¡Segundos, afuera!

¡

MD ML ER… La máquina

I

El tío y el sobrino formaban una dupla de alto contraste, mientras marchaban a ver una jornada de boxeo en el hotel Conrad de Punta del Este. El veterano era un hombre retacón, bastante pasado de kilos y de canas. Sereno al andar y al hablar. El joven en cambio, era alto y desgarbado. Cuando hablaba, gesticulaba tanto que parecía sordomudo. Quienes los vieron marchar desde la terminal de ómnibus al lugar donde se realizaría la pelea, podrían asegurar que el Quijote y Sancho Panza habían invertido los roles. Mientras el tío rememoraba peleas míticas o boxeadores legendarios, el sobrino se maravillaba al descubrir el lujo del balneario más top de Sudamérica. Por momentos mantenían un diálogo esquizofrénico. Así y todo, ambos estaban contentos.

Esta era la segunda vez que tenían una salida juntos. En la primera, Esteban (el sobrino) tenía nueve años y su tío lo había llevado al Parque Rodó, para que sus padres pudieran separarse con la tranquilidad de poder insultar y echarse en cara todo lo necesario, sin la presencia del vástago de la familia. Esteban recordó por siempre las palabras de su tío Juan, cuando cerraba la puerta de calle. “¡Segundos afuera!”, gritó desde el umbral y dio un portazo que ofició de campana entre los dos contendientes. Ahora, con diez años a cuestas, ambos volvían a salir juntos. Solo que en esta oportunidad, las heridas le dolerían a otros.

Juan amaba el boxeo. Sostenía que en este deporte se encuentra una de las claves para poder entender los menesteres de la vida. En un momento de la conversación durante el viaje desde Montevideo a Punta del Este, el tío transmitió su teoría, casi como una verdad revelada. “Vos te preparás, te esforzás, te concentrás y te sacrificás, pero más acá o más allá, la vida te va a hacer subir al ring y te va a reventar a piñas. Podés salir bien, mal o regular. Pero siempre sabiendo que va a venir otra pelea después de esa”. Esteban asentía mientras pensaba si en el hotel habría alguna minita. Pero Juan hablaba más para él que para su sobrino. 

Cuando llegaron a la entrada del hotel, ambos rostros tenían un brillo especial. Los dos sentían que aquello sería un momento único, porque era como pisar un templo. Uno, porque vería una jornada de pugilato internacional en vivo, luego de varios años. El otro, porque estaría entrando por primera (y posiblemente única) vez, al lugar que veía por televisión cada verano, mientras conductores y modelos se llenaban de gozo hablando de su propio gozo.

II

Juan tenía especial interés en la primera pelea del doble fondo. El combate final sería entre dos pesos pesados, cuya mayor virtud consistía en tener la mano pesada como una bala de cañón. O sea que sería una lucha tan funesta como ver el choque de dos camiones viniendo de frente. En cambio, tenía mucho más atractivo la pelea por el peso semipesado entre el campeón uruguayo, Dario Farías, proveniente del Villa Teresa y la joven promesa del histórico Palermo Boxing Club, Bryan Silveira. 

Farías, más cerca de los cuarenta que de los treinta, venía reteniendo el título a fuerza de peleas contra retadores dispares, que le dieron varios dolores de cabeza. De todas maneras, “El Trompo” era un tipo con mucho más maña que fuerza. Solo que la llegada de Silveira, que en sus últimas presentaciones mostraba un estilo rápido y agresivo, prometía un buen intercambio de golpes.

Los dos primeros combates, sirvieron para que Juan pudiera explicarle a su sobrino, cuestiones básicas del deporte, pero también del ambiente. El veterano le explicaba al flamante mayor de edad, como utilizar el cuerpo para la lucha, mediante frases poco técnicas y algunos ademanes. 

III

Farías, un hombre de color oliva y serio como un funebrero, se hamacaba lento de izquierda a derecha en el rincón azul mientras el presentador pronunció su nombre. Levantó el puño izquierdo, en un gesto automático, programado para el protocolo. Su mente estaba puesta en el rincón rojo. En cambio, del otro extremo del cuadrilátero, un joven regaló una sonrisa tan amplia como blanca, que contrastaba con el azabache de la piel. Le tiró besos a la cámara y dio unos saltos.

El árbitro hizo las últimas advertencias antes de dar el inicio a la pelea. Apenas los contendientes cambiaron su postura corporal al sonar la campana, Juan se concentró en el retador. Bryan era el hijo de Nelson Silveira, un boxeador de la época en que Juan manejaba talentos en su gimnasio. “Los Silveira no son gente fácil”, comentó en voz apenas audible. Esteban le preguntó por qué. Juan prefirió guardarse el motivo y fingió mayor interés por la lucha. 

***

Nadie te regala nada

—En Palermo nadie te regala nada, chupapija, nada. Acá nacés y ya está, te cagaron la vida, o te la cagaste. Punto.

»Mis viejos, vivían en la esquina de Redruello y Gonzalo Ramírez, en la ochava del lado este. Una casa que desde fuera parece un local comercial eternamente abandonado, de ventanas enormes, cortinas metálicas a media asta por fuera, y cortinas floreadas -eternamente desteñidas- por dentro. Velos montados en vano, que no lograban brindar privacidad a lo que llaman vida de familia. 

»Bajo la superficie, a salvo de miradas indiscretas, sin más luz que la artificial, ni otra salida que la escalera estrecha y empinada; un enorme sótano sin divisiones es el escenario en que mis cuatro hermanas y yo nacimos y vivimos hasta que a trompada limpia logré comprarles un apartamentito en la calle Trueba. Un apartamento lleno de luz y aire fresco, y no como esa cueva de ratas en que pasé desde que nací hasta que cumplí 18. Unos días antes, también a trompada limpia, había logrado sacar al hijo de puta de mi viejo de la casa en que nací, pero esa es otra historia.

»En ese sótano, se dormía, se miraba la tele, se hacían los deberes bajo la lámpara de 60 siempre mugrienta de cagadas de moscas. En ese sótano mi viejo la garchaba de pesado a mi madre, cada vez que volvía borracho de la cantina del Municipal. No sé mis dos hermanas mayores, ni yo mismo, pero las dos más chicas estoy seguro que fueron concebidas en uno de esos polvos que le echaba entre insultos y puteadas a mi vieja, más preocupada en no hacer ruido que en cerrar las piernas. 

»Arriba se recibía a la gente que traía costuras para mi vieja, y se cocinaba, o se pasaban horas haciendo nada en un sofá tan añejo como desvencijado. Allí el grabador Phillips de mi viejo era la banda de sonido. Kesman los fines de semana, la Sport 890 de lunes a viernes. A la tarde, la Montecarlo, la quiniela, y a la nochecita la Hora 25

»En la escuela 5 me hice rápidamente fama de peleador. Estaba en tercer año cuando acosté de un derechazo al matón de sexto que le robaba la merienda a las gurisas de su clase o a los gurises más chicos. Lo enfrenté sin temores ni dudas, le hice tres fintas y le metí un puño bien cerrado y apretado en el vientre, apenas abajo de las costillas. El infeliz se dobló de dolor y entonces, sin saberlo, metí mi primer ‘áperca’; sonó como bolsa de papas el ruido sordo de sus rodillas contra el hormigón del patio cuando cayó

»Llamaron a mis padres ‘a ambos’ dijo la directora. Me suspendieron por dos semanas, y me llevé una paliza de mi padre, apenas entramos al sucucho que llamábamos casa. Pero cuando volví a clase, justo antes de las vacaciones de primavera, ya no tenía las marcas del cinto en las piernas, y mis amigos me recibieron como se recibe a un héroe

»De sexto, con trece años, pasé derecho a la UTU, y lo más importante, al Palermo Boxing. Allí el Ñato Domínguez me pasó toda su sabiduría. Mis músculos crecían a fuerza de cuerda, kms de carrera en la rambla, lagartijas y -apenas cumplí los 15-, de gimnasio. Porque el Ñato tenía todas las mañas del mundo, pero no te iba a dejar que te destrozaras levantando mal un peso.

»A los 16 noquée a un fulano de 22 años en una pelea en el Peñarol. Era un evento televisado, y mi pelea, que era la primera, la vieron no más de treinta personas. Pero uno era el Ruben que escribía de boxeo en el Últimas Noticias. Y otro era el Pulpo D’avenia, que desde esa noche fue mi representante. Él me hizo entrenar como nadie, él me consiguió peleas necesarias para hacerme un nombre, él me llevó de gira por el sur de Brasil y por el litoral argentino. Me hizo un nombre.

»Para los 17, con mi metro ochenta y dos, y mis casi 80 kilos de músculos, era un toro imparable. D’avenia, gordo, bajo, de eternas camisas negras abiertas, pantalones de vestir de tonos grises y zapatos de salón, me decía siempre, ‘sos un gigante, pibe. Un gigante como Goliath’. Me encantaba ese nombre Goliath, sonaba enorme, invencible. Aunque la prensa me llamaba el Toro de Palermo. 

»Esa noche, estaba todo dado para que fuera el campeón de los pesos medios, y pudiera dar un salto. Mi rival era un viejo de apellido raro. Ulman, Gulman, algo así. Un veterano, pesado, conocido en el ambiente porque hacía siete años retenía el título. Boxeaba bien el Martillo, pero ya estaba lento.

»Todo mi entrenamiento se había basado en tres cosas esenciales. Mantener la velocidad y la movilidad, como para cansar al viejo en los primeros rounds y poder atenderlo a gusto después. Trabajar mi izquierda para poder mantenerlo a raya. Ullmann era lento de ese lado y la idea era llevarlo por allí hasta que descuidara la guardia y pudiera castigarlo duro con la derecha. Mi larga derecha, pesada y arrolladora, como una manada de toros a la carrera

»Nunca ví toros corriendo. Apenas esos toros con jorobas de los americanos, en las películas de indios. Un animal medio tontón, el búfalo. Una vez vi un video de música con miles de búfalos que corrían a un precipicio y saltaban. O son toros tristes, o se dan manija y ni miran. Ninguno sirve para boxear.

»Esa noche era especial. La pelea iba a ser en el Sheraton, el hotel más top de Montevideo. Un lugar lleno de conchetos montevideanos y porteños. Desde el mismo vestuario se podía sentir el olor de esos perfumes caros que usan todos. Y todas. Porque concheto no te va al boxeo si no es para mostrarle a su chango o su mujer, o su noviecita del colegio inglés que es un hombre que sabe apreciar cómo dos hombres pobres y llenos de odio se dedican a demolerse

»Cuando después de la llegada, el pesaje, el almuerzo, la siesta que no dormí porque nunca logro dormir en dia de pelea, los masajes del manotas Garrido, las advertencias finales del Ñato y los consejos cancheros de D’avenia me dispuse a subir, ya estaba tranquilo.

»Con un paso lento y confiado, una mirada de tigre enjaulado super ensayada, y mi mejor sonrisa para las cámaras, llegué al ring, subí, y me fui al rincón. El Ñato me terminó de pasar cera sobre las cejas, y en los pómulos. Garrido me había vendado con extremo cuidado y ahora me ajustaba los guantes, para que todo estuviera listo. El protector, y ¡de pie!

»Ullmann estaba parado frente a mí casi diez centímetros más bajo, una mole de hombros levemente caídos. Sus brazos cortos brillaban bajo las luces. Se le notaba cada músculo del pecho, y de los brazos. No le decían Martillo porque sí nomás. Me miró sin mirarme. Por un momento sentí que en el fondo de sus ojos había una mansedumbre como de agua de pozo. Una quietud oscura, profunda, que me hizo sentir por primera vez sobre el ring algo parecido al miedo.

»Extendiò los brazos hacia mi, chocamos los puños, el árbitro nos repitió la monserga habitual, ‘nada de golpes bajos, peleen limpio, que gane el mejor’, y nos largó. Durante casi dos minutos del primer round fui una pantera, larga, morena, brillante, musculosa dando vueltas alrededor de la presa. Soltaba cada tanto golpes rápidos con la izquierda, buscando la guardia de su mano derecha

»El viejo apenas atinaba a parar mis golpes. En uno de tantos, la mano demoró en bajar y tiré otro, le acerté en plena cara. La cabeza se le fue apenas atrás. Aproveché y lo busqué con la derecha. Un gancho perfecto… al vacío. Ullmann había retirado la cabeza de oso viejo, sus cejas y su nariz aplastada ya no estaban. Entonces sentí en las costillas el golpe seco de su izquierda, y sin darme cuenta los dos golpes cortos de su derecha en el plexo. Quedé sin aire y apenas alcancé a abrazarlo para evitar que me sacudiera la mandíbula.

»Durante diez segundos hizo un bordado con las dos manos en mi abdomen. Las costillas de abajo, los riñones, el bazo, el hígado. Todo me ardía mientras abría la boca para tomar una bocanada. Alcancé a rechazarlo y con dos rápidos de la zurda  volví a ponerlo a raya, pero el viejo supo que aunque tengo los brazos largos, yo era alcanzable. Y yo supe que algo no estaba del todo bien. 

»Cuando sonó la campana me dejé caer en mi lugar. 

¿Qué hacés Torito? -El Ñato Domínguez no usaba eufemismos- No dejés que se te acerque, te deja sin aire este viejo. Jugá con las piernas; rodealo, atendelo. Y mirá muy bien antes de soltar la derecha, porque quedaste regalado y te surtió lindo. 

Asentí con un jadeo que se escuchó hasta en el bar donde seguro el hijo de puta de mi padre gozaba, viéndome sin aliento, atendido por un tipo más cercano a su mundo que al mío.

¿Tamos? Rápido, movete y tenelo lejos, así sumas puntos y lo cansás. La voz del Ñato, ahora era una caricia. Nunca te soltaba sin una palmada y un consejo certero. El Ñato era un padre.

¡Arriba! ¡Vamos! Ese era el grito del Manotas, que además de masajearte los músculos, siempre, pero siempre, te daba pa’arriba.

»El segundo round fue una fiesta. Aleccionado más por los martillazos del viejo abajo de las costillas que por las palabras de advertencia y aliento de mi entrenador, yo, casi diez años más joven que Ullmann, lo mantuve a raya a pura izquierda, y le di más vueltas que un trompo. Después de un minuto y medio estaba tan mareado el viejo que logré arrinconarlo contra las cuerdas y ahí si, tuve tiempo para hacerle conocer mi gancho de derecha. Dos le metí antes que lograra abrazarme, sin aire y medio atontado.

»Lo salvó la campana. 

Bien, Torito. Bien. Así, así, velocidad y distancia, hasta que el viejo vuelva a perderte el ritmo o a perderse. Si le jugás bien, hasta podés liquidarlo. Fijate, si podes arrimarte cuando lo llevés a las cuerdas, tirale un áperca, probá. 

Siempre con cuidado, pibe, no lo pierdas de vista, ni lo dejes acercar, pero llevalo así que ya casi lo tenés.

»En cuanto dieron el campanazo arranqué, y le solté dos izquierdas, rápidas, afinadísimas. El viejo las abrazó con el rostro, mirándome siempre fijo, desde el fondo del pozo donde vive su alma oscura. Y, de la nada, me sacudió la carretilla de un derechazo. 

»Alcancé a dar dos pasos atrás, pero enseguida lo tuve encima. Martillo Ullmann era un taladro en mis costillas, me las cosió a golpes cortos, uno tras otro. Tuve que abrazarlo para respirar, 

»El juez nos separó, y cuando indicó que reiniciáramos, él comenzó a danzar alrededor mío, siempre lejos, siempre como yendo hacia atrás pero bailaba como un destaque en ensayo, meta moverse.

»Me estaba toreando. Le tiré izquierdas, una, dos, tres, cuatro… Él seguía bailándome enfrente,  un pasito palante y tres pasitos pa trás.

»Me lancé decidido a darle, logré tocarlo con la izquierda, medirle la cara, y entonces solté la derecha como una locomotora, directo a su cara, pero su cara -otra vez- ya no estaba… Hizo una finta, se agachó y me entró abajo, a los músculos de los costados. derecha, izquierda, derecha. 

»Sentí que no podía respirar, lo tenía cerca y entonces tiré de nuevo la derecha, con furia. Ullmann giró dos veces zafando de mi golpe, y acercándose de nuevo, soltó la derecha implacable hacia mi costilla, y yo bajé las dos manos para atajarlo… La izquierda me sacudió la mandíbula como nunca lo habían hecho. Todo se detuvo. los ojos se me fueron para atrás. 

»Recién dos días después, en la tele, ví cómo mientras yo tambaleaba, Ullmann, mirando fijo hacia arriba de mi nariz, soltó la derecha, mecánica como un martillo hidráulico de los que manejaba el hijo de puta de mi viejo cuando salían con la cuadrilla a levantar el hormigón de las calles, porque algo se había roto debajo.

»la espalda es un tablón cayendo plano, muerto sobre la lona.

»la mirada se inunda del blanco de las luces del techo, que de golpe es negro…

»todo es silencio dentro del zumbido agudo de mi cabeza.

»el Martillo de Manga, el judío de nombre raro, tan petiso, tan gordo, tan fuera de forma, me enterró de cabeza en dos tortazos. Esa noche fui Goliath, sin saberlo.

***

IV

Farías ya estaba dando los primeros (y muy buenos) golpes al rostro del Pantera. Pero por algo tenía un apodo felino: dio dos saltos hacia atrás, que dejó tirando un gancho al aire a Farías y se aprovechó del descuido. La piña de zurda que largó el retador, impactó de lleno en la última costilla derecha del Trompo, que tambaleó un poco. Si bien fueron los primeros intercambios de guantes, sirvió de alarma en el cerebro del campeón. Mejor seguir estudiando al rival. 

Juan tenía ganas de volver al costado del ring. Extrañaba la adrenalina de estar pegado al rincón, indicando, controlando y curando. Una sensación que había dejado de sentir en el cuerpo hacía ya casi treinta años. De todas maneras, nunca se le había ido del todo de la cabeza y cada tanto, su pasado le pedía volver. Pero Juan había jurado alejarse de todo aquello. cumpliendo a rajatabla con el castigo autoinfligido. El inconveniente aparecía en momentos como este, en los que sentía lo mismo que un adicto en recuperación entrando al baño de un baile. 

Silveira se replegó. Impuso un ritmo que cansaba al Trompo y que le permitía obligarlo a realizar un mayor esfuerzo de piernas. Juan notó la estrategia y le dieron ganas de correr a gritarle al campeón que no entrara en el juego del Pantera. Pero ya era tarde. Farías descuidaba la derecha y Silveira aprovechaba cada error. La zurda del retador era tan potente y veloz como la diestra, porque tenía la ventaja de ser ambidiestro natural. 

Al minuto del segundo round, Farías conectó dos uppercuts potentes que aturdieron a Silveira. La Pantera pasó a ser un gato temiendo por la presencia del perro más feroz de la cuadra. El campeón, con el oficio que dan los años, convirtió los dos golpes en ventaja para el resto del asalto. Ganó el centro, se plantó firme y se dedicó a castigar el ojo izquierdo del retador. Silveira terminó recostado contra las cuerdas. Se abrazaba todo lo que podía, frenando los embates del Trompo. Round ganado por el campeón con comodidad. 

El tercero y el cuarto, ambos púgiles pelearon más parejo. A la entrada del quinto asalto, Juan vio algo que nadie se percató. Ni el equipo de Silveira, ni el equipo de Farías, ni los comentaristas de la televisión (que saben de boxeo lo mismo que de badmington). Enseguida se lo comentó al sobrino. “El cutman de Silveira no le atendió bien el ojo izquierdo”. Por impericia, temor o por ser muy nuevo, el tipo que debía recomponer al retador cometió dos fallos importantes. El primero fue que en vez de aprovechar los 50 segundos que tenía para tratar de desinflar el pómulo, le dedicó más tiempo a cerrar una herida superficial sobre la ceja. El otro error fue que no se acomodó bien en el lugar. El second se plantó delante del Pantera para darle masajes en las piernas, quitándole espacio de trabajo a quien debía concentrarse en la cara. 

Farías fue derecho a Silveira y este le zafó con un par de fintas que descolocaron al campeón. Pero en el momento de devolver los golpes, le salió un contraataque errado a causa de la inflamación del ojo izquierdo. La vista comenzaba a ser el punto débil. Y Farías apuntó con una serie de directos a castigar la mejilla en busca de un corte. La zurda de Silvera mantenía la fuerza, pero perdía precisión. 

El sobrino no entendió, pero sin saberlo, la frase de su tío le estaba anunciando la palanca donde el campeón inclinaría la balanza a su favor. Al minuto y medio de este comentario, Silveira expuso su cara tras un golpe mandado a la nada y Farías, con un cross furibundo, tiró al retador. Tras el conteo, el Pantera no se pudo parar por más que lo intentó. 

“Definitivamente los Silveira son muy buenos pero nacidos para besar la lona”, dijo Juan mirando el rincón neutral en el que su tocayo Ullmann se paró por última vez, cuando noqueara a Nelson Silveira. Le pareció volver a ver al Martillo de Manga, con los pies pegados al piso del ring, sin siquiera esbozar una sonrisa ni levantar un puño, observando todo desde unos ojos sin alma.

***

El Norte

El hombre que desembarcó en Montevideo en 1943 se llamaba Ignatius Ullmann, y era carpintero; en 1989 uno de sus nietos, Juan Ullmann, ganó su última pelea como boxeador profesional. Ganar. Eso nunca fue lo suyo. Lo de Juan Ullmann fue perder desde la cuna, desde ese padre militar casi desconocido que murió de un balazo perdido en un entrenamiento antisubversivo, y su abuelo francés que impoluto de cualquier vínculo al castellano gritaba putain cada vez que martillaba. Las gentes maravilladas por ese destino casi anti griego de victoria, el del boxeador viejo y casi arruinado ganando frente a una joven promesa por un capricho del destino (el joven boxeador tropezó y Juan lo noqueó en un microsegundo de lucidez), le gritaban frases armadas de aliento y júbilo pero Juan Ullmann no podía dejar de sentir que todo lo que sucedía era una pantomima. Qué sensación patética la de ganar. Había dado todo para ganar. ¿Pero ganar para quién, a fin de cuentas? Ya había salido del convulsionado gimnasio de la calle Buxareo en uno de los pocos rincones bonitos de la ciudad más tristes al sur, pero Juan Ullmann pensaba en el norte, en ese pequeño espacio en Manga que utilizaba para entrenar todos los días desde que tenía memoria. Había dejado una vida al costado por otra vida, la del sacrificio. Supuso que no estaba tan alejado de los dos fantasmas que le precedían. Sacrificio al martillar un escritorio de caoba y sacrificio al golpear un saco que colgaba de la pieza del fondo del rancho. Juan Ullmann solía coordinar sus golpes a ese saco gris relleno de arena con los golpes del martilleo de su abuelo, el franchute de Manga. Ambos eran dos máquinas que golpeaban y sudaban, solo así Juan lograba entrenar, vaciandose de todo, golpe a golpe al ritmo de su abuelo. Pero a diferencia del nieto ya no francés, sino bien uruguayo, el abuelo galo martillaba para construir, cuando él golpeaba para destruir. Ganar destruyendo y ganar construyendo, los Ullmann eran de esos, construían y destruían, manteniendo al universo balanceado. Le revolvía el estómago pensar que había ganado. Las luces de Buxareo se transformaron en las luces de un ómnibus repleto de otros boxeadores pero sin ningún título, ni sangre en los dientes. 

Juan Ullmann pensó en su norte, en Manga, en ese barrio que lo esperaba tan desconocido para los montevideanos. Pensó en el norte de su padre, la Brigada de Caballería No. 1 en Artigas, cuando decidió enrolarse para poner un poco de orden a los barbudos. También pensó en el otro norte, en el de Ignatuis Ullmann, la París ocupada por los nazis, un hijo francés e hijo de David, partisano, que escapó asustado en un barco con veinte años, con la lenta agonía de saber que traicionaba a cada camarada muerto en tierra gala, que nunca podría volver con la frente en alto y que jamás pronunciaría la palabra résistance, ya tan lejana como su patria. Su abuelo martillaba todos los días, sin falta, y Juan golpeaba el saco. El dolor se repartía sin saberlo, entre los dos hombres y ese tercero fantasma, muerto en el sinsentido de un entrenamiento militar. Tres generaciones de perdedores y ahora esto, pensó Juan Ullmann mientras apretaba sus puños y contemplaba la hinchazón de su rostro en el reflejo del vidrio mugroso. ¿Era eso la victoria? Escupió un poco de sangre en el piso del Mercedes que rugía rumbo al norte y pensó en el viejo Ignatius.

El rancho impoluto de todo gusto y decoración lo abrumó, como si la sensación de haber ganado la pelea, la última de su carrera, se acompasara demasiado con la tristeza de su hogar. Escuchó los martillazos de su abuelo, escuchó los insultos en francés y se acercó a ellos. Ignatius estaba de espaldas, con sus casi 80 años golpeando algo que a Juan le era totalmente indiferente. Abuelo, le dijo. Grand-Pere, le repitió e Ignatius se volvió para observarlo. Su cara arrugada no le devolvió el saludo, apenas un gesto. J’ai gagné, le dijo Juan en un francés tan tosco como su movimiento de piernas en los últimos años. Su abuelo se detuvo un segundo y un “voilà” apenas pudo distinguirse salir de su boca. Passe-moi la scie, s’il te plait, le dijo Ignatius, ya con más claridad y potencia en la voz, antes de recuperar su postura para continuar el trabajo. Juan Ullmann lo observó, le dio el serrucho y salió del garaje y siguió hasta el último de los cuartos donde entrenaba. El saco lo esperaba, ganador o perdedor, ahí estaría estoico e incólume al tiempo, como la frialdad de su abuelo, perdido en un norte de resistencia y vergüenza y como el norte donde murió su padre, disfrazado de militar. Pero ahí estaba él, Juan Ullmann en su norte, el último de los Ullmann, victorioso, ganador, escuchando los martillazos de Ignatius, sabiendo que entre él y su abuelo y entre toda la humanidad, solo había un voilà de distancia. Esperó el insulto apagado de Ignatius para comenzar. Putain, merde ! Juan golpeó con todas sus fuerzas, sus nudillos sangraron enseguida. Fils de pute ! gritó su abuelo mientras el martillo tronaba mucho más agudo. Juan golpeó de nuevo con los nudillos rojos escarlatas. Merde, merde, merd… ! El saco se sacudió como nunca, y Juan cayó de rodillas, como no lo hizo en el ring. Miró al techo de chapa y pensó en el martillazo del Fal que había terminado con la vida de su padre. ‘Todos perdimos‘, se dijo. Respiró, respiró dos veces más y se levantó. Ya no había sonidos en el galpón, tampoco insultos. La oscuridad caía en Manga. Ignatius callaba, por fin, en el norte. 

V

Juan, ahora sentado en el Conrad, volvió a la pelea de su tocayo y discípulo. Ullmann había caído al gimnasio de Juan, ubicado en la calle Buxareo, entre San Lorenzo y Joaquín Muñoz. Hacía unos meses que la democracia despertaba nuevamente luego de un invierno verde de 12 años. Ullmann, un hombre retraído al trato, de entrada fue apodado “El Gringo”. Con el paso de los meses y la manera que tenía de castigar a los sparrings, lo rebautizaron como “El Martillo”

El entrenador comprendió que ese hombre tenía una furia interna. Lo que no sabía era de qué clase. Tampoco era su rol averiguarlo. Para eso estaban los psicólogos y bien lejos los quería. Juan se jactaba de ser domador de fieras y para eso, necesitaba de luchadores con apremios económicos, instintos asesinos o sed de gloria. Ullmann tenía al menos una de esas tres cuestiones. 

“El Martillo” en tres años alcanzó cuerpo, mañas y presencia de púgil completo. Obtuvo el cinturón, tras pelear con un veterano boxeador de apellido impronunciable, que más que perderlo lo estaba soltando. Ullmann solo tuvo que dar dos vueltas. En el segundo round, ante una guardia baja del rival, sacó como en un acto de magia, un cross furioso que impactó en la sien del rival y lo hizo caer igual que un árbol. 

Así llegó a la que todos consideraron la verdadera pelea por el título. “Lo importante no es conseguir el título; lo verdaderamente duro es mantenerlo”, le explicó el entrenador. Y para desafiar a Ullmann, Juan pautó un combate con Nelson Silveira. Un negro joven del Palermo Boxing Club, estilista y que venía en buena racha. 

Juan hizo un trabajo cotidiano en reforzar un aspecto: la determinación del campeón. Todos los días, alimentaba lo que él llamaba “la furia del martillo”. Apeló a eliminar cualquier indicio de piedad. Machacó y machacó sobre lo limitante que es la culpa y en especial, en castigar la debilidad. El segundo entrenador (un veterano llamado Rodolfo Urchitano, ex boxeador y entrenador con más de 20 años de experiencia), una tarde le regaló a Juan un consejo: “No juegues con demonios que no puedas controlar”. Juan no hizo caso. 

VI

El teléfono sonó a las 3 de la mañana, al otro lado de la casa. Juan sabía que era el llamado de una desgracia o una emergencia. Lo que no sabía era que esa campana, daría el inicio de una pelea que duraría por siempre. 

— Hola. Le habla el oficial principal Carlos Porteiro, de la seccional decimoséptima. ¿Usted conoce al señor Juan Ullmann?

— Sí. 

— Pidió para hablar con usted. 

— ¿Qué pasó?

— Vino a confesar un homicidio.

— ¿¿Lo qué?? 

— Dijo que mató a su abuelo a golpes.

Más de...

La máquina de contar

2 comentarios

  • He leído,,todo lo que me a llegado,,de esa maravillosa Maquina de contar,,, ésta historia me llenó,,,el alma,,,me hizo ver la pelea,,, sentir los golpes,,, qué se cruzaron,,,ME ENCANTO,,,NO ENCUENTRO PALABRAS,,, MARAVILLOSA, GENIAL,

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