Passaporto

P

Tres años sin ver a alguien de tu vida pasada es mucho, me dije. El mensaje de un antiguo compañero de universidad “invitándose” a París a visitarme me parecía algo normal, recurrente entre antiguos colegas en países europeos limítrofes. Yo, maestría en esto, él, maestría de lo otro. Yo, París, él, Madrid. Yo, público, él, privado. La misma merde con diferente olor. A la merde, dije y le contesté que sí, que viniera cuando quisiera. Acá lo esperaba para tener un fin de semana de charlas y mate, ya que el invierno parisino no daría para mucho más.

El problema de los tres años en un país que me era todavía ajeno, además de esa nostalgia tan mentirosa como traicionera, es que nos olvidamos de quienes somos, y aún peor, de quienes son los otros. Mi amigo, podríamos decir, no era alguien agradable, sino todo lo contrario. Yo, predispuesto a seguir siempre a rasgos psicopáticos, me divertía escuchando sus largos monólogos de filosofía y anarquismo, casi tan delirantes como interesantes, allá, en esa ciudad -que no me canso de repetir- detestable como Montevideo, en un barrio aún más detestable, Pocitos. Éramos dos imbéciles que disfrutábamos de una compañía dañina, uno de imponerse al otro con una palabrería inteligente, o que pretende serlo, y el otro pasivo, a la escucha de todo lo que pareciera diferente a un monólogo de un canario borracho del interior. Pero habían pasado casi seis años de esos encuentros. ¿Qué pasaría ya en Europa, ya profesionales, los dos ya un poco más grandes y un poco más cansados de la vida? Eran buenas preguntas y alumbraban la tenue esperanza de que el encuentro no fuera tan catastrófico. Pero estaba equivocado. Muy equivocado.

El tren lo dejó en la puerta de mi casa. Lo esperé leyendo algo, para distraerme de lo que ya presentía que sería un encuentro al menos “raro”. Su sonrisa torcida y dientes amarillos se dibujaban. Ahí estaba, mi amigo. Nos abrazamos. Preparamos el mate. Él dejó su mochila en la habitación (que era toda mi casa). Noté algo raro en su acento. No creía que Madrid ya lo hubiese afectado, apenas estaba hace dos meses ahí. Inmediatamente lo pude distinguir, mi amigo hablaba con un acento porteño sumamente exagerado.

Mirá, me dijo. Ahora soy genovés.

El pasaporte violeta apareció en su mano. Lo entendí inmediatamente, mi amigo estaba hablando con acento italiano, o al menos, en un acento parecido a lo que un uruguayo podría imaginarse como italiano. Era más una caricatura que otra cosa. No me pareció simpático, sabía que esto no era una puesta en escena ni un chiste. Mi amigo era un italiano.     

Esta noche te hago un rissotto. Pero el possssta, los que se hacen en Italia. Con tressss queeeesos. Porque yo soy europeo, papá. Yo no soy un sudaca.

Nos reímos. El reía  de una manera inquietante, de su suerte de no ser un sudaca más, de salir de esa lista infame. Yo reía de su locura, de su manera de verse totalmente exagerada, de ser un amante de sí mismo, de amarse de esa manera. Era envidiable, imaginaba poder creer valer más que el resto, creer que mis pensamientos son dignos de ser guardados en una bóveda para la posteridad, que mis soretes que tocan el váter tienen olor perfumado y que cada uno de mis pelos es de la longitud y el grosor adecuados. ¡Y las mujeres! Siempre serán Helena de Troya, al menos en mis labios. ¿Cómo no envidiar ese poder casi sobrehumano? ¿Cómo no sentirse atraído a alguien que realmente cree lo que dice? Era hermoso, pero era un baile con el diablo. Yo sabía que me aproximaba a un final no feliz, no era posible que eso se perpetuase sin que yo me hundiera con él, desapareciendo en su vida perfecta y en su visión delirante de sus pasos sobre la tierra.

En la noche nos cobijamos en Chatelet, la única zona donde la cerveza no tiene precios disparatados. Evitamos la terraza, guardamos ese espíritu del que se esconde en público. Viste a las mujeres. Me tienen loco. Habló de cómo lastimó a su última amante con el tamaño enorme de su verga. De cómo le había regalado una copia de las obras completas de Goethe a una bella damisela alemana que estaba enamorada de él, pero que él, con el poder del que se sabe hermoso y fuera de este mundo, la había dejado llorando en el aeropuerto de Orly cuando  partió a encontrarse con un Uruguay que le prometía fiestas, belleza, playas, filosofía y alcohol (que Uruguay es ese, me preguntaba). ¡El amor! Qué lindo era escuchar a mi amigo amando, amando su pasaporte, que sacaba y blandía entre cervezas para vanagloriarse de su pasado italiano y virtual. Vos, negro de Sri Lanka, ¿Qué me quitas el vaso? ¿no ves que todavía me quedaba cerveza? El mozo lo miro triste, sin comprender esas palabras en español pero entendiendo bien el sentido y el desprecio. París me da asco, lleno de negros. ¡Yo soy italiano! Gritaba en el bar, y yo me escondía entre las risas y el humo, entre el amor y el odio que veía desplegarse frente a mis narices. Mi amigo, el italiano y el passaporto de la libertad. Podía sentir la envidia en mis tripas, esa envidia del que todo dice saber y amar, y yo asustado, pensando en comportarme bien para nunca tener que volver a Uruguay, y él, hermoso blandiendo un pedazo de cartón que le daba permiso de trabajar y estudiar, de vivir y de renunciar, sobre todo de renunciar. El alcohol comenzaba a anunciar un desprecio por la vida, por el resto de la humanidad, sea blanca o negra, al final todos éramos despreciables, sudacas, del sur, de lo profundo, de lo bajo, de lo humillante, del humus, de la bosta, la mierda. Bailábamos mientras las cervezas desaparecían, gozábamos, uno de libertad, el otro de condena, Aquiles y John Doe mezclados, simples, hermosos, acabados de nostalgia y de grandeza, de nadas y de un passaporto violeta que encandilaba a nuestras almas tristes.

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Martin Lamadrid

Martín nació, a veces escribe y morirá.

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