—Mirate al pelado en la esquina —dijo Omar—. Yo te digo que a veces no entiendo a la gente. Bueno, casi nunca.
—¿El que está sentado con su esposa y el gurí? —respondió Maravilla.
—Ese.
—Qué desastre —dijo resoplando, casi silbando y arrastrando las palabras—. Hace veinte minutos que no se miran la cara, lo noté, pero luego me dio pena, por él, por ella, por el niño, no sé, y dejé de mirarlos. ¿Será qué ese es el final de todas las relaciones, no mirarse hasta que alguno muera? Si te vas a suicidar socialmente al menos tenés que tener la decencia de no salir de tu casa, hermano.
—Así fue el final de la mía. Me quedó solo el Mati. O un pedazo de él —agregó Omar, mientras volvía a acomodarse la camisa ya demasiado grande en sus pantalones.
—Un pedazo. Buena descripción. Tenés un hijo entero, Omar. Que sí, siempre decís que está despedazado. Hace rato que intentás armarlo con fantasías. ¿Cuándo vas a hacer el duelo?
—No hay duelo, mi negro —dijo Omar mientras repetia la seña inmortal al mozo—. Vos sos el escritor, Maravilla. Escribime el duelo. Yo no tengo el coraje, ni las ganas. Lo prefiero vivo despedazado que muerto entero.
—Y de repente el escritor soy yo. No me hagas reir, sabés lo que en realidad soy, ayudante de médico forense. Me gano la vida abriendo cadáveres con una sierra eléctrica. ¡Mirate a este escritor! ¡Chupala, Ray Bradbury! Vos tenés que escribir esa historia, no yo.
—Sobre mi hijo despedazado querés que escriba.
—Es un buen título para una novela.
—“El niño despedazado” parece una novela de terror.
—Es de terror —respondió Maravilla casi inaudiblemente—. Mirá, el pelado y la esposa se van. No se miraron la cara en casi media hora, y luego yo me quejo de que mi vida es una porqueria.
—¿Viste? No hay que irse muy lejos para encontrar algo bueno para escribir. Por ejemplo, mirate al flaco, ahí, arrastrando esos dos pendejos que antes eran de otro padre. ¿No es acaso eso una historia para contar? Decime, vos sos el escritor, no yo. O mirate a Rufina. ¿Baldear la mierda en la vereda todas las mañanas no es digno de escribir? Mirá, te entiendo si querés tomarte un avión e ir a la guerra en Ruanda, lo unico que te pido es que antes de tirar la toalla hagas el esfuerzo, mínimo, de ver las historias que acá no se cuentan, mi negro.
—Dejame tranquilo, Omar. Además, yo no sé escribir —dijo Maravilla.
—¿Cómo que no escribís? —preguntó Omar ya más fastidiado que curioso—. ¡Si me hablás todos los días del cuento que estás escribiendo y que esto y lo otro!
—Sí, pero escribo porque se escribe tanta pelotudez que me siento obligado a contraatacar. La escritura del otro me lastima, no puedo disfrutarla —dijo Maravilla apretando los dientes, mostrando las arrugas de su cara—. Algunos escritores me recuerdan lo patética de mis pocas frases armadas y algunos me dan ganas de ahorcarlos con sus construcciones y sintaxis. Además, ¿de qué historias me hablás? ¿Las que se repiten una y otra vez, esas que quieren encontrarle un puto sentido al sinsentido? ¿Sabés cuántos muertos abrí la semana pasada? ¡Catorce! Hablame de sentido. Yo, un gaucho que apenas terminó la escuela abriendo cadáveres en el centro del país por cincuenta pesos.
—Te digo que hay historias no contadas. No hay persona que haya intentado escribir las peripecias del gaucho Matonte, cuando se compró la Kawasaki Vulcan solo para reventarse la cabeza a los cinco minutos.
—¡El gaucho Matonte! ¡Ja! Sabés, fui yo el que lo abrió para un grupo de nuevos oficiales de policía. Los obligan a ver al menos una autopisa. El doctor nos dice, mientras yo metía mano, que el gaucho había muerto de causas naturales. ¡Y tenía la cabeza aplastada!
—¿Causas naturales?
—Natural que te mueras si te pasa por encima un camión, ¿no? Mirá, Omar —dijo Maravilla ya más serio—. Lo que te pasa es que vos estás atorado de fantasmas. Todos tus amigos están muertos, y lo peor, muchos todavía respiran, sino mirame a mí. No te doy la chance de hacerme sentir culpable por todo desgraciado que acá se mata o se pega un tiro. Tal vez haya historias para contar, pero que las cuente otro.
—¿Quién? ¿Acaso conocés otro escritor en este pueblo de mierda? Decime.
—Ya todo está muerto de significancia, Omar. Si querés repito las historias costumbristas, los deseos de nada del montevideano, esa abulia de literatura que tenemos. ¿Querés que escriba sobre los quilombos del interior? Lo hizo otro y demasiado bien. ¿Querés otra Santa María? Para qué, mi hermano. Ya tenemos una y está bastante bien, dejala quieta ahí. Yo prefiero los rayos gama, los viajes intergalácticos, las dunas inmensas de granito en el planeta ZORX, cualquier porquería que me haga olvidar a los cadáveres.
—Dejame de embromar. ¿Phillip K. Dick se inspiró en verdaderos robots para escribir sobre los replicantes? No seas pelotudo. Además, escribís desde que te conozco, antes que agarraras esa changa enfermiza.
—Lo que quiero decirte es que estoy cansado de siempre lo mismo —respondió Maravilla—. Acá son todos iguales. Acá la originalidad se pegó un balazo hace cuarenta años pero es imposible hacerle una autopsia, capaz un sociólogo, no un gaucho bruto como yo, que tiene que escribir consultando un diccionario y todavía cree que cadalso se escribe con “z”. ¿Querés que escriba de como a mi padre lo mataron los milicos por tener en la biblioteca un libro sobre el cubismo? ¿Qué se hubiese salvado si el milico tuviera un gramo de conocimiento del arte, pero que confundió Picasso con la Cuba comunista? ¿Qué historia es esa? ¿Querés que escriba otra oda a la revolución muerta que nunca tuvimos? Dios… para eso escribo otra biografía de Mujica o una novela de crisis existencial millennial.
—Lo único que te quiero decir, Maravilla. Es que vos tenes una responsabilidad. Desde el dia que te propusiste escribir aceptaste el puto destino de escribir sobre lo que sos y lo que te hizo ser así. ¿Cómo vas a perder todo eso solo por un capricho?
—No es ningún capricho. Yo elijo no escribir sobre eso, es un acto político de resistencia a la uruguayez —sentenció Maravilla.
—Tanto rechazo a la uruguayez y seguís acá —dijo Omar señalando el suelo del bar mugriento—. Hay mil historias dignas. Siempre las escuchaste o las viste, hay que pasarlas al papel nomás.
—Cada uno escribe a su manera, viejo. Capaz que no con letras pero ya varios dejaron sus historias acá. Algunos las tienen dibujadas en sus caras. Vos, por ejemplo —dijo Maravilla señalando el rostro de Omar.
—¿Yo?
—Cada vez que tu hijo se internó te salió una arruga nueva. Tu cara envejeció quince años en quince días. La nariz roja, los labios hinchados. Sabés de qué te hablo. No hay que ser un genio para darse cuenta de que el mundo te pasó por encima y estás desesperado.
—Lo de mi hijo ya me tiene sin cuidado —dijo Omar mirándose las zapatillas—. Lo que yo quiero es que encuentres la vida en la gente que nadie sabe que existe, Maravilla. Cuántos cadáveres tuviste que abrir que no tuvieran un puto amigo, cadáveres solos, como la mierda.
—¿Cómo Matías?
—No hablo particularmente de mi hijo. Yo no puedo darle sentido a lo que seguro no lo tiene. Pero vos sos artista. ¿No es acaso trabajo de los artistas encontrarle el sentido al absurdo, o decir algo de lo indecible?
—Viste, me das la razón —gritó Maravilla—. ¡Mozo! Gutiérrez… mierda. Traé otra cerveza, por favor que me falta el aire. El Omar anda diciendo pelotudeces.
—¿Qué razón?
—¡Querés que hable de tu hijo, Omar! Y no me digas que no, te conozco. Al Mati no hay nada que pueda arreglarlo, ni la psiquiatría pudo, ¿pensás que la literatura sí? Vos estás totalmente loco, más que él. Prefiero abrir a un niño que escribir sobre el tuyo.
—Él es alguien de acá, lo conociste, sabés que tiene algo que contar, una nada, capaz, una porquería de historia, pero una historia al menos. No te estoy pidiendo mucho —dijo Omar, casi que rogando—. Acordate. Hace años, cuando yo daba clases de literatura en el liceo y me decías que en cada pueblo existe una galaxia y que la literatura no se enseña, que todo era una pelotudez. Qué tenía que regalarles libros de Verne y Kipling y que capaz íbamos a encontrar al próximo Arlt. Yo solo te pido que intentes ver que acá todavía existe.
—¿Qué? ¿Una galaxia?
—Algo así.
—No me hagas reir.
—…
—Omar. No es tu culpa, sabés. Yo te entiendo, o creo poder entender desde dónde nace esta urgencia. Estás tan desesperado de contacto que me estás pidiendo a mí, un gaucho que trabaja abriendo cadáveres porque el forense no tiene ganas de moverse, y que a veces, y solo a veces, escribe cuentos de ciencia ficción para divertirse, que cuente la historia de Matías. ¿Qué querés que haga, Omar? ¿Hacer un análisis de su viaje a la destrucción desde un punto de vista sociológico? ¿Mostrar como su rescate era posible con los cuidados adecuados, con el psicólogo adecuado, con la pastilla adecuada, con la contención adecuada, o con el padre adecuado?
—No quiero que lo salves en la virtualidad, mi viejo. Solo te pedía que escribieras sobre él. Lo que quieras. Pero olvidate. Tenés razón. No hay caso. El Mati está despedazado. Me voy a tener que contentar con eso. El niño despedazado: una historia de terror uruguaya.
—Bien uruguaya.
—¡Peor! “Duraznense”.
—Dios.
—¿Fuiste a verlo?
—No. No me da el cuero.
—Dale. Terminate la cerveza. Nos vamos para allá.
—Dejate de joder.
—Dejate de joder vos. Nos vamos para allá. Yo sé lo que estás haciendo, Omar.
—¿Qué?
—Estás como el pelado y la flaca que vimos hace un rato. Estás esperando a que se muera, sin mirarlo.
—¿Qué mierda decís? Te estas pasando de vivo.
—No me acusés. Sabés que no estoy exagerando. “Mi hijo despedazado”. La última vez que lo vi estaba bastante enterito. Dejate de joder, terminá la cerveza, levantá el culo de la silla que vamos para allá.
—¿Seguro que querés ir?
—Vamos. Tengo que sacar material para un cuento nuevo. Puede que el Mati sea un robot que necesita actualizar el software para vivir.
—A lo mejor es un enviado de Saturno que nos está estudiando para una invasión intergaláctica.
—¿Viste? Y luego decis que el escritor soy yo.
—¿Vamos?
—Vamos.
FIN