Fiebre

F

Los dragones llegaron desde tres puntos diferentes, cayendo con su lluvia de fuego y aliento a azufre sobre las torres de apartamentos del barrio histórico de la ciudad. Desde tierra, como en una escena de la Segunda Guerra Mundial, la artillería intentaba  en vano derribar a aquellos seres de pesadilla. 

Mujeres, hombres, viejos y niños corrían aterrados inundando avenidas y calles secundarias, donde los atascos de tráfico propiciaban la masacre cuando aquellas bestias aladas se lanzaban en su vuelo mortal siguiendo el prolijo trazado de la ciudad.

Salté en la cama, aterrado, bañado en sudor. A mi derecha, la ventana dejaba entrar la luz de las cinco de la tarde en mi casa pequeña en una de las infinitas laterales montevideanas. Planta baja con un apartamento gemelo encima. Construcción añeja cercana al centro y, factor decisivo, alquiler barato. Humedad de cimientos y sombra todo el invierno desde que construyeron un edificio de quince pisos en la vereda de enfrente. Apartamentos mínimos llenos de estudiantes y migrantes, mi calle montevideana es la menos montevideana de todas las calles. Los acentos de los pana que siempre andan en alguna vaina rara, se entrelazan con los dale tú que te toca a ti de los rochenses y los ¿no é? de la barra de Tacuarembó que hace asado en un medio tanque los domingos al son de la cumbia y la previa de los partidos de Nacional.

La cabeza estalla de dolor, tanto que dudo si me despertó la pesadilla o la potente cefalea -estudié medicina unos años, abandoné por motivos que no caben aquí-, me dirijo al baño y me meto bajo la ducha. Agua tan caliente como puedo tolerar, jabón bajo los brazos, la entrepierna, el cuello bajo el cabello. No puedo ni pensar en someter la cabeza a un round de dedos frotando con shampú.

Envuelto en la toalla, chorreando agua, voy hasta la cocina. Agua mineral fría, una Novemina, media manzana, y de nuevo a la cama. Dejo la toalla sobre la almohada para que absorba algo del agua del pelo. Intento escuchar la radio en el celular, pero no tolero el volumen. 

La cuenta de hisopados, positivos, pacientes en CTI  y muertos es un sinsentido que me deja extenuado. Un morbo colectivo que cuenta números, y se engorda a sí mismo en la espera de un milagro. Las vacunas, lentas, espaciadas recién van instalando en la gente su promesa de inmunidad o, al menos, reducción de daños. Cada vez que al salir de casa debo colocarme un barbijo deseo ser dragón para eliminar de un solo soplo esa inmunda pieza de TNT que no sirve más que para borrar la expresión de todo rostro. La calle es un desfile de muertos en vida, con el espanto grabado a fuego en el fondo de las retinas. Terror que vira al odio con un estornudo.

Seguramente me dormí pensando en ser dragón y de ahí mi sueño. 

La médica que me visitó a la mañana me tomó la presión y la temperatura, me preguntó si había logrado pasar un día sin fiebre y sin antipiréticos. Le respondí lo mismo que al médico que me llama por teléfono cada dos días. 

—¡Ojalá! Estoy tomando pastillas para el dolor de cabeza y la fiebre cada cuatro horas.

—¡Es cada seis!

—Venga ud a tener mis dolores de cabeza, entonces —, respondí con mi afiebrada cara de pocos amigos.

—Necesitamos hacerle una plaquita, y una muestra de sangre. La fiebre no puede durar más de cinco días

—Ya van once.

—¡Por eso mismo! Le hacemos un estudio de sangre y le pedimos la placa. Ya se la coordino para hoy mismo—. Escribía con dos dedos sobre una tablet.

Apenas se marchó recuerdo haber llevado la botella de agua mineral hacia la mesa de luz, y dos mandarinas ya peladas en un plato. Di cuenta de ellas rápidamente, el cuerpo me reclamaba a gritos vitamina c; y me quedé dormido. El aire acondicionado, al que siempre llamé aliento de dragón, encendido en 25 grados sobre mi cabeza seguramente haya ambientado mis sueños de terror alado.

Ahora, tras la ducha y la nueva pastilla, intentaba dormir, o al menos tener los ojos cerrados. Lo más complejo de la fiebre persistente y el dolor de cabeza que la ha acompañado desde hace una semana y media, es vivir en una especie de ruido blanco -¿cómo le explico el ruido blanco a alguien que no haya escuchado cassettes?-; una lluvia de estática que nunca llega a ser intensa, y nunca acaba. Un verdadero agobio. 

Los huesos no han dolido para nada, las articulaciones tampoco. No tengo mayores dificultades para respirar. Cuando el dolor da un respiro miro series en la tv aprovechando una app gratuita que me pasó una amiga. Band of brothers es un seriún. Tal vez allí esté el resto diurno de la artillería instalada en las calles, inútil ante una lluvia de fuego que derrite hasta los adoquines del empedrado. Me dejo acompañar por la historia de estos veteranos de la segunda guerra como si verdaderamente de mis hermanos se tratara.

No quiero dormirme, estoy pendiente del celular. Corrí la cortina, filtra la luz y me permite cierta intimidad. Desde que me diagnosticaron todo ha sido un encierro surreal. Llamé al celular de la verdulería, expliqué la situación. No tienen POS, pero me conocen desde que se instalaron; una pareja joven con acceso a los quinteros y pequeños productores de montevideo rural. Eliana me dice que —¡de ninguna manera!, yo le anoto y cuando le den el alta usted me paga—.

Podría pedirle a la vecina del apto del fondo que vaya al cajero, pero la vieja está aterrada, y seguramente no quiera ni arrimarse a la puerta de un enfermo de COVID. Además, nada garantiza que no vaya a meter mal el PIN o algo así y termine generándome un problema extra.

Tampoco es que tenga demasiado apetito estos días. He pasado a fruta y ensaladas. Alguna galleta sin sal, huevos duros, arroz, atún en latas, queso, bananas, manzanas y naranjas, muchas naranjas.

Cama, baño, cama, series, ducha, cama, radio, cama, ducha. Más o menos esa es mi rutina, con un progresivo desajuste de los horarios. Como cuando tengo hambre, bebo muchísima agua mineral, duermo cuando el cuerpo lo pide, trato de caminar unos metros por día, yendo y viniendo en el living del apto, como un preso. 

***

La tarde de pesca ha resultado estéril hasta ahora. Mi amigo Ubaldo y yo estamos sentados en el muelle desde hace horas. Tenemos una edad indefinida entre los últimos estertores de la infancia y las primeras erecciones de la pubertad. Los cuerpos invadidos por la falta de armonía de sucesivos estiramientos y golpes de hormonas traducidos en piernas extrañamente pobladas de vello, voces que pasaban del más grave de la cuerda al sobreprimo en una sola frase; y una brutal curiosidad por todo lo que tuviera que ver con la cambiante anatomía de nuestras compañeras de clase, o las vecinas de las viviendas.

Pescábamos con aparejos, arrojados a la distancia y luego enrollados un dedo a la espera del tironeo que alertaba de la actividad en el otro extremo de los treinta metros de tanza. Con mucha vaquía, cada uno tenía un aparejo arrollado al meñique mientras en la cercanía nos dedicábamos a sacar mojarritas que habitualmente terminaban siendo el almuerzo del gato de la abuela de mi amigo. Un manchado viejo y gordo que nos miraba con devoción cuando llegábamos con el balde lleno de pececitos plateados que nadaban apretujados en diez cm de agua.

De pronto mi amigo gritó, dió un respingo que le hizo perder el equilibrio y cayó sentado en el hormigón caliente del muelle. Soltó el mojarrero y debí hacer un esfuerzo de coordinación para evitar que cayera al agua.  Reímos de buena gana mientras Ubaldo se ponía nuevamente en pie en el mismo momento en que su boya se hundía hasta perderse de vista.

Luchamos unos diez minutos con lo que fuera que se escondía bajo en agua bien enganchado en el pequeñísimo anzuelo del mojarrero. En lo más encarnizado de la lucha, al lado de los postes del muelle emergió un bagre enorme, de unos dos kilos o más, y comenzó a danzar sobre su cola a ras del agua. Agitaba los bigotes como si fueran brazos y tarareaba el inicio de I feel free de Cream. Volví a despertar, esta vez sacudido del sueño por el sonido del celular.

Finalmente la mutualista cumplía su promesa de llamarme tras el mediodía. 

—Buenas noches Sr. Zubillaga, ante todo quiero pedirle disculpas a nombre de la mutualista y del sanatorio. Nos desbordó la situación y no pudimos ir a buscarlo en el correr de la tarde tal como se había coordinado—. Nadie pide disculpas de formas tan deslactosadamente profesional como un telefonista de hospital.

—Sí, entiendo.

—Según veo en su ficha, hay que tomarle una placa de rayos X y una muestra de sangre, lo cual nos deja, a esta hora con dos opciones—. La espera de casi 13 horas derivaba en la responsabilidad de decidir entre opciones. Nada como la libertad de mercado aplicada a los servicios de atención al usuario.

—Dígame, pues— mi voz pausada y elegante ocultaba a la perfección el enojo de haber sido arrancado de un sueño prometedor y con una envidiable banda de sonido.

—O bien es el primer anotado para mañana en la mañana, con lo cual lo pasaríamos a buscar a la hora seis o -si ud lo prefiere-, lo traemos ahora en unos minutos y se vuelve en la misma ambulancia. 

—¡Ajá!. Bien. Vengan nomás ahora, así ya salimos de eso.

—¿Está seguro? Porque el primer traslado disponible puede estar ahí sobre las 0. 30—. Debí haber sospechado que el “en unos minutos” era un mínimo de tres cuartos de hora, pero tiendo a ser impaciente, y más en las esperas médicas. —¿Seguro que no prefiere dormir y ser trasladado mañana?

—No, no. Cuanto antes, mejor.

El diálogo telefónico había ocurrido a las 23 45 de un martes a fines de mayo de 2021. El COVID se llevaba gente a paladas, el miedo era un frío oscuro que se colaba por las rendijas de puertas y ventanas, por los agujeros de todas las cerraduras.  Arrancado de cuajo de mi sueño de pesca de río, agotado por diez días de fiebre y el stress de más de medio día de espera, no logré siquiera barruntar las implicancias de la pregunta final del amabilísimo coordinador de logística ¿está seguro?. El demonio, como el blues, tiene mil tonos con los cuales seducir incautos. Y allí estaba yo, virgen, e ingenuo parado en el cruce de caminos ante la dulce promesa de un trámite rápido. 

Me dispuse a aguardar la llegada de la ambulancia. Una nueva ducha hirviente para quitarme de encima la pátina de sudor seco de la fiebre. Tuve extremo cuidado de no mojarme el pelo que ya era una suerte de peluca estilo Luis XVI: dura, ensortijada, llena de caspa y con el inconfundible olor de las cabelleras que no han sido tratadas con agua y shampú por más de una semana.

Con un deportivo azul gastado, tres capas -remera, buzo de algodón, chaleco de lana gruesa tejido por mi vieja- de abrigo y, -para la salida- una tartán casi translúcida por el efecto de años de uso; todo un árbitro de elegancia.  Si algo recordaba de las emergencias era la presencia omnipresente de los aires acondicionados. Médicos y personal hospitalarios tienen una fe ciega en la estrategia de Pasteur. Te congelan en verano o te asan en invierno.

Tomé el celular, cerré la puerta, la reja y me paré en el zaguán bajo el balcón del apto del piso 1. Una garúa finísima había comenzado a caer, nunca supe cuando.

La ambulancia se detuvo frente a la puerta.  Me forzaron a aguardar que bajaran una silla de ruedas. Les dejé hacer. Protocolos. Si quieren romperse la espalda lidiando con mis 120 kilos cuando puedo dar dos pasos y subir solo a la fucking ambulancia, be my guest. No soy un hombre afecto a los médicos y sus modos.

La silla es estrecha, diseñada para una ambulancia. Alta, con un apoya pies y posabrazos altísimos. Apenas quepo, con la espalda a 90 grados de los muslos, los brazos trabados y los pies sobre dos plataformas que separan el cuerpo unos veinte centímetros del piso. Me colocaron de frente a la puerta corrediza del lateral de la enorme combi, a fin de cuentas una ambulancia es una combi con una camilla estrecha, una silla de la inquisición, y dos cajas con agujas, vendas, y droga de la rica; y ataron la silla a la pared opuesta. 

Llegamos al sanatorio, -treinta cuadras llenas de frenazos, a pesar de ir a una velocidad de caracol en el asfalto montevideano que era un verdadero piso enjabonado a esa hora-, mi enfermero me comunicó que iba a anunciar nuestra llegada. Lo imaginé gritando —¡Ohé, del castillo! bajad el puente levadizo que aquí llega Sir Moncho de Zubillaga y la Cuneta—. 

No hubo puente que bajara, ni trompas que anunciaran la llegada del paciente ocho mil setecientos veintisiete. Tan solo la cara de circunstancia del enfermero. Cual paje agobiado por las malas nuevas dijo mirando mis pies: —Están saturados, tenemos que esperar un momento que quede libre un sitio.

Dos horas después, entumecido en mi trono de marqués de las cabriolas, ingresé a la sala de emergencias. Me dolían todas y cada una de las vértebras.

A mi derecha, dos mujeres lívidas hacían esfuerzos ingentes por respirar tras las máscaras de oxígeno. Un hombre mucho más joven que yo, tosía y se agitaba hasta quedar violeta. Tenía la muerte pintada en el rostro, pero nadie parecía dispuesto a comentarlo. Me bajaron de la silla y me depositaron en un sillón -cuerina negra gastadísima, posabrazos flojos por el uso, levemente reclinada-, chequearon mi número de cédula mientras me tomaban la presión, la temperatura y me preguntaban el motivo de consulta. Una enfermera de buen pulso me tomó la muestra de sangre y me informó que el radiólogo tenía hasta dos horas para llegar. Ya lo habían llamado, porque había otras pendientes.

Pedí un vaso de agua, y me señalaron un dispensador. Alguien me entregó un vaso de plástico, que me pareció más un dedal que un vaso. Bebí dos, sintiendo el fresco del agua bajando por la garganta. La temperatura -que nunca había bajado de 38,8 en toda la semana, ya era de 39,5. Volví a sentarme, temblaba como una vara. Frente a mí, una enorme televisión en mute, transmitía una jornada de la UFC. Hombres y mujeres más tuneados que auto de narcotraficante, exhibían músculos y gesticulaban. Cada veinte minutos, se enfrentaban por parejas. 

Mi avión llevaba las alas a ras del agua. De esa forma bajo el radar, me volvía invisible al enemigo. El pesado torpedo aire-tierra era casi un ancla. Apenas llegara a la costa, tenía menos de un minuto para elevar el F47 a mil metros de altura y haciendo una peligrosa maniobra quedar frente a la torre artillada del cuartel general de las fuerzas de Sauron Aparicio, primero de su nombre, emperador del Delta Transoceánico y las mesetas de Akinostán.

Mi misión era sencilla y suicida. Colocar el F47 en un ángulo de 60 grados, ascender tres mil metros, girar describiendo una herradura, descender en picado y disparar mi carga mortífera contra la base de la torre, en el sitio en que nuestros espías habían descubierto un polvorín subterráneo situado apenas fuera de las gruesas murallas. Si el torpedo lograba penetrar la débil capa de tierra el estallido provocado sería fatídico no solo para la torre y sus soldados, sino -y esto era la razón de fondo de la misión- para los dragones que se encontraban cursando su celo bianual. Quince días durante los cuales aquellas bestias de fuego y destrucción se apareaban produciendo lo que en años sería la más mortífera flotilla que mi planeta habría visto.

El ángulo y la velocidad en la que debería llegar para que el disparo fuera efectivo, y la esperada explosión en cadena que provocaría, hacían virtualmente imposible que pudiera re-elevar el avión o eyectarme a la merced de los vientos, la onda expansiva, un paracaídas y la furia desencadenada en las fuerzas enemigas por el daño irreparable que buscaba ocasionar.

El mar de aquel planeta tenía un color tornasolado y se agitaba en olas espumosas sobre las que mi avión en mach 2 trazaba una estela brillante bajo la luna de reflejos rojos. Repasaba mentalmente el plan de vuelo, atento a los relojes que me indicarían el momento exacto de despegarme del mar como un delfín en pleno salto; cuando ví frente a mí levantarse un bagre del tamaño de una ballena, cuyos bigotes hicieron estallar los vidrios de la cabina. El aire me faltó, una lluvia de cristales daba contra el visor de mi casco. Sentí un ardor bestial en el pecho.

La voz de la enfermera y su mano sobre mi hombro me arrancaron del tercer sueño del día. Abrí los ojos, la luz del tubo era cegadora. En la pantalla frente a mí una mujer de abdomen marcado y pechos pequeñísimos miraba al entrenador que le colocaba cera en los pómulos, en un último rito antes de saltar al ring.

Miré la hora. Las 5 de la mañana. Míster “ya llega” encargado de “la plaquita” esperaba por mí. Me ponía de pie con dificultad cuando ingresaron dos hombres empujando una camilla vacía. El hombre del respirador fue colocado sobre la misma, sin mucho miramiento, y los enfermeros corrieron con él rumbo a la estadística. Una de las mujeres rompió en llanto, y se ahogó. La que estaba a su lado le tomaba la mano y buscaba consolarla con la mirada, mudas ambas. 

Una tercera mujer, de mi edad, con un sobrepeso importante ingresó y fue colocada en el respirador. Tuvo un acceso de tos que duró hasta que los camilleros volvieron y emprendieron con ella una nueva retirada.

Me indicaron una puerta, caminé. Un hombre con cara de recién levantado me indicó que me quitara el buzo de algodón y la remera, y que por favor no me dejara nada de metal encima. El frío de la chapa a la que me abracé para recibir la radiación fue aun más delicioso que el agua que había tomado dos horas antes. 

Las tres horas siguientes son una sucesión de imágenes en las que mujeres con cara de pocos amigos y hombres más ocupados de sus apariencias que de la lucha intercambiaban golpes de puño, patadas fallidas, y abrazos pretendidamente inmovilizadoras. Una mole de 2m 15 de altura y 150 kilos de peso aguardó pacientemente seis rounds hasta que logró capturar en sus tentáculos al ágil filipino que había corrido a su alrededor intentando encontrar un hueco en su guardia para descargar un golpe efectivo.

Cuando cometió el error de ingresar en la guardia de la mole, un hombre de rostro mongoloide y mirada inyectada en opio, fue atrapado como una cucaracha por un gato y nada pudo hacer. La mole se limitó a ponerse de rodillas para luego tenderse de costado en la lona con su presa firmemente trabada entre sus brazos y su vientre prominente. Luego sonrió a la cámara y giró. Permaneció un minuto entero sobre el filipino que fue retirado tan lívido como las dos mujeres que seguían tosiendo a mi lado.

Una doctora joven me explicó la placa, los resultados de la sangre, me indicó un anticoagulante y un corticoide, y me dijo que en breve me llevarían a casa.

A las 7 30, una hora y media después del cambio de turno, una nurse se acercó y me preguntó mi nombre y qué aguardaba. Me tocó la frente y musitó —está ardiendo. Me llevó a un box, me colocó en una camilla, me tapó y me colocó dos almohadas bajo la cabeza. Me trajo un vaso de agua y un antipirético. Cuando volví a dormirme me estaba explicando que habían olvidado coordinar mi regreso. Me despertaron a mediodía para llevarme a casa. La fiebre había bajado bastante, la cabeza ya no me dolía, las mujeres de los sillones ya no estaban y no quise preguntar. 

Mientras me bañaba caí en la cuenta: los sillones de la sala de emergencia son muy buenos para tener sueños, pero las camillas no. Otra de las rarezas de este planeta infestado de dragones desde que los crían en torres junto al mar tornasolado de las mesetas de Akinostán.

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Edh Rodríguez

Nació en Mercedes en 1972. Escuchador compulsivo de rock, pop, blues, jazz y otras yerbas. No le incomoda ver cien veces la misma película, ni leer de nuevo los mismos libros de siempre. Sigue sin saber bailar tango.

2 comentarios

  • Está muy bien logrado en el relato, el desvanecerse por la fiebre y soñar en ese estado.
    Se describe muy bien el manejo del sistema de salud y sus fallas.
    El sueño de los dragones no pude evitar asociarlo a una serie muu conocida.
    Gracias por el relato.

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