No humano

N

Mi nombre no es relevante, porque ninguno de los que vivimos en la calle parecemos seres humanos. Algunos lo fuimos en un pasado lejano. Otros no; ya nacieron con el final marcado. Bebés que al momento de nacer ya pasaron a ser de una especie distinta al resto. En mi caso, yo sí fui un hombre como todos los que veo pasar hoy frente a mí. Recuerdo que cuando veía alguno como yo, sentía una mezcla de miedo y asco. Los despreciaba. Y ellos también me despreciaban. Era mutuo. Ahora, aunque invertida la situación, la relación no cambió.

Es que soy uno más de esta subespecie urbana. Casi no tengo nombre. Los únicos que me piden que les diga como me llamo, son los policías o los asistentes sociales. Y los que me tratan, los pocos que me tratan, me llaman por forma física. Supe que los de la panadería de la vuelta del refugio me dicen “El Abuelo”, porque parezco mucho más viejo de lo que en verdad soy. Son los únicos que me tienen un poco de aprecio. Los hijos del dueño me tiran lo que les sobró, que para mí es un manjar. Casi siempre son retazos de pan, pero una o dos veces por semana ligo bizcochos. El maestro panadero, cada tanto me regala un par de panes calientes. Y mi forma de agradecerles, es no parar en la puerta. Solo cuando llueve, porque es el único comercio con techo en la vuelta. El otro es el super grande, pero los guardias de seguridad me corren. La mayoría son unos cubanos hijos de puta que se vinieron a matar el hambre acá, haciendo que yo no pueda manguear ni quedarme en la puerta. Si algún día vuelvo a ser un humano, voy a votar a los que prometan correr de acá a estos caribeños de mierda.

Pensar que yo llegué a votar una vez. Es que llegué a trabajar en una barraca. Tuve que ayudar a mi vieja cuando mataron a mi padre. Él entró a robar en un almacén del barrio y el dueño le pego un tiro en la frente. Cayó seco. A mí no me decían nada porque todavía era un gurí, pero supe que varios vecinos festejaron que habían reventado al Ronco. Mi viejo, como yo ahora, también había dejado de ser humano y encima era de los que se convierten en esos cachos de carne de los que joden de verdad. Como era de suponer, tenía dos finales para elegir: muerto por sobredosis de falopa y chupe o muerto en asalto. Prefirió cabecear una bala antes que evadirse hasta perder la cabeza. Mamá decía que era un buen tipo y que solo le pegaba cuando se mamaba. Pero la buena era mamá. La cosa es que cuando ella quedó sola, no se le acercaba ni las ratas. Yo le pedí al de la barraca si me dejaba laburar un poco. Tenía 16 y la vieja me tuvo que sacar un permiso de menor para trabajar. 

Estuve casi tres años en la barraca. Después me metí en un taller mecánico. Ahí me gustó mucho más. Andaba entre los fierros y me pasaba conversando. Todo pintaba mejor. Pero cayó el Gordo Merluza. Al toque descubrí el por qué de su apodo y lo bueno que era con “la tranza”. El Gordo era el más capo del barrio y caía cada tanto por el taller para desguazar autos cuando la cosa pintaba fea con los milicos. Me convidó con merca y ahí perdí la cabeza. También la poca guita que juntaba para llevar a casa. Desde ese entonces no paré hasta quedar roto de verdad.

Primero me fisuré por la merca. En el taller estaba quemando tanto que me rajaron. Sin guita me pasé a la pasta base. Fue peor. Ahí ya no respetaba pelo ni marca. Con el mangazo andaba bastante bien. Pero cuando no había, la que moría era la vieja. Pero fue ella la que me salvó la vida. Me chapó de los pelos y me internó con unos pastores evangélicos en una chacra por la Loma del Orto. Salí. Me costó un huevo. Y la vieja, más firme conmigo que chicle en banco de escuela. Pero una tarde, palmó y me dejó solo. Sin nada otra vez, arranqué a vivir a la calle. Antes que volver a caer en la pasta base preferí ponerme a chupar.

Cada tanto hacía unos mangos cuidando coches. Otro cuidacoches me dijo que él timbiaba a la Quinela. Sacaba cada dos por tres. Con esa diferencia se hacía algunas noches en la pensión del Armenio. Hice lo mismo y por un tiempo fue un buen lugar a donde ir. Pero una vuelta tuve un problema con un pastoso. Se me vino encima y me calenté tanto, que chapé un cuchillo y lo abrí. En el Juzgado declaré que fue en defensa propia. Quedé encerrado por unos meses. Si era un humano de los de antes, estoy seguro que zafaba bien porque nadie lo reclamó. Pero no pude volver más a esa pensión y eso fue lo que más me jodió.

Y así fue que ya dejé de ir a ningún otro lado que no sea la calle. Ya no me quedaba más nada que las baldosas. Apenas podía agradecer que estar vivo al otro día. Pero por suerte las cosas cambiaron un poco. Apareció en la cuadra un perro joven, que no sé si se perdió o lo abandonaron. La cosa es que se encariñó conmigo y andamos los dos juntos. Y él, con su animalidad, me devolvió un poco de mi humanidad perdida.

Ahora volví a tener a alguien a mi lado. Le puse de nombre Valerio y andamos juntos de arriba para abajo. Nos necesitamos el uno al otro. Yo lo cuido del hambre y del frío y el me cuida de los líos y la muerte por algún hijo de puta que quiera lastimarme. Esto me hizo volver a dormir tranquilo. Y de vez en cuando, hasta sueño que viene la vieja a buscarme para llevarme a casa. Con eso ya soy feliz.

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Maximiliano Debenedetti

La partida de nacimiento dice que arribó a nuestro planeta por Montevideo en 1979, con todo lo que esto conlleva. Su contacto con la literatura fue ecléctico y supo ya en su infancia que estaría vinculado a la escritura, desde el día que tuvo que aprender a garabatear por primera vez su extenso nombre.

2 comentarios

  • Soy de los pocos que no “desprecian”, que dejó de sentir “asco”, y no sé hasta que punto está bien no sentir miedo, pero también les perdí el temor. Prefiero respetarlos y, si se da una interacción en la calle con un NO HUMANO, hacerle sentir siempre que soy un igual, porque en fin, humanos somos todos…

    • Carlos: muchas gracias por tu lectura. Creo que justamente tu comentario es el punto que, humildemente, busca tratar este cuento. Tocar ahí donde hay nervio sobre una temática que no es simple ni que se soluciona con posturas mágicas o cortoplacistas.

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