El espejo

E

Por Diego Yani

Estoy impaciente. Hace años que espero en medio de esta soledad que me resulta agobiante. Mi único compañero es Mefistófeles, un delgado gato negro que comparte mi calvario. Espero y nadie llega. Muchas veces el arribo de alguien más me había parecido inminente, pero mi esperanza se había desvanecido una y otra vez por culpa de la vieja vestida de negro. Ella siempre se interpone y frustra mis expectativas. Y las de Mefistófeles.

Se llama Matilde. Obviamente lo sé porque si bien desde esta realidad paralela donde resido nadie puede escucharme o verme, yo, por el contrario, escucho y veo todo lo que sucede ahí afuera. Y por eso sé su nombre. Ahí está. La veo otra vez desplazándose por la casa con su paso cansino, cargando el peso de sus viejos huesos enfermos. De vez en cuando un ataque de tos le arrebata la poca fuerza que le queda, que claramente no es mucha. Hoy, como siempre, viste hábitos oscuros. Algunas tardes visita el pequeño jardín que se encuentra al frente de la casa y que está poblado por coloridas flores y hierbas aromáticas que utiliza para condimentar las comidas que se cocina por las noches. Cuando deja abierta la puerta que conduce al jardincito el perfume de los jazmines invade el resto de la casa. Yo también puedo olerlo. El dulce aroma me trae gratos recuerdos de cuando vivía de ese otro lado que ahora sólo contemplo. Otras veces Matilde se sienta en su mecedora y teje y teje largas bufandas o pulóveres que, sabe, nadie usará nunca.

Hace años que Mefistófeles y yo la espiamos. Muchas veces, al verla, el gato parece ponerse nostálgico y maúlla repetidamente llamando a su dueña. ¡Pobre tonto! Todavía no se dio cuenta de que nadie nos escucha ahí afuera. Puedo afirmar que durante esta interminable espera el gato y yo hemos visto a Matilde envejecer y deteriorarse poco a poco. Lo atestiguan esos cabellos cada vez más escasos y más blancos, ese rostro que se pobló de surcos y sus pasos otrora ágiles y ahora lastimosamente perezosos. Sí, está muy vieja y enferma la pobre… Y eso, sin dudas, enciende mis esperanzas. Y las de Mefistófeles.

Creo que ella intuye nuestra presencia. De hecho, este espejo que nos aprisiona es el único en el cual no se mira; cada vez que pasa delante de él parece asaltarla cierta incomodidad. Tal vez la intensidad de nuestras miradas logra, de algún modo, perforar la frontera espejada y turbar discretamente el ánimo de Matilde.

Desde la muerte del marido –otra vana ilusión que la vieja me había arrebatado a último momento cubriendo todos los espejos– casi nadie la visita. ¡Pobre mujer! ¡Con la vida que una vez tuvo esta casa debe sentirse muy sola la Doña…! Yo mismo fui testigo, a través de este viejo cristal, de aquellos años lejanos. Por las salas y los cuartos vi corretear a niños inquietos que alegraban con sus gritos y sus risas los amplios patios poblados de macetas. Y también vi las largas mesas familiares donde Matilde se sentaba con sus padres y hermanos en una larga sobremesa la cual precedía a las largas siestas acunadas por el canto de las cigarras en las tardes de verano. Pero los niños crecieron, se fueron… y los viejos se fueron muriendo casi todos.

Durante todo ese tiempo yo esperaba alerta. Debo confesar que en esta eterna espera el tiempo juega siempre a mi favor. Efectivamente, a medida que el deterioro o la enfermedad comienzan a acosar a las personas, mi ánimo renace esperanzado como las flores del jardincito en primavera, y espero ansioso el momento de la muerte. Entonces mi fantasía desbocada se entusiasma con esa inminente llegada que romperá la soledad de esta prisión donde estoy metido. Pero ella siempre se las arregla para proteger a los suyos y privarme de un eterno compañero.

La única excepción fue Mefistófeles, cuya muerte súbita en el jardín de la casa había sorprendido a la dueña dejando su alma gatuna a merced de la voracidad de este sádico espejo que absorbe las almas y hoy nos encierra. En cambio, y lamentablemente para mí, a la vieja nunca la había sorprendido una muerte humana. Ella, precavida, siempre estaba ahí en el momento decisivo para salvar a los suyos y frustrar mis esperanzas. La primera vez que me despojó de un firme candidato con quien combatir el hastío de mi encierro fue sin dudas la más dura. Era una fría tarde de invierno y su madre agonizaba en la cama del dormitorio, rodeada por sus hijos que, doloridos, aguardaban el inevitable desenlace. Desde esta prisión espejada en la cual habito, yo contemplaba la escena y me regocijaba con los gemidos de la anciana que anticipaban su inminente muerte. Aguardaba ilusionado el arribo de la nueva prisionera a esta cárcel desolada y muda donde estoy encerrado; ella haría más llevadero el tedio de los días. Confieso que la emoción y la ansiedad me desbordaban. ¡Necesitaba –y necesito– tanto hablar con alguien…! Pero de pronto Matilde, que sollozaba junto al lecho, giró intempestivamente su cabeza y lanzó una mirada aterrorizada hacia el espejo dentro del cual Mefistófeles y yo transcurrimos nuestros días. Espantada, se puso de pie, arrebató una de las mantas que cubrían el lecho de la moribunda y cubrió con ella nuestra eterna morada.

Y entonces todo fue oscuridad… Cuando la luz volvió a invadir la prisión ya era tarde: la anciana había muerto y su espíritu libre vagaba muy lejos del espejo. Entonces, por primera vez desde mi reclusión, un grito estremecedor donde se mezclaban la rabia y la impotencia surgió de lo más profundo de mis entrañas e invadió la superficie espejada, distorsionando la forma del cuarto cuya imagen reflejaba. Tal fue la intensidad del alarido que mi compañero gatuno chilló aterrorizado y huyó despavorido a refugiarse debajo del reflejo de esa cama donde ahora yacía un cuerpo sin alma.

Años más tarde sucedió lo mismo con su marido Reinaldo. Minutos antes de exhalar el último suspiro, la astuta Matilde cubrió el espejo con un enorme y grueso toallón que lo libró de compartir este infierno donde vivimos.

Y por eso, por haberme arrebatado de cuajo tantas esperanzas prolongando esta insoportable soledad, la odio profundamente.

Creo que por fin ha llegado el gran día: lo sé porque he escuchado toda la noche su tos seca, perruna e incontrolable. La infeliz no pudo pegar un ojo. Hoy ni siquiera se ha levantado. Creo que Mefistófeles también lo presiente pues se pasó horas detrás de la frontera de cristal observando con atención cada vuelta que Matilde daba sobre la cama y oyendo su respiración entrecortada. No falta mucho. Está totalmente sola. Y el espejo, descubierto. Me regocijo. Después de todo, la venganza es un plato que se come frío.

El cuerpo de Matilde se contorsiona sobre el lecho y su boca se abre, desesperada y hambrienta, buscando ese aire que le falta. Mefistófeles emite un conmovedor maullido que transmite una profunda tristeza. Escucho el último estertor de la pobre vieja y advierto con asombro cómo se diluye el odio por quien me acompañará en esta prisión eterna.

Repentinamente, cierta piedad invade mi ánimo. Me conmuevo. Después de todo, yo también morí en completa soledad. Y por cierto tampoco tuve a nadie que cubriera los espejos.

Este cuento pertenece al libro “Cuentos del Espejo” de Diego Yani, publicado por Editorial DUNKEN y fue cedido por su autor.

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