El crepúsculo

E

Cada día me encuentro pasmado frente a la idea de la muerte. Algo no me suena bien en todo este asunto. Supongo que no soy tan idealista como para lastimarme por una causa, mucho menos la mía: la de ser un don nadie. Así que veo con asombro como algunos iluminados por el fuego se destruyen y se derriten como plástico con baldes de gasolina por alguna causa noble, como otros se inmolan en un bar gritando el nombre de un dios abrahamico lleno de amor, o como niños revientan a tiros a otros niños en alguna escuela sin razón aparente. Emmanuel Levinas decía que Heidegger se quedaba a medio camino y que el ser no debía ser para la muerte, sino algo más (el filósofo pecaba de ser muy religioso para mi gusto): debía ser-más-allá-de-su-propia-muerte. Es decir, que todo acto, o toda obra nuestra, debería ser pensada más allá del tiempo que nos toque en la tierra, para que sea realmente ética. Leí sus párrafos en un bar sin importancia, antes de entrar a una reunión sin importancia para recibir órdenes sin importancia en mi nuevo trabajo sin importancia alguna, y recordé a Mariano. Hay algo en la idea de salirse de uno mismo, incluso de su propia muerte, que no logro comprender y me abruma. Ahora yo, uruguayo, o peor, montevideano, recordé a otro duraznense como Mariano, casi desconocido. El paisano Osiris cantaba inspirado por paisajes compuestos de chircas secas, rios negros y crepúsculos rojos. Decía que su nombre comenzaría en el borde de su tiempo, ya que su obra no era nada, sino algo que rodaría, cuando él ya no rodara más. Renunciar a ser contemporáneo del triunfo de su Obra para apuntar a un tiempo sin él. Así un duraznense, mirando el pasto y un crepúsculo chato, ya decía lo que se le reveló a Levinas luego de ver los acontecimientos en la Europa vieja, Hitler y la Totalidad. Yo pienso que Osiris y Levinas eran el mismo tipo, un dios ya pagano, pensando en la ética fuera de la conciencia, como algo primigenio, absoluto, e imposible de esquivar, y a la muerte como necesaria, para que el mundo sin nuestros miedos, ideales, basura, chistes, tripas y pensamientos, al fin pueda comenzar. ¿Pero qué obra había dejado Mariano? 

El último día que lo vi, lo encontré revisando unas fotografías antiguas en el ropero. Me miró asustado, como si revolviera el pasado ajeno y no el de él. Cada uno siente vergüenza de su pasado, pero Mariano era diferente, parecía sentir pena de su errar, de su metro y medio de altura, de su bigote infantil en la cara de casi cuatro décadas, hasta de sus dolores en las pantorrillas. Algunos nacen para torturar, otros para ser torturados, sobre todo en Montevideo, lugar de extremistas, atrapados en una realidad paralela entre esos sentimientos tan claros como lóbregos. Nadie era neutral, salvo yo, excepto a veces. La vida me trataba mediocremente, sin sobresaltos, sin sangre debajo de mis uñas, ni culpas. Mariano me mostró una pequeña foto ya casi sepia, de un hombre en short de Nacional, tirado en las arenas negras de una playa, con la sonrisa de los que se saben bellos.

—Fachero mi viejo, ¿no? —me dijo sonriendo, mientras volvía a poner sus ojos en la fotografía y repetía rápidamente con voz fina, una y otra vez la palabra “fachero”—. Fachero y facho. Y eso que mi madre es espantosa. Te podés imaginar que yo salí como ella.

—No sos tan feo, mentí —miré su cajita con fotos y le volví a mentir—. Ahí no vas a encontrar nada, che. A veces no hay respuestas—. En mis huesos sentía que Mariano estaba siempre a punto de averiguar el sentido de lo imposible. Me aterrorizaba que eso ocurriese, como si el estado neutro de las cosas fuera necesario para continuar. Hay muertos que a veces es mejor dejarlos muertos, junto a los muertos que arrastraron. 

—Sí, sí. Pero viste, a veces vengo a ver si algo se me pasó por arriba. 

Mariano le había gritado al cielo por respuestas cuando su padre, ya de ochenta y cuatro años confesó, por no sé que tipo de deus ex machina, lo que hizo, allá hace cuatro décadas y tres años en un cuartel de Durazno, pero solo le devolvió un silencio tétrico, como si le hablase a un muro negro infinito que separaba el verdadero mundo ideal al mudo copia de las formas perennes. Mariano ahora creía en dios, pero en minúscula, como los batllistas. Yo no creía en nada, excepto a veces.  

—¿Sabés cuál fue el único momento de tristeza profunda antes de esto? —me preguntó Mariano con sus dedos en el aire, como Juan el bautista y riendo cortadamente con una sonrisa fingida—. Fue hace trece años. Cuando la serie de televisión Lost terminó. La mirábamos con mi viejo. 

—Vos estás totalmente enfermo —le dije riendo, porque al cabo de veinte años de amistad sabía que Mariano no estaba exagerando. Mi amigo podía desencadenar una crisis existencial profundamente melancólica por la cosa más nimia posible. Su vida estaba en peligro todo el tiempo por culpa de lo cotidiano. Cuando lo conocí, él era apenas un adolescente que recorría Tristán Narvaja nervioso, dudando si entrar, o no, a esos bares llenos de psicólogos y estudiantes de humanidades, sudando la gota gorda frente al supuesto saber de los demás, donde yo me encontraba muy seguido ubicado, fingiendo que sabía junto a otros que fingían, en menor o mayor medida, que sabían de lo que estaban hablando. Lo veía pasar, tieso, apretando los pasos, relojeando al bar, mirando las mujeres, los hombres, los bancos, las botellas, los mozos, los posavasos, los escotes, las gotas de sudor en la frente del barman, calculando y midiendo algo que se me escapaba, como cuando revisaba esas fotos. Al fin, una tarde de invierno lo encontré sentado en la barra, tomando un vaso de Coca-Cola y leyendo un cómic de Batman. No pude contenerme, lo interrogué casi por dos horas mientras el alcohol me hacía pensar que ese encuentro estaba predestinado en un libro de letras árabes, lleno de Destino y fuerzas invisibles y algunos poemas malos (que son los únicos que valen la pena, según los malos poetas). Desde ese día fuimos como Sancho y otro Sancho, ya que ninguno podía ser el Quijote. Nos desdoblabamos en un personaje secundario no tan loco ni tan valiente, un extra en un filme, como la multitud joven de ojos fijos que mira a un occidental blanco comerse un Vada Pav frente a una cámara en Mumbai.

—Cuando la serie terminó. Recuerdo sentir un vacío absoluto. Habíamos visto semanalmente, casi religiosamente podríamos decir, esa serie. Cuando terminó me quedé en el aire, realmente perdido. Qué idiota. No sabía qué hacer. Vagabundeaba libros de filosofía buscando una respuesta. Fue una morocha hermosa, de dientes blancos, que se juntaba con vos y tus otros amigos, la que me recomendó leer el Crepúsculo de los ídolos de Nietzsche cuando me vio tan triste. 

—Cómo olvidarme de ella. —le dije ya más serio. Camila se tomaba el dolor de los demás con seriedad. Supongo que eso fue lo que la terminó enloqueciendo. Sabía que Mariano tenía esa facilidad de tomar las palabras de las mujeres hermosas y locas como el evangelio. No lo culpaba, de hecho, lo respetaba—. ¿Y qué encontraste en ese libro? ¿Pudiste apagar la pena?

—Un poco. Un poco. —dijo dulcemente mientras guardaba la cajita con las fotos de sus padres en el ropero—. ¿Ahora que hago, Juan? Si tuve que leer a un alemán paranoico y protonazi para aliviar la angustia que me dejó una serie de televisión de mierda, ¿qué carajos puedo hacer ahora, con, con, con esto? —dijo tomándose el pecho—. ¿Cómo decirle tristeza si ya usé esa palabra hace veinte años frente a una televisión? ¿Me entendés? ¿Entendés? Necesito inventar otra palabra.

Cuando veo a los monjes derretidos y a los islamistas en pedazos o al niño con una bala en la cabeza luego de agujerear otros niños, no veo nada que me diga sobre un ser que fue más allá de su muerte, par contre, veo el enceguecimiento de lo Mismo, del yo, y de la causa, de la conciencia, el mundo y el deber ser en el mundo. Mariano debía sufrir, toda su vida se trataba de sufrir. ¿Qué vida fue esa? 

Mariano estaba petrificado. La tarde parecía haberse congelado, como un elástico que se negaba a volver a su estado de reposo y volver al único estado verdadero. Observé la ventana que daba a la calle Gonzalo Ramírez y vi que el sol se ponía, detrás del mar negro, en esa hora que los hombres y mujeres sienten en sus huesos la tristeza por no sé qué vericuetos biológicos. La hora dorada donde las mujeres jóvenes se fotografían y los suicidas cargan el revólver con las cápsulas de metal de la felicidad eterna. Es el crepúsculo de los humanos y de los ídolos, que también son humanos, espero. Mariano lloraba dulcemente. Me acerqué y lo abracé. Un abrazo apretado, de dos segundos, compuesto por dos palmadas en el omóplato izquierdo y un “vamo arriba”. Más no podía hacer. “Gracias” me dijo. Mariano salió del cuarto y lo seguí. “Voy a buscar algo para tomar y vuelvo”, le dije. Ya nunca más lo volví a ver. 

Caminé por las veredas destrozadas del barrio Sur buscando una Coca-Cola para él y una cerveza para mí. Cuidar de Mariano se había hecho una rutina que me forzaba a salir del estado de desinterés con la existencia que me perseguía desde niño. Moría de ganas de encontrarlo vivo de nuevo, y no a esa sombra que parecía buscar pistas y mensajes ocultos como un paranoico en los periódicos. Respiré tres veces, como mi madre me había enseñado, y desistí de nuevo, como todos los días desde hace cuatro meses, de la huida cobarde. Pero notaba que mis búsquedas de bebidas y comida eran cada día más lentas. Esta vez había dejado solo a Mariano en los minutos de oro mientras me escudaba en buscar algo para tomar. Yo no era dueño de la fatalidad de mi amigo, aunque esta estuviera atada a la mía por las vías del afecto y del amor. Fatalidades hermanas. 

Me detuve y volví a mirar al sur del sur. La playa Ramirez casi ya no se distinguía, solo veía mujeres demasiado jóvenes, que podrían ser mis hijas, demasiado bien vestidas, caminando entre risas y mirando sus teléfonos, esquivando a un hombre demasiado viejo, que podría perfectamente ser mi padre, durmiendo en las veredas rotas, como basura, esquivado también por una turba de futuros economistas, que no se percataban de la lección in situ que les estaba ofreciendo el cosmos, o la indiferencia uruguaya, que son lo mismo en grandeza. Ruidos de ómnibus gigantes de Copsa, con sus luces amarillas y carteles de neón, planchas caminando sin remera escuchando un rap indistinguible, y oficinistas saliendo de un restaurante de mal gusto llamado El Rancho, esquivando a los planchas que caminan en su dirección. Todos se esquivaban, como partículas polares y apolares apretadas en la misma botella de vidrio, caminando entre veredas demasiado rotas y raíces de árboles demasiado grandes en una ciudad demasiado triste. Yo, en sintonía con el mundo, esquivaba a Mariano y a su pena. Miraba el suelo como un delincuente, un infame, intentando congelar el largo de mi sombra, queriendo retener como un delirante un solo momento de calma. Pensaba que todo sería mejor si viviéramos en un sueño, dentro de un sueño, dentro de otro sueño, donde el tiempo no nos torturara y donde todo fuera crepúsculo, con el silencio calmo previo a la muerte siempre muda, sorda y eterna. Pero no soñaba, estaba bien despierto con una botella de cerveza en mis manos, y a mi alrededor, la demasía de la noche. Mis miedos y mis tripas ya congelaban todo en un instante, que no existirá más allá de ninguna muerte. 

FIN

Más de...

Martin Lamadrid

Martín nació, a veces escribe y morirá.

2 comentarios

  • Muy buena redacta de la óptica personal de una situación ,de un tipo de una ciudad de cotidianidades y familiares lugares y peregrinación de gente en baivenes de logotipos sociales y condicionados por las apariencias de quien los observa, que + si la misma situación la describiera cada uno de los participantes d la historia ,máquinas d contar muertos en potencia, o quisas vivos soñando dede la muerte!!!! Oscar Cuello contemporáneo uruguayo ,de tierras del Benedetti y otros que a su modo solo se confiesan , salud Martin un gusto!

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