Jauregui

J

“Qué horrible, che! Se está muriendo gente que antes no se moría…”

El Migue.

—¡Este tipo! ¡Siempre el mismo pelotudo! 

La gorda Miriam miraba de reojo hacia la habitación donde el cajón guardaba los restos mortuorios de Jauregui, ya prontos para el acto de sepelio, como siempre decían en los avisos fúnebres de la difusora. 

En la sala, la sorpresa comenzaba a dar muestras inequívocas de pasar a escándalo, y lo que es peor, seguramente en diez mintuos sería la comidilla del pueblo.

Pedro y Pablo, los mellizos, hijos del muerto, jugaban carreras con los hot wheels, aprovechando el piso de mármol donde el encerado casi diario ayudaba a que los autitos se deslizaran como no lo harían jamás en las baldosas desparejas de su casa. 

—¡Típico! Siempre lo mismo, vive en la luna de Valencia, y solo se sostuvo vivo por su apego a las rutinas. Mabel, la viuda, hermana de la gorda Miriam, intentaba justificar el desplante. 

Desde pequeño, cuando le diagnosticaron a aquel gurí infumable un TDAH, y comenzaron a medicarlo con ritalina, una de las estrategias de la psicóloga -a la que los padres obedecieron siempre a pies juntillas-, fue generarle a Fernandito, rutinas. Tantas como se pudiera, tan rígidas como la paciencia de aquellos resignados padres pudieran tolerar. 

Así, Ángel Jauregui, y su mujer, Ausencia, habían montado una parafernalia de rutinas para todo. Las cuatro comidas, el cepillado de dientes, el baño diario, los deberes al salir de la escuela, las dos horas permitidas de dibujitos -sin violencia, como indicaba la Dra Insulsa, terapeuta de renombre-. Hasta el pelo se cortaba en días y horarios fijos, los segundos martes de cada mes, de manera religiosa. Usó el mismo peinado desde los seis años.

De más está señalar que Fernandito que fue a escuela y liceo privados, no fuera cosa que los paros le generaran cimbronazos en la sacrosanta rutina. 

Como un Jack Nicholson en Mejor Imposible, Fernandito se aferró a la rutina. No es este el sitio para hablar de su vida sexual, o la forma en que se corta las uñas, o evacúa sus fluidos en las mismas horas y -de ser posible- los mismos sitios, siguiendo un protocolo tan personal como ajustado.

A fuerza de repetir acciones, de vestir casi siempre del mismo color, de comprar la ropa siempre en los mismos lugares, de proferir los mismos insultos a los jueces viendo a Nacional en las transmisiones de la tv, de comprar la fruta y la verdura siempre en el mismo puesto de feria, Jauregui fue volviéndose un distraído al cual no le cabía sorpresa alguna.

Todo previsto para evitar el yerro, la salida de tono, y la vergüenza familiar debido a inconductas que como espadas de Damocles habían signado su vida. Y tras todo ese esfuerzo, en su última aparición pública, ya hombre hecho y derecho, padre de familia, generaba un nuevo escándalo, no ya a su familia de origen (Florencia, su hermana mayor, y Federico, el menor, sus padres -Angel y Ausencia- ya viejos y perdidos en la penumbra dolorosa de la senilidad), sino en la familia que había formado. La gorda Miriam, la cuñada que nunca entendió sus encantos, Mabel su -ahora- viuda, y sus pequeños, todos se veían abochornados, no solo por el hecho, sino por -y eso en pueblo chico es aún más evidente y doloroso- los comentarios.

Fernando, sorprendido por una pelota que salió de un pasillo y un niño que se lanzó corriendo a la calle, vió de reojo la sombra de la Ami 8 y se lanzó a rescatar al niño. Alcanzó a empujarlo, salvándolo del capó de la camioneta verde que bajaba por la calle empedrada, pero no logró zafar él mismo del golpe que lo levantó por el aire. El choque de la cabeza sobre los adoquines fue seco, la fractura de cráneo lo mató de manera casi instantánea. Cuando el cuerpo comenzó a convulsionar, Fernandito, el gurí inquieto ya no estaba allí.

Fernando Jauregui, retirado una sola vez, y para siempre de su rutina, no supo dónde ir, por eso, aquella mañana, a las 7 30 como siempre, mientras viuda, hijos, vecinos, sobrinos, allegados y demás deudos velaban su cuerpo en la sala de la calle Paysandú, él se sorprendió hasta la ofensa cuando el portero ignoró olímpicamente su saludo.

En medio del coro de llantos y narices congestionadas de desconsuelo, solo la gorda Miriam cayó en la cuenta de la gravedad del asunto, y gritó su indignación ante la desconsideración de este pelotudo que se distrae con el vuelo de una mosca.

Cuando el cortejo fúnebre se disponía a partir, invisible y transpirando por la carrera, Fernandito llegó, y viendo el gesto compungido de su esposa ante las acusaciones de su cuñada, sin decir palabra se escurrió entre la gente y se recostó en su puesto, apoltronándose entre los encajes, los claveles y el olor a pino tratado para parecer roble. Que un cuerpo sin alma no es muerto, es fantasma. Y los fantasmas no tienen rutinas.

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Edh Rodríguez

Nació en Mercedes en 1972. Escuchador compulsivo de rock, pop, blues, jazz y otras yerbas. No le incomoda ver cien veces la misma película, ni leer de nuevo los mismos libros de siempre. Sigue sin saber bailar tango.

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