El androide

E

Más de una vez se lo describió como alguien que leyó un manual sobre el comportamiento de los humanos. Es una apreciación simple y bastante utilizada, pero Marquitos realmente parecía un androide muy bien entrenado, con un algoritmo que siempre se actualizaba, segundo a segundo, mientras registraba a los humanos separados siempre de él, caminando, subiendo escaleras, comprando cigarrillos, bajando de un taxi, escupiendo el suelo, mirándose las uñas. Todo el mundo se le escapaba, parecía ver a la humanidad desde una cámara Gessel, atónito, asustado, y a veces demasiado curioso, lo que se traducía en unas preguntas interminables que hacían a más de uno querer evitarlo al verlo aproximarse. Pero cómo evitarlo, escucharlo era salir irremediablemente de la chatura crónica del día a día. “Algún día voy a ser millonario, voy a ir a Miami, y voy a casarme con una modelo” decía entre espasmos de una risa robótica. Pero además de su estupidez, también existía la maldad, y más de uno se llevó una desagradable sorpresa al enterarse de lo que Marquitos escondía en el patio de su casa, allá por el centro, en pleno centro del departamento. Varios escuchaban los gritos, finísimos hasta las nubes, en las noches que Marquitos no recorría las calles. Pueblo chico infierno grande, pero aquello no era solo un infierno, era otra cosa más sutil: una especie de conglomerado de infiernos, de cadenas de infiernos que elegían no escuchar los gritos, o reírse simplemente diciendo entre sí: “este Marquitos no es changa”. 

Entonces empezó el debate en ese pequeño pueblo e infierno grande: ¿Marquitos sabía lo que estaba haciendo, o no sabía lo que estaba haciendo? ¿Cómo alguien tan idiota puede albergar semejante maldad? Sus ojos duros, su mirada atolondrada de androide, sus palabras cósmicas y su marchar grotesco hacían a más de uno justificar justamente lo injustificable. Ni hablar de los expertos licenciados, médicos, juristas y agentes de la ley: cada uno con una teoría nueva, una pista nueva, una brillante idea que suponía enterrar a todas las demás, y mientras tanto Marquitos seguía por ahí, caminando, hablando sobre sus mismos proyectos de fama y fortuna: “algún día voy a ser millonario, voy a ir a Miami, y voy a casarme con una modelo”. Ese era su mantra, lo repetía como aquellos traumados de guerra, o aquellos dispuestos a morir por una venganza bien ajena: “algún día voy a ser millonario, voy a ir a Miami y voy a casarme con una modelo”. La brutalidad del androide se dejaba atravesar por la sospecha de la frivolidad, de lo mundano y básico. Y algo que no debía ser sorpresa en ese pueblo, sus delirios de fama y fortuna supuestamente atolondrados como él, no eran muy diferentes al del ciudadano común y corriente. Aquellos sueños de Marquitos no estaban tan alejados del sueño del carnicero, del sueño del médico ni del sueño del psicólogo ni del maestro. Todos lo veían venir, en su grotesco caminar de androide, y era como ver a sus mismos sueños, pero con un portavoz indeseable, supuestamente alejado de su moral y ética tan amalgamadas a la media común. Marquitos era ahora el portador de la fiebre, de la peste, de todo juicio divino catastrófico, era la muerte, con sus ojos duros, cara rígida y labios secos. ¿Cómo soportar ese espejo endemoniado? La única salida que tienen los habitantes del infierno es negar que viven en él, y fue a partir de ese momento que a través de esa identificación funesta y tan atrevida, comenzaron los susurros de linchamiento: ¡Qué maten al tarado! ¡Qué lo castren y cuelguen en la plaza!  Ya nadie quería escucharlo, ya nadie quería divertirse al verlo acercarse con su tranco de androide atolondrado, sus ojos duros y labios secos. Marquitos comenzó a transformarse después de que descubrieran sus travesuras en un leproso, y su destino, cuyo final comenzaba a escribirse, ya todos lo sabían.

¿Pero quién lo haría? ¿Quién tenía el alma pura para partirle la cabeza con una roca inmensa? ¿Quién escucharía la voz del dios cuando ordene utilizar la daga para degollar a su hijo primogénito? Nadie en ese pueblo. Marquitos era totalmente inimputable, un dios pordiosero de antaño inmortal alejado de los pecadores del pueblo. La vida le había llegado por sorpresa, había llegado al mundo demasiado temprano, o demasiado tarde: en Marquitos algo sobraba o faltaba, y la muerte lo tenía que encontrar de la misma manera, de sorpresa, casi por arte de magia. Tenía que ser un crimen sin testigos y sin victimario, solo tenía que existir la víctima. Pero en los pueblos infiernos no solo existe la culpa, también existe la cobardía. La mañana que lo encontraron colgando de sus tobillos, sin ojos y con su cuello a medio abrir, la médica de turno, luego de vomitar entre las chircas del campo del viejo cuartel, sólo constató lo obvio. La policía cerró el asunto y la gente rápidamente se olvidó de Marquitos, el androide.  

Para mi tristeza, ya que siempre fui un gran admirador de la ciencia ficción, no encontré cables, metales, circuitos ni chips, solo una sangre negra, viscosa y mortal. ¡Lo hice porque él reflejaba justamente aquello que nadie quería ver, y un pueblo no puede vivir viendo la verdad! Yo defiendo a Marquitos, el niño que nunca supo si venía de Saturno o del mismo infierno, y aunque en mis manos corra su sangre, defiendo lo que me hizo entender del mundo y de mí mismo: que los androides no sueñan con ovejas eléctricas, sino que sueñan con ser millonarios, viajar a Miami y casarse con una modelo.    

FIN

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Martin Lamadrid

Martín nació, a veces escribe y morirá.

Un comentario

  • Es excelente.
    Me atrapó lo suficiente para querer terminarlo.
    Tendría que volver a leerlo varias veces para descifrar lo que está escrito entre líneas.
    Fue una inversión de tiempo.
    Voy por más.

    Gracias.

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