ámbito natural donde Julio C. Kilmon se manejara cómodamente. En general, se rehusaba a participar de paneles o compartir mesas de debate. Con las entrevistas era un poco más generoso, aunque clasificaba muy bien con quién accedía a recibir preguntas. En secreto, admiraba a los entrevistadores, porque el verdadero sentido no está en las respuestas del invitado sino en la pericia para hacer preguntas del dueño del espacio.
Lo cierto es que ese día fue una de sus pocas apariciones en una tertulia en vivo. El autor de “El sereno mar del odio” y “Las voces del frío”, estaba en una época de mayor apertura y sentía que se debía a su público. Fue así que Kilmon compartió pantalla con el sociólogo Julián Queirós, la experta en política internacional, Cristina Dalma y el economista Gastón Viera. El tema que los convocaba era un conflicto bélico que estaba escalando lo suficiente como para que los medios ya lo tildaran de “la próxima Tercera Guerra Mundial”. ¿Cómo terminó convirtiéndose en “tendencia” de redes sociales el nombre del escritor? Por una discusión que no tuvo nada que ver con el eje de la discusión por la cual fue invitado.
El video que se volvió viral, comenzó con un intercambio de pareceres que venía discurriendo por los carriles habituales para el tipo de programas en donde las palabras son cautas. Pero en determinado momento, el sociólogo comentó algo referido al imaginario colectivo de una sociedad y que en su parecer era “una cuestión que termina preocupándole a la clase media aspiracional”. Kilmon, como si una alarma secreta se le hubiera activado dentro de su cabeza, lo interrumpió mostrándole la palma de su mano:
—Discúlpeme, Julián. Antes de que siga con lo que estamos hablando, me gustaría detenerme en esto que usted acaba de señalar —el académico se echó para atrás en el asiento—. Me gustaría brevemente puntualizar que “la clase media aspiracional” no es un término correcto. Esta categorización social no existe.
Con una sonrisa irónica, el sociólogo miró al escritor como se mira a un niño pequeño que pretende enseñarnos por qué los perros orinan levantando la pata. El académico esperó desafiante. Pero el escritor partió con un punto de vista distinto.
—A mi me encanta analizar las palabras que se ponen de moda. En su gran mayoría, son términos vacíos de contenido, a los que todos empezamos a tirarle encima nuestras ideas e imágenes, como si fuera una sopa a la que unos le ponen papa, otros cebolla y otros un chorizo. Y eso que usted dijo, la famosa “clase media aspiracional”, no existe ni en la academia ni en ningún lado. Para empezar, porque “aspiracional” es una palabra que no existe en el diccionario.
La politóloga, que se declaraba “feminista” solo por ser políticamente correcta, estaba a punto de meterse en el asunto de las palabras por fuera del diccionario, cuando Kilmon planteó que como académicos que eran todos, había un consenso en que cuestionar el diccionario de la Real Academia Española era como debatirle a la Oficina Internacional de Pesos y Medidas, cómo calcular un metro de longitud. Así que, sin mayor oposición continuó afirmando que la palabra aspiracional era un invento de los publicistas, para poder vender más.
—Permítanme proponer que, de aquí en más, a esta categoría la llamemos como “clase media idiota”. Y el cambio de término no es aleatorio. Utilizo la palabra “idiota” en su concepto más puro. Recordemos que, para la Antigua Grecia, el idiota era aquel ciudadano que no se ocupaba de los intereses públicos y solo pensaba en sus intereses propios. A esta clase media actual, la tienen idiotizada. Convengamos que en general, aspiracionales o no, sus integrantes no son precisamente gente muy despierta. Siempre se creen más cultos y solventes de lo que realmente son. Arrancan perdiendo el partido 2 a 0. Algunos, a la larga lo empatan.
El sociólogo y la politóloga se rieron de la ocurrencia de Kilmon, pero el economista no. Kilmon retomó su monólogo.
—Mire… Cuando yo era joven, creíamos que la revolución estaba a la vuelta de la esquina. Nos comimos ese discurso con papas. A la vuelta de la esquina del Mayo Francés, lo que estaba eran hermosas agencias de publicidad. Muchos de los líderes del movimiento, terminaron siendo publicistas. No creo en este tipo de casualidades.
—¿Pero acaso está mal tener aspiraciones de poder superarse y subir peldaños en la movilidad social? —interrumpió el economista y prosiguió —Me parece que pensar que la aspiración a mejorar es un defecto, hace ver que la realidad es inamovible. Por lo tanto, yo celebro la movilidad de las clases sociales y también estoy a favor de que la gente pretenda superarse constantemente. Esto nos permite que la sociedad no termine convirtiéndose en una estratificación por castas.
Mientras que el economista hablaba, Kilmon tomaba agua y miraba a su interlocutor con cara de que estaba a punto de embocarlo de una piña.
—Le agradezco su comentario, Gastón —ironizó Kilmon, cuando el economista se recostaba en su silla—. Yo creo que usted lo dice en buena fe, pero, de hecho, ese es uno de los argumentos más taimados que hay. Nadie está planteando que la gente no pretenda progresar en su vida. De lo que yo hablo es de los “aspiracionales”. Básicamente lo que el amigo sociólogo definió, fue a una clase media que mira hacia la cumbre, sin ver que está caminando hacia el precipicio.
El conductor del programa encauzó el debate.
—¿Podría decirnos por qué siente que esta clase media es (y voy a utilizar su término) idiota?
—Bueno, básicamente porque es una población que sueña en dólares y vive en pesos.
Los integrantes de la mesa se rieron, salvo el economista.
—¿O sea que usted siente que es un problema económico? —El moderador intuyó que un comentario de este tipo haría enojar aún más a Gastón Viera.
—No. El problema no es únicamente económico. También es un tema ideológico, porque el verdadero punto es a dónde quieren llegar. Si la cuestión es pensar que el bienestar pasa por poder cambiar el auto o hacer un viaje a otro país todos los años, entonces, el bienestar es únicamente individual. No me va a importar como está el resto de la gente. Si eso es así, el espíritu que va a primar en la nación es el del egoísmo. Primero yo, segundo yo, tercero yo y en cuarto lugar, quizás un amigo. Y quinto yo de nuevo.
››Esto es un caballo de Troya, que dentro de esta forma de pensar esconde una ideología: estamos eliminando otros conceptos del imaginario colectivo. ¿Alguien habla de alienación? Me atrevo a afirmar que nunca en la historia de la humanidad, nuestra civilización vivió tan alienada como ahora. Y mire que hay medios para informarse, eh? Sin embargo, eso mismo es lo que la ha vuelto más irracional a la gente. Lo paradójico y lo distópico se dan la mano.
››Entonces, esta nueva clase media idiota solo piensa en el viaje, porque tiene que conocer nuevos destinos. Sus hijos deben ir a los mejores colegios, porque ahí es donde van a tener una educación de calidad. O ser emprendedores, porque hay que ser su propio jefe. En verdad, si se los rasca un poco, lo que vamos a ver es que el motivo del viaje son las fotos para colgarlas en sus redes y el colegio privado es porque los docentes ahí casi no hacen paros. Y eso de ser su propio jefe, en verdad esconde la posibilidad de desregular los servicios sociales. Seguro que usted —señaló al economista— me va a decir que todo esto son juicios de valor muy personales. El problema de todo esto que le estoy diciendo es que la nueva clase media se cree que lo que tiene se lo ganó por sus propios medios. Solito. De la nada. Y ya no se preocupa por tratar de entender al otro ni a la sociedad, porque entiende que la otredad lo amenaza. Así como tampoco entiende que hay varios agentes mediando para que todo sea así. Entre otras cosas, el Estado. Y seguramente repite frases del orden de: “A mí nadie me regaló nada” o “todo lo que tengo lo hice de abajo” y con esto se justifica para no querer pagar impuestos. Usted me preguntó si el problema es económico: mi respuesta es “también”. Pero el mayor problema es contra la democracia. Por eso el “aspiracional” es idiota y termina votando cualquier porquería. Sea conservador o progresista.
La palabra progresista le llamó la atención a la politóloga, que miraba la conversación de costado. Interrumpió el monologo del escritor con una pregunta.
—¿Usted entiende entonces que un conservador y un progresista son lo mismo?
—Mire… Últimamente se ha dado una cuestión muy interesante, que estaría bueno desentrañarlo en otra charla, porque da para mucho debate. Pero me parece que, en el progresismo, superficialmente podemos ver una ideología de avance hacia un mundo más justo y equitativo. Una idea muy similar a lo que al principio del siglo XX se denominó “reformismo”. Es decir, cambios graduales que llevaran a un bienestar social y un avance en materia de derechos. Hasta este punto yo estoy de acuerdo. De hecho, podría preferir esto al conservadurismo clásico. Pero el problema de esta idea es que, en verdad, el progresismo o el viejo reformismo se convierten en aliados fundamentales del sistema capitalista. Básicamente, porque no pretenden cambiarlo. Solo buscan ajustarlo un poco y que todo siga igual. Es un “gatopardismo” de manual. O sea, cambiar algo para que todo siga como está. Así que, entiendo yo que el progresismo es un conservadurismo delicado.
—Veo que el progresismo no le gusta mucho —volvió a interceder la politóloga a la que visiblemente sí le gustaba.
—No es que me guste o me deje de gustar. Es una realidad. Vuelvo a lo que dije hoy: ¿alguien piensa que el capitalismo va a dejar de existir? No, nadie. Ya nadie sueña con un mundo sin capitalismo. Ahora todos aman la libertad del mercado. Todos son neoliberales. Encima lo venden como receta nueva. ¿Y qué pasa cuando alguien se atreve a pensar en un mundo sin capitalismo? Siempre el resultado es una distopía; nunca una utopía.
—Bueno, ahora me queda todo más claro —arremetió el economista de golpe—. Es que el señor es un idealista utópico.
—Vea. ¿Sabe cuál es el significado de la palabra “utópico” según la RAE? Se lo cuento. Tiene dos acepciones. Una es la que usted pregona, es decir, que una utopía es un proyecto, doctrina o sistema que parece de muy difícil concreción. Y después está el segundo, por el cual me inclino: representación de una sociedad futura que tiene características que favorecen al bien humano. Si me quiere llamar utópico por la segunda acepción, no me ofendo. Pero que usted piense que el capitalismo es el único sistema que aporta bienestar al ser humano, eso sí que es ser un utópico de la primera significación de la palabra. De hecho, hoy estamos en este programa para hablar de uno de los males que causa este sistema: guerras por recursos para favorecer a las empresas multinacionales.
En este momento, el moderador de la discusión aprovechó para volver al tema de las guerras y Kilmon volvió a hacer un silencio bastante grande por el resto del programa. Pero miraba a todos con ojos de satisfacción. Sobre todo, cuando miraba al economista.