Lovecraft en Castillos

L

“Hay una piedra magnética enterrada por algún lado”, susurró en mis oídos. 

Le vi los ojos rojos y la boca seca, con manchas blancas pegadas a la comisura de sus labios de tanto llorar y babear. Asentí con la cabeza y le dije que iba a buscar la piedra, desenterrarla y expulsarla de esta ciudad que se olvidó de morir. Mi madre no me lo pidió, pero en sus palabras estaba el sentimiento de incomprensión depositados en una figura culposa y arcana, como esa piedra magnética, y sentí la obligación de emprender esa pobre tarea, algo absurda, pero no tanto como la de Sísifo. La piedra, según mi madre y muchos (mi madre se multiplicaba por cada rostro triste en mi pueblo) existe. Es decir, es real como parte del mundo en su totalidad, como cosa. Yo siempre dediqué mi mucho tiempo libre en preocuparme por la bilis negra del alcohol, los caballos y algún que otro libro de Julio Verne, extirpando así de mis tripas las ganas de viajar el mundo y conocer otras personas con acento diferente. A lo que voy: esto de la piedra asesina siempre me condujo a la sospecha de un raciocinio malsano o torcido, de mi madre y sus multiplicaciones. A esta piedra le debo, sin embargo, el comienzo de un viaje hacia la veracidad de las cosas, algo que hoy me da dinero, y una cátedra no tan aburrida en una Universidad lejos de su magnetismo mortuorio. 

De falta de educación no puedo culparla, trabajó como burra en un almacén para criarnos, y míranos en ese momento, Dios, ella y yo, al lado del cajón de Edu, respirando la caoba y la carne podrida. Mierda de magnetismo asesino. Una piedra puede tener voluntad, decía mi madre sin saberlo (el interior del Uruguay es animista). Pero la invisibilidad del sufrimiento es bastante más real que los objetos físicos, madre, tenés razón. Solo que vos no leíste a Platón ni eras religiosa (es decir, eras muy inteligente), y como vieja comunista solo creías en el materialismo duro de las cosas, como culparte: debía encontrar esa piedra magnética y destruirla con el martillo frente a sus ojos y acabar con esa locura. 

Fui en busca de lo imposible. Caminé por Castillos. Éramos siete mil almas viviendo sobre esa piedra. Cualquier ser humano entiende perfectamente lo inhóspito, el dolor en las tripas al ver un árbol y un muro despintado por millonésima vez, lo extrañamente familiar y a la vez desconocido; algo que no cuaja, si somos burdos, o Unheimlich, si somos cercanos a Freud y un poco más versados en lo inútil. En esa vida, y en esta también, todo parece en perfecto orden, pero algo no encaja, algo es imposible de decir y Rilke, otro gringo, diría unsäglich. Pero ¿quién mierda hablaba alemán en Castillos? No era necesario, ya que la piedra nos lo daba todo: lo imposible y la muerte salvadora, incluso todos esos lenguajes del mundo que se reducen al último suspiro: el del fin. 

Una piedra estaba enterrada bajo el pueblo y nos estaba asesinando. ¿Vino del cielo hace millones de años con un campo magnético alien? ¿Fue depositada por un Dios similar a Tánatos? ¿Cuál es su tamaño? ¿Tan grande como el pueblo? ¿Pequeña, tan así que entraría en mi mano? La locura no necesita de certezas, sino de LA certeza, me decía un viejo años más tarde, y no dudé en darle la razón (como si dijera que el agua era mojada). Esta piedra era la certeza de mi madre y la de Castillos. La angustia se olvida cuando la escondemos detrás de la explicación.

Caminé en busca de la piedra, quería dejarme atrapar por su magnetismo, poner en riesgo mi vida para encontrarla. Pensaba que mi madre no lloraba a Eduardo. Lloraba a un cadáver en alto grado de descomposición y olor dulzón. Supe que estaba muerto al entrar a la finca. El olor a muerto es clarísimo; el cerebro lo reconoce inmediatamente. Perro muerto, hombre muerto, los dos huelen similares y mi hermano no tenía perro. Caminé hasta su patio y lo encontré como un péndulo, hermoso, con un leve movimiento circular ayudado por el fuerte viento de la tarde. Viento y un muerto bailando, no hay otro panorama en Castillos más digno de pintar, o poner en una postal. Llorar es para los que creen que eso tiene solución. ¿Cómo voy a llorar lo evidente y la satisfacción de saber que Edu ya no necesitaba ver más a ese lugar? Difícil enojarse con alguien que ya no sufre, pero entendible nuestro enojo por dejarnos solos con ese dolor. Pareciera que me decía con su cuerpo muerto (bailando pendularmente como si se burlara) “me voy, arréglate solo, hermano”. La piedra brillaba, la sentía. Brillaba en la noche y despedía sus ondas mortíferas. La sentía en mi pecho. 

Saludé a un gaucho que tomaba mate. Me miró fijo y no respondió, tampoco esperaba su respuesta. Ojos y barba amarillos, seco de chupar mate y fumar tabaco, incólume frente a la muerte que pedía su cuerpo: la defensa perfecta contra la piedra es la inmovilidad; la muerte cree que no existimos y pasa de largo. Edu se movía mucho, pensaba mucho. 

Continué mi misión. El pasto y el viento que amaron a Eduardo volvió. Me recosté contra un palenque, mirando el sin fin de la campaña que se difuminaba en el ocaso famoso por su tristeza. Distinguí algunos caballos pastando a lo lejos, sombras oscuras conocidas. El viento susurraba en mis oídos como mi madre susurró. ¿Qué me quería decir? Una figura distinta a los caballos (una figura de hombre, antropoalgo), se paseaba frente a mí. Venía a mi encuentro a trote lento. Me quedé inmóvil, ya que debía ser la muerte, la piedra encarnada en un asesino de facón. “Si no respiro, pasará de largo”, pensé. El gaucho se reveló por la luz del tabaco. Mierda de alétheia. Se acercaba lentamente y se paró frente a mi cuerpo acostado. 

“Cómo anda”, le digo disimulando el miedo. 

“Bien, bien”, responde. 

“Qué anda haciendo solo por acá”, me pregunta y siento inadecuado mentir. 

“Busco la piedra magnética que mata a la gente del pueblo”.

 El gaucho escupió el suelo. Pareció tomar impulso con su pecho. Sin ninguna introducción del porqué, relató una historia (bastante curiosa, debo admitir) que más o menos puedo resumir así:

Un mago llegó a Castillos en 1923.  Quería conocer un lugar que no le repugnara como Nueva York, repleta de negros, indios, italianos y asesinos. El mago estaba triste por la muerte repentina de su madre. El amor tampoco podía afectarlo, al parecer, sintiéndose culpable por su miserabilidad, y a su vez, por el lugar de extranjero en cada sitio en que vivía (tal vez encontró un libro de Hudson sobre la tierra púrpura en alguna biblioteca y pensó que acá, en el sur del sur, estaba la mugre prometida para su descanso). Se trajo consigo una piedra, desenterrada en su ciudad natal, apretada entre sus ropas en la única maleta. El mago caminaba por las noches con la piedra en su bolsillo. La paseaba constantemente entre sus dedos, a veces la lanzaba al aire y la dejaba caer en el pasto, la recogía y volvía a lanzarla. Una piedra pequeña, roja, volcánica, que había encontrado en su niñez, en un río que yo imagino negro. El gaucho me juró haberlo visto paseando en la noche cuando él apenas tenía unos cinco años. Cuando el mago se fue, los suicidios empezaron a ocurrir (dudo mucho que en Castillos nadie se hubiese colgado de un árbol antes de 1923. De toda la historia, esto es lo que me parece lo más inverosímil). Y así, esa es la famosa piedra que, por necesidad, ya que los objetos no tienen voluntad al contrario de lo que piensa mi madre, alguien hiló al significado “suicidio” por superstición y brutalidad (que siempre van de la mano). El resto es, bueno, historia de una historia. 

Solo pude preguntarme cosas en voz baja, frente a ese gaucho inmóvil (hoy en día ya no me atrevo a preguntarme nada, necesito la certeza). Comencé a creer demasiado en todo eso. Y cuando uno cree demasiado, comienza a pensar torcido: ¿el mago habrá olvidado la piedra, la habrá perdido, y ahora ella quiere reencontrarse con su dueño asesinando a todo el mundo? Poco probable. Tal vez el mago también se suicidó al encontrarse con que su tierra prometida no era más que una extensión de la miseria del norte. Cómo culparlo. Tal vez se enfermó del estómago y volvió a su país, cansado y moribundo. Tal vez el mago nos condenó a un largo suplicio y su piedra es el talismán que manifiesta su voluntad, una extensión de la maldad y el rencor humano. Una piedra roja, volcánica, pequeña, imposible de encontrar. El gaucho inmóvil, fumando tabaco de un centímetro volvió a escupir y me sacó de mi estupidez repentina (que siempre estuvo ahí, sin dudas): 

“No busque lo que no hay”, me dijo. “Acá no hay nada”, agregó mirando a la sombra de mi rostro. 

Mi madre esperaba la piedra victimaria, y yo, entendía algo nuevo, así como Rilke decía que hay cosas violentas e imposibles de nombrar: que la piedra no es piedra. La piedra era una nada viva en el cerebro de los tristes que necesitaban una explicación del desastre existencial que era (y es, si mis cálculos y pesimismo no fallan) vivir en ese pueblo. Mi madre necesitaba a la piedra bien enterrada, pululando vaya a saber qué ondas magnéticas, para explicar lo inútil y absurdo de nuestra existencia. Pueblo trágico, caricatura del mundo nuevo sin nada en el horizonte. ¿Quién era yo para quitarle eso? ¿Quién era yo para quitarle la nada? Me levanté lento, agarrándome al palenque y abrumado. Yo era mucho más bajo que el gaucho. Le di la mano para agradecer su historia (siempre hay que agradecer las historias, sobre todo cuando uno no pregunta por ellas). 

“No hay nada”, me repitió. 

“Nada”, le dije para confirmarle que entendí. 

El color extraño del cielo con pocas estrellas nos observaba, lo sentía. Hombre casi niño y viejo inmortal dándose la mano, y la piedra imposible escondida viéndonos vivir, tercos, contra su voluntad fantasma. 

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Martin Lamadrid

Martín nació, a veces escribe y morirá.

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