Germán miraba una pared de mierda

G

Podemos perder muchas cosas con el paso de los minutos y años. Mi memoria, por suerte, no fue una de ellas. Creo poder repetir esta historia tal cual me la contaron, en aquel bar, cerca del cuartel: Había un soldado raso, que pertenecía a una gran familia adinerada. Al parecer el joven no había cumplido con las expectativas del señor de la casa y había terminado lustrando botas en el cuartel y al final se había enloquecido. Bueno, en realidad mentí sobre mi memoria. Pero puede haber sucedido algo así:

Germán miraba la pared del Panadero. Una pared de mierda, descuidada, con varios años sin pintar (aunque eso le daba cierto encanto, era una pared de mierda y eso era algo). La susodicha pared de mierda estaba a unos diez metros de su posición. Cada vez se hacía más pequeña debido a la intensidad de su mirada. Mediante tal concentración, lograba que una oscuridad rodeara todo hasta que solo quedara un punto blanco en el centro. De repente el universo dejaba de ser una simple garita en el portal del cuartel Gral. Pablo Galarza y pasaba a convertirse en un diminuto espacio aislado que sólo Germán (raso, guacho, aburrido y bruto que daba miedo) podía observar. Toda materia se contraía hasta ese punto ficticio y todo dejaba de existir, salvo ese lugar, ese punto maravilloso de nada.

Germán (el raso bruto) repetía eso durante varios minutos hasta que su vista se cansaba, para repetir exactamente el mismo proceso (algún intelectualoide podría llamar a este proceso como la constricción del universo hacía un agujero de nada) una y otra vez. Pero como todo tiene un límite, la atención de Germán se difuminaba luego de dos horas o tres e inventaba otras maneras de asesinar los minutos. Por ejemplo, había tenido la astucia (cualidad rara en este espécimen) de contar los autos que pasaban (pero acá estaba la joda, tenía que restar una unidad por cada moto de cincuenta cilindradas que veía, y dos unidades por aquellas de mayor cilindrada) y esta suma/resta tenía que terminar siete o siete negativo y luego volver a realizar el procedimiento. El siete era un número que lo perseguía desde los siete años (dato que podemos afirmar después de leer las cartas que Germán enviaba a una novia en la escuela). 

En sus horas menos obsesivas comenzaba a buscar figuras escondidas en las sombras regaladas por los recovecos y paredes de las casas que se ubicaban frente a la entrada del cuartel. Podía encontrar desde leones hasta la cara de su tío Luis. A veces, cuando su ánimo era particularmente particular veía en esas sombras cosas indescriptibles que le helaban el estómago y que le hacían agarrar el fusil con una fuerza mayor a la acostumbrada. Ya en este punto de la noche sus sentidos se agudizaban tanto que todo el silencio se convertía en un ruido absoluto y casi insoportable: grillos, ladridos, pasos a lo lejos, el viento, autos y motos que ya no podía contar. 

Las reglas de su trabajo eran claras: no  sentarse, ni pararse en el mismo lugar más de cinco minutos, ni siquiera caminar con la vista en el suelo, mucho menos sacarse el casco que hace tiempo hedía a muerte. Su único deber era proteger la entrada al cuartel durante siete horas seguidas, de lunes a sábados durante un indeterminado número de días en una ciudad pobre, de un país, que ni siquiera estaba en guerra. Pero nadie podía restringirle de su pobre imaginación.

Las horas pasaban como meses, su turno abarcaba desde las veintitrés horas hasta las seis de la mañana, hora que un soldado de cara cansada (guacho y no tan bruto, sino que lo suficientemente vivo como para laburar de mañana) venía a reemplazarlo. 

Una de esas noches (la del quince de enero, como lo reporta el informe policial) mientras caminaba de un lado a otro, cual pantera en una jaula, Germán se sintió como un espía comunista que solo simulaba ser soldado, este siento se le metía por los ojos, el culo, la boca y cualquier orificio que tuviera su metro setenta de altura. Pero pudo ser cualquiera, de repente un héroe, salvando a todos de un inminente ataque de subversivos desquiciados por la literatura revolucionaria. Un transexual alienígena simulando una vida terrestre mientras esperaba la llegada de sus coterráneos invasores, o simplemente Germán, aquel botija de la calle Sarmiento, que esa noche decidió terminarlo todo.

Unos pasos se acercaron por su derecha. Era el coronel Pérez (viejo en la profesión de matear y mandar, era un hijo de puta con todas las letras). Miraba con desdén y tenía un pucho en la boca. 

―¿Cómo va?

―Bien, mi coronel.

―Muy bien. Cuídese de los peludos que andan hace rato en la vuelta.

―No va a haber problema.

―¿Tiene el fusil cargao?

―Como siempre, mi coronel. 

―Muy bien. No se distraiga. El enemigo nunca lo hace. 

El coronel se alejó. Caminaba extremadamente lento. Tanto que parecía que lo hacía adrede. A Germán esto lo irritó. Tenía ganas de tomar el fusil y darle un balazo por la espalda. «¿Por qué me preguntó si tenía el fusil cargado? ¡Nunca ha pasado nada, años sin un puto lío! Debe querer algo. ¿Por qué camina tan lento?».

Germán lo conocía, era un tipo que le gustaba mofarse de los rasos y hacer bromas sobre putos y negros. Se irritó aún más. «Algo debe querer».  

―¡Coronel! ―gritó Germán.

El viejo militar no la vio venir, la bala del Kalashnikov le llegó a la nuca antes de poder voltear. Se acercó al cuerpo y lo observó. Maldecía entre dientes. No podía perdonarse el haber demorado tanto en darse cuenta. Fusil cargado se dispara, le solían decir en Moscú, antes de venir a Uruguay.  

Germán enfiló a la garita y prendió un pucho. Al fin había comenzado. La alarma sonaba y se escuchaban botas acercándose ligeramente. Al fin algo de movimiento en esta ciudad en un país sin guerra. Tenía muchas balas y los enemigos se acercaban, y las sombras de los recovecos ya no le mostraban nada, todo era una gran madeja de nada.

Más de...

Martin Lamadrid

Martín nació, a veces escribe y morirá.

2 comentarios

Lo nuevo

Mantené el contacto

Sin vos, la maquina no tiene sentido. Formá parte de nuestra comunidad sumándote en los siguientes canales.