Nunca más Orión

N

Quel est ton premier souvenir ? Mi primer recuerdo es una fotografía. Mi madre me sostiene y mi padre aprieta el botón de la Kodak. Estábamos en el río Yí, sobre el Puente Nuevo. Mi madre sonríe, tiene un vestido que flamea y es joven, jovencísima. El cinturón de Orión se escondía en el cielo. Qué tiene Orión en la mano, una espada o un arco y una flecha. Pregunta infantil, básica, eterna. Siempre vuelvo a mis primeros trece años. No importa donde esté, siempre son los mismos trece años. La infancia es la patria, decía Saramago. No, decía que la patria es la infancia. No es lo mismo. Puede que tengas razón. No tengo más recuerdos. Qué linda canción. Quién es. Se llama Léo Ferré. Fue un cantante que viene de Monte Carlo, pero es francés. No dudo que sea francés, linda. Escuchas la letra. Pon atención. Escuchaste, Juan, esa canción. Es hermosa. Todo se va, todo se destruye, no hay souvenir que mantenga la potencia anclada en la memoria. Me tranquiliza. Todo perece, sí, mi amor. Todo muere y va, hacia donde nada es todavía, supongo, como mis primeros trece años. Qué hermosa es la vida, la cama, tu mirada que se despide y las horas del último adiós sin decirlo en voz alta, solo dejando que el francés diga lo suyo: avec le temps on n’aime plus. Qué puedo hacer yo con esta información. Supongo que ahora es reloj, dirían los alemanes, de vestirme y volver al trabajo, si no me amas más. Sigo escuchando al franchute, ahora canta sobre los anarquistas y me aburre. No tengo el alma negra ni roja, ojalá la tuviera. Tu pars, alors. Sí, me voy. Chau. Adieu. Siento el viento frío detrás de mis lentes. Mi nariz se entumece inmediatamente. Enero en París es peor que julio en Durazno. Esta ciudad es tan popular que me avergüenza escribir sobre ella. Ya son trece años que me escondo en París y no puedo dejar de hablar de Durazno, que vida es esta, avergonzado del presente y asustado del pasado. Una segunda infancia muda, inescribible, ininteligible, inenarrable. Léo Ferré, mi amigo. Quién te olvida, sino la vida misma. Vuelvo, camino por la rue du Bac, rue de Volontiers y termino perdido como un turista idiota, atolondrado por el art déco que jamás noté en Ciudad vieja. El amor y la soledad, no las conocí, como Clarita con diez años, pero si me atragante de un amour y una solitude, que son los diablos de la sed que me atora. El colchón estaba cómodo, me hubiese quedado con ella, aunque ya no me ame, eso no es importante, sobre todo en invierno. Me hubiese aguantado el deseo de errar y terminar en suburbios de chinos, árabes y un spleen extranjero que no me entra en las venas. Nadie sufre lo que yo sufro, nadie ama lo que yo amo. Nadie ve lo que yo veo, un agujero blanco, que supura una niebla de algodón. Te veo, te veo escondido, le digo al reflejo mío en la librería que muestra demasiados libros de filosofía. Quién compra esto, quién lee esto. Parecen solo adornar el quartier, parecen estar ahí por ley de turismo. No son libros para leer, son para fotografiar. Chinas caminando a través de su ventana al mundo, sin mirar, sacrificando su mirada para que mire el otro. De qué vale vivir si uno vive por y para el otro. No hay movimiento que sea libre. Yo me creía libre, escuchando Léo Ferré, pero era una trampa, una emboscada napoleónica que me expulsó del paraíso. Que tristeza decirse escritor y no poder ligar otra palabra diferente a “paraíso” que no sea “expulsó”. Ojalá aún viviera en Montevideo, podría quejarme de los caballos, de los neandertales que van al estadio, de los estudiantes, de los políticos y de los suicidas que deciden escapar más temprano, para olvidarme de mi miseria. Pero me fugué y no se como vivir con esa decisión. Necesito no hacer de mi periferia el centro de mi existencia, como hizo Vallejo, según mi amigo. Necesito tener ideas que no sean prestadas, ni robadas, como la frase anterior. Un bar, un amigo me espera. Se le iluminan los ojos al reconocer mi tristeza. De dónde vienes. Vengo de su casa. Ya no volvés. No vuelvo más. Tomate una cerveza. Qué plegaria es la que se usa en estos casos de desarraigo, de neurosis y de tristeza. Ninguna palabra es capaz de solucionar nada, por eso los psicoanalistas siguen trabajando, con la promesa de la última palabra salvadora, de la metáfora o de la metonimia que va a dar sentido al sufrimiento. Como las iglesias. Sí, como las iglesias. Me escapé de la casa escuchando a Léo Ferré. Te escapaste o te echaron. Una mezcla de las dos. Siéntate y quédate quieto, no me cuentes más. Me perturba sentarme y no hacer nada aunque sean cinco minutos. Mi abuelo vivió sus últimas décadas sentado, mi padre creo que nació sentado y sigue viviendo sentado, y yo no soporto estar sentado, me voy a caminar. Adiós. Busco un banco en la calle de los pintores, subo sesenta y dos escalones antes de ver la ciudad. Espero que sea acá donde Picasso se burló de Rousseau. Viejo genio y agrandado, no te merecías el amor de Rousseau. Yo soy ferviente admirador de lo naïf, me habla al alma, al cosmos dentro de mí. Ciudad triste también. Creo que lo son todas, menos Madrid. Encularon a un continente que ahora habla su lengua y ahora nos desprecian. Me cago en la Madre Patria. Hay que tener alegría para vivir en esa contradicción y no morir de angustia. Francia, te veo de nuevo, te escribo muy poco porque aún no te siento mía, ni en trece años, ni en ochenta, me imagino. El trauma del Uruguay queda grabado en la memoria en apenas un segundo. Ahora me voy a quejar de vos, de tu estúpida fragancia putrefacta, de tus arrabales incendiados, de tus costumbres de corazón frío y de tus palabras camufladas en la canción de un anarquista muerto. Cuándo fue que la vi por primera vez. Sí, lo recuerdo. Caminaba bajo la nieve, dejando huellas profundas. Caminaba lento por miedo a caerme. Era la primera vez que veía la nieve sin ser en las películas. Me sentía un intruso, un sudaca caminando en lo ajeno, en suelo ajeno, en patria ajena. Luego vi que todos caminaban igual como yo, desconfiados. Somos todos ajenos al suelo. Qué hermosa es la vida cuando uno puede destruirla, pero que responsabilidad en la decisión de no hacerlo. Me acerco a Dios, y ahora cierro el círculo del lector que ya me debe encontrar delirante. Porque solo los delirantes creen en Dios, y solo los delirantes aseguran que no existe. Camino al Sena, donde a varios argelinos los ahogaron, donde Cortazar escribió un cuentito lindo y donde Camus escucho la Chute de un alma partida. Voy caminando rumbo al patio que comparto con una familia ajena, que me habla en francés con acento norteño, para recordar la lejanía de mi sombra con la luz que despiden las constelaciones en la noche estrellada de este verano, que no dibujarán nunca más a Orión. 

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Martin Lamadrid

Martín nació, a veces escribe y morirá.

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