¡Es que murió Volodia!
La mujer que amo me cuenta, cada tanto, que un escritor ruso —ella insiste en no recordar quién, supone que fuera Dostoievsky, pero quién sabe— caminaba un día por alguna la calle de ¿Moscú? llorando a lágrima viva. Recorrió las calles de los suburbios hasta el paseo sobre el Moscova. Con paso apesadumbrado u hombros caídos derivó por horas sobre la costa. La tristeza envolvía su figura como un aura oscura. Las lágrimas se secaron sobre su rostro, y viendo un lobo al otro lado del río, rompió nuevamente a llorar. Desconsolado. Desconsolador. En ese estado, arrastrando los pies, fue que se encontró con un amigo de la infancia, que lo miró con ternura y le preguntó por la causa de su aflicción.
—¡Es que murió Volodia!
El amigo lo abrazó cobijando su dolor. Sostuvo su cuerpo temblando por largos minutos. Cuando sintió la respiración calmada de aquel hombrón de rostro curtido, le dejó espacio. Sus cuerpos se distanciaron unos centímetros. El doliente miraba el piso, su amigo se llevó la mano al mentón, pensativo. Se mesó la barba que asomaba del abrigo de paño, porque Moscú es Rusia, y en Rusia todos sabemos, siempre es invierno. Interrogó a su amigo, primero con la mirada, clara, penetrante, porque en Rusia es invierno, helado, y los rusos que hacen preguntas tienen siempre miradas claras y penetrantes. Heladas. Ante el silencio de su amigo escritor, optó por interrogarlo con la palabra. Su voz sonó grave en la calle nevada cuando preguntó,
—¿Volodia?
—Oh, sí —Dostoievsky, o el escritor ruso de la anécdota que me cuenta la mujer que amo, volvió a llorar a lágrima viva. Se sacudía en cada sollozo. Alto, imponente, con los largos mechones blancos emergiendo bajo su gorra de piel, era un espasmo viviente, temblando como un atrapa ángeles al viento.
—Disculpa amigo mío. Acompaño tu dolor. Es que sabes, me avergüenza reconocer que no sé quien fue Volodia, y me da pudor preguntárselo en este momento de dolor.
—Oh, Iván Grigorievich, no te preocupes. Claro que no conociste a Volodia, el dulce niño Vladimir, a quien siempre llamé Volodia, siguiendo el sabio consejo de su abuela, Tania Smironova.
Iván miró a su amigo con la sorpresa espejada en su mirada clara y profunda como la estepa habitada de cipreses y lobos más allá de la lejana Sibir. Dostoievsky —o quien haya sido el escritor ruso de quien la mujer que amo recuerda lo importante, sin detenerse en los nombres propios que solo interesan a los eruditos de anaquel atestado y memoria inundada de citas para cada ocasión—, dijo entonces:
— Ni tú ni nadie conoce aún al dulce Volodia, que muriera tan joven, asaltado por la tuberculosis, porque él es, incluso luego de haber muerto hace unas horas, hoy en la mañana, el protagonista de mi nueva novela.
Desesperado, se llevó las manos al rostro. Una convulsión incontrolable lo sacudía. Extendió los brazos y tomó a su amigo por los hombros. Gritaba con voz ronca.
—Murió Volodia, y no pude hacer nada por evitarlo. ¡Nada!