El tutor de moscas

E
Mosca: nombre femenino 1.Insecto de cuerpo negro de unos 6 mm de largo, con dos alas transparentes cruzadas de nervios, seis patas muy finas con uñas y ventosas, ojos grandes y salientes, y un aparato bucal para chupar las sustancias de que se alimenta. «las moscas abundan en los lugares habitados por personas o animales».

El INAME guarda niños, jóvenes, huérfanos, o desclasados familiares. Son espíritus en vilo escondidos en una casona que los protege de un mundo exterior supuestamente amenazante. Es por esta razón que cuando llego estos niños vienen corriendo y apoyan sus caras enchastradas de mocos y manchas de barro entre los barrotes que dan a la calle. Se amontonan como moscas y revolotean por ahí, en movimientos perfectos gracias a sus piernas, o halterios. Por experiencia, puedo decir que como las moscas, estos niños hacen despegues súbitos en el último momento cuando alguien se les acerca, o cuando el peligro inminente se les apersona. Son rápidos, estos descerebrados invertebrados son listos en su percepción, y su visión es casi milagrosa.

Los huérfanos son como las moscas, son dípteros, se encuentran en todos los continentes del mundo menos en la Antártida. Ahí están, me siguen con sus ojitos curiosos, me ven firme, seguro de mí mismo, saben que soy un futuro tutor, alguien que los puede sacar de sus vidas de revoloteos incesantes y desesperados. Son bestias de la supervivencia, yo vengo aquí a sacarlos de la vida animal, a introducirles el logos a la fuerza. Me reciben con un abrazo, las monjas que cuidan a estos niños-moscas. Me abrazan fuerte y me dan dos besos, uno en cada mejilla. Si no fueran monjas… uf… y si yo fuera un degenerado, pero no. Paso, entro al pasillo, los niños zumban, los siento en las orejas, zumban y zumban y escucho sus gritos finos como hienas. Animales, pues.

“¿Ya encontró algo, digo, alguien que le interese, señor H?”

“Si, ya vi a alguien. Hablé con su madre y me firmó los papeles”.

“Está todo en orden entonces, H. ¿Quién es la futura protegida?”

“Mari. Maricela Barrios”.

“Excelente. Qué contenta se va a poner”.

Voy al pasillo donde Maricela duerme, o se reposa, con sus cuatro alitas y sus halterios listos para darse a la fuga, pero tengo mis papeles firmados por la madre. Necesitaba que alguien las ayude. Necesitaban de mí. Ahí está, pobrecita. Está sentada en la cocina, tomando café con leche y comiendo una galleta de campaña.

“Mari. El señor acá viene a buscarte. Tu mamá le dio la autorización para que puedas quedarte con él”.

Me acerco muy lento, a sabiendas del despegue imposible de anticipar, pero no se mueve, Maricela no se mueve, me reconoce como su tutor.

“Hola, Mari. Soy H. Hoy nos vamos a casa. Tengo un cuarto solo para vos y te compré algunos útiles para que puedas empezar tu primer año del liceo. Me dijeron que sos estudiosa y que además sos buena cocinando. ¿No es verdad, hermana S?”

“Sí, sí. No sabés lo bien que se porta, y lo que cocina, Dios mío. Una maravilla de jovencita”.

“Vamos, Mari. Vamos hasta el auto. ¿Alguna vez te subiste a un auto?”

Me da la mano. Tiemblo, sudo, mi visión se pone borrosa. Las palabras no quieren salir de mi boca, están empantanadas de emoción. Caminamos mientras las otras moscas dejan de volar y se posan lentamente en el patio delantero. Mari se detiene y los mira, no quiero entrometerme en su despedida silente. Sus ojos pequeños, listos para agrandarse frente a una vida de paisajes diferentes a los de estas rejas, comienzan a llorar, tímidos, sabiendo de su metamorfosis a un animal bípedo y sin alas. Mi mosca comienza a transformarse en una mujer. Mi futura mujer.

Soy feliz.

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Martin Lamadrid

Martín nació, a veces escribe y morirá.

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