Juana

J

A Juana no le gusta el otoño. Detesta la sensación de agonía en que entra la naturaleza, ese lento desgajarse de hojas y el color macilento de los días que se corren hacia el ocre y se enfrían por las noches, o se llenan de una humedad salada, densa que pesa como una lápida en sus pulmones asmáticos. Como las palabras de su madre, desde pequeña. “Juanita mi amor, tenés que ser buena, tenés que estudiar, aprovechá las vacaciones y aprendé a cocinar. Tenés que tener una profesión y un marido, como toda mujer decente“.

Juana es de gustos extremos, el frío gris y duro del invierno cortado a hachazos por el viento polar que sube desde el mar, o el calor agobiante del asfalto en enero, cuando los que pueden pagar huyen de la ciudad maldita, rumbo a las playas del Brasil, o al encierro de sus apartamentos de quinto piso, con su clima artificial y el sonido edulcorado de las playlist para gente linda que escupe el algoritmo. Juana prefiere la furia del punk, la desolación del gótico, y no esa tibieza sin gracia que no es más que un anuncio de muerte.

En otoño lo único extremo es la tristeza color pastel de los atardeceres tiñendo las nubes omnipresentes, o la sensación de vacío que brota a raudales de todas las miradas en el bus que la lleva como cada año al Normal. Juana es una maestra en ciernes. Se duerme en las clases de psicología, soporta apenas las monsergas de la gorda de pedagogía, y detesta a la maestra inspectora vieja que le tocó en la práctica. Un odio sordo, áspero que crece en su vientre como los orgasmos que se arranca dos veces por semana, sola en la cama, antes de dormirse. 

El otoño es una estación insulsa, como el arroz de la segunda quincena, con algo de sal y aceite de oferta que engulle sin pensar mientras hojea los apuntes de sociología donde un francés explica hace cuarenta años, lo que su padre siempre recitaba en versos criollos entre pitada y pitada. Al que nace pa barrigón es al ñudo que lo fajen. Si naciste pobre, no habrá estudio ni lotería ni par de piernas que te saquen lo pobre de encima. A lo sumo, llegarás a pagar las cuentas, y vivir una vida pautada por el vencimiento de la OCA. Y eso con suerte. 

Juana abre la puerta de calle, y camina el pasillo. La entradas de los tres apartamentos se suceden mientras sus pasos resuenan en el pasillo de baldosas de layota, color ladrillo, como el otoño que se le cuela bajo la piel cada vez que respira. Llega a la puerta del fondo con la llave de su apartamento ya pronta para violar una vez más la cerradura. Sexo sin demasiado consentimiento de dos piezas que ajustan perfectamente dirigidas por una voluntad ajena. La llave penetra gira una vez, dos, la puerta gime cuando Juana la empuja. En el cuarto del fondo se oye la tos de su madre, enferma desde hace tiempo. 

Su mano encuentra la llave de luz en un movimiento automático. El tuboluz la baña en un blanco azulado como de film de los 70s de esos que solía mirar con su madre los domingos en las matinés de la tele. El recuerdo del olor a tortafritas la invade mientras gira y cierra la puerta. Siempre es lo mismo, primero por delante, y luego por detrás. La cerradura goza el roce metálico de la vieja STAR. 

Deja la mochila y la campera tiradas sobre un sillón que ha vivido por tres generaciones en su familia y camina hacia el baño. Una nueva perilla, una nueva luz, esta vez de tonos anaranjados. Hasta en el baño el otoño es omnipresente. el botón del vaquero le da algo de trabajo, este verano engordó un par de kilos, sentada preparando los exámenes de primer año, o mirando tele, lejos del sol y de la playa atestada de pobres que habitan la ciudad cada enero, y porfìan en llenar la playa con sus cuerpos semidesnudos y el sonido del trap que brota de parlantes cilíndricos azules, rojos o negros, transformando el paisaje de olas marrones y arenas sucias en una tortura sonora.

-Sos vos Juanita? 

-Sì ma, ya voy. Dejame ir al baño antes.

Juana encuentra el cierre, destraba el jean de sus caderas y se sienta. Siente el alivio que le da liberar la presión de la orina en su vientre. Siente el calor del lìquido subiendo. Huele el dejo entre dulzòn y picante de su propio meo. Oye el ruido del chorro contra el esmalte. Se seca, dos veces, se sube la bombacha breve de algodón. lucha nuevamente con el botón del vaquero. Se lava las manos con dedicación. Sonríe frente al espejo. Sus rulos castaños tienen el mismo color de las hojas caídas que pisa en la vereda cada mañana caminando desde la ciudad vieja hasta el normal. 

Apaga la luz del baño, cierra la puerta. En la cocina llena la jarra eléctrica y la enciende. Mientras arma el mate piensa en que mañana será viernes, y que los niños suelen estar contentos los viernes, y más cuando es el último viernes antes del descanso de turismo. Recuerda el vértigo de los viernes cuando era niña, la sensación de vacaciones a punto de llegar. El tránsito exaltado por las últimas cuatro horas de obligación antes de volver a la casa a las horas de dibujitos en la tele y juegos en el patio con sus dos hermanas. Antonella la mayor y Lucía, la menor. Juana es la del medio. Un puente entre las otras dos niñas que la buscan como aliada o como guía, según el día, y la circunstancia. Anto es maestra, y migró a San José donde da clases. Prepara su concurso, y hasta no salvarlo, deberá optar por horas eternas en buses que la llevan a la periferia, o mudarse a pensiones de mala muerte en las ciudades cercanas. Anto prefirió irse.

Lucía aún cursa quinto año de liceo. Seguramente siga el camino de las mayores y vaya al normal. Son cuatro o cinco años de leer fotocopias, aprender los modos, vestir túnica, soportar maestras viejas y viejos verdes metidos a profes y luego la sacrosanta túnica blanca y la seguridad del trabajo que nunca acaba. La certeza de tener una profesión. Mal paga y desacreditada, pero profesiòn al fin y al cabo. Zafar de ser cajera de supermercado o vendedora de Tiendas Montevideo. Con suerte, tener un buen casamiento, o dedicarse a conocer lugares del interior.

Juana piensa que le gustaría trabajar en el este, en la zona donde las playas tienen horizonte verde y la arena dorada es bañada de espuma, y las olas tejen una mùsica rítmica, diferente del agobio de la ciudad. Sobre todo de la ciudad en otoño, en que todo agoniza lento y sin futuro, como su madre que ahora sonríe, tendida en la cama, y se pone los lentes mientras enciende la tele, porque ya son las cuatro y los viernes no puede faltar Esta boca es mía, “que siempre conviene saber las noticias nena, si no, una es una tonta que no sabe donde vive”.

Juana sonríe y se sienta a su lado. Juana odia el otoño, tanto como la monotonía, o la manía materna de repetir todo, como una sacrosanta rutina a la que no se puede fallar. A Juana le haría bien que su madre no estuviera allí, hoja de otoño, ocre anuncio de la muerte que se repite cada año sin cumplirse. Juana se suelta de la mano de su madre, toma la almohada, en el gesto habitual de ajustarla a su espalda. Sólo que esta vez, gira el cuerpo y apoya la almohada de plumas en la cabeza de su madre y se le tira encima. 

Como hoja caída, con todo el peso de su cuerpo sobre la cabeza de la madre que sacude manos y piernas y se ahoga lentamente, peleando apenas contra la falta de aire que se la lleva, como debió llevarsela un infarto años antes, o un dios piadoso si lo hubiera. 

Juana se levanta, toma a su madre de las piernas y la estira hasta dejarla acostada, como siempre está cada tarde cuando ella llega. Acerca la estufa a gas, y abre la llave de la garrafa. Sube el volumen de la tele, cierra la puerta del dormitorio, toma la mochila, sale del apartatmento, y sin hacer ruido vuelve sobre sus pasos. Treinta minutos después se sienta en la biblioteca del normal, con un tratado de pedagogía del siglo XX en sus manos. 

Está aun sacando apuntes cuando recibe la llamada de su vecina. El olor a gas los alertó y ahora hay una ambulancia y un patrullero en la puerta. Juana suspira, y piensa que deberá consolar a su hermana menor, ahora que ya son huérfanas. Luego devuelve el libro, se enjuga una lágrima, y en la calle detiene un taxi. Su vida la espera. 

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Edh Rodríguez

Nació en Mercedes en 1972. Escuchador compulsivo de rock, pop, blues, jazz y otras yerbas. No le incomoda ver cien veces la misma película, ni leer de nuevo los mismos libros de siempre. Sigue sin saber bailar tango.

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