La novela

L

Pulsó con fuerza el punto final. Abrió los hombros, crujieron sus vértebras, y extendió la mano derecha hacia la taza de café. La fucking novela estaba terminada. Después de dos años la historia había encontrado un desarrollo digno del final que le apareció en sueños una helada noche de invierno. 

La anécdota era relativamente sencilla: una historia de niños que comparten juegos, aventuras y horas de escuela en un barrio de la capital. El lento descubrir de los códigos adultos, de las formas de ser y estar que el mundo espera de mujeres y hombres anónimos perdidos en la gran ciudad. El siempre inquietante despertar de las hormonas que todo alteran. El ingreso a ese mundo de amores, canciones, bailes, peleas, amistades y todo lo que el tránsito de la escuela al liceo hace brotar como burbujas en el caldo de un buen puchero de los de la abuela.

El café, negro, sin azúcar, era un bálsamo en su garganta a aquella hora de la primera luz del día. Había estado toda la noche en la tarea. Uno de los capítulos centrales le había costado un ir y venir de casi medio año. Ángel, Marcelo, Agustina y Camila, descubrían un cachorro abandonado en un terreno baldío. Una promesa de perro, si alguien se hacía cargo de alimentarlo, mimarlo, abrigarlo y convertir  aquel montoncito de carne gimiente en una mascota hecha y derecha. 

Todo en la escritura de aquel perro había sido complejo. Desde la descripción del primer encuentro, al pelaje. Desde el detalle de quién lo veía u oía primero a la nimiedad de ubicar si el bicho tenía los ojos ya abiertos. Cada decisión de escritura debía calzar en la estructura de la novela, que como el lector imaginará, incluía la muerte y el entierro del bicho en cuestión años después. ¿Cuántos años después? Ese dato afectaba todo. 

Se levantó y fue a por otra taza de café. Entró al baño, orinó, bebió dos tragos, abrió la ducha, se desnudó. El agua hirviente lo despertaba, quitándole de encima el dolor de cada músculo de la espalda. La historia le pesaba. “soy un hijo de puta -se dijo- matar así a un perro”. Cerró la canilla y dio un paso largo, fuera de la ducha. Se peinó, se secó los hombros, la espalda, el pecho y las axilas. Se puso un desodorante. Salió del baño envuelto en la toalla. 

Ya vestido, se sacó a caminar, taza térmica en mano con los restos del café. Nunca fue afecto al mate. Prefería los hábitos aprendidos en las series yankis de tv. Café, y a falta de donuts, croissants rellenos de membrillo o de queso. “Una dieta balanceada”, sonrió, avanzando por la acera lateral de la avenida en que se encontraba su casa. 

Aparecido, el perro de su novela, había vivido una buena vida de perro. Una vida que fue desde los diez/once años de sus cuatro dueños, hasta los dieciséis, diecisiete de los cuatro, en que la muerte, como una granada de fragmentación los separó, abriendo grietas insalvables. Marcelo, que estuvo con el perro en sus últimos momentos fue dejado de lado, denostado, o sencillamente ignorado por los otros tres. 

Con el paso de las décadas, los encuentros en distintos ámbitos, facilitaron que la relación con Agustina se retomara. Camila y Angel no volvieron a hablarle, aunque por razones distintas. Ella viajó a Europa en un intercambio estudiantil, y ya no regresó. Se casó en Rumania, vivió una vida anodina en medio de los paisajes del Adriático. Sus amigos no supieron de ella por años. 

Ángel, que acababa de perder a su madre, puso en el perro y las circunstancias de su muerte mucha más carga que la que Aparecido y Marcelo hubieran podido soportar. No volvieron a verse. 

Luego de llegar hasta la panadería, diez cuadras al sur de su apartamento, provisto de lo necesario para un almuerzo rápido, emprendió el regreso. Ahora sí el cuerpo parecía pronto para tolerar las horas de sueño que necesitaba. Caminó, bolsa en mano, escuchando en radio una entrevista a un viejo arquitecto que reclamaba la revocación de una autorización para demoler una antigua fábrica que él y otros vecinos consideraban patrimonio de la ciudad. La misma historia de siempre. 

En medio de la cuadra, abierta, una puerta dejaba ver un largo pasillo al que daban apartamentos abandonados -también- años antes. Un ruido casi imperceptible, brotando desde los fondos del pasillo, le llamó la atención. Se detuvo, respiró hondo, se quitó los auriculares. Escuchó con atención. El sonido era leve pero persistente. 

Entró al pasillo, esquivó un par de bolsas de basura -la gente tira su mierda en cualquier lado- y llegó hasta una caja de pan industrial. Adentro, en medio de un buzo raído, cuatro ojos lo miraban. 

Suspiró, se dijo que no, que de ninguna manera. Se agachó, lo asaltó un llanto antiguo. Se insultó y trató en vano de volverse. 

El portero lo miró con una mezcla de curiosidad y desaprobación. Lo saludó y se dirigió al ascensor. Del cierre abierto de su campera liviana asomaban dos cabezas. Porque en ocasiones, matar un perro sobre el papel, es apenas anuncio de un par de cachorros ingresando en la vida.  

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Edh Rodríguez

Nació en Mercedes en 1972. Escuchador compulsivo de rock, pop, blues, jazz y otras yerbas. No le incomoda ver cien veces la misma película, ni leer de nuevo los mismos libros de siempre. Sigue sin saber bailar tango.

2 comentarios

  • Buenas…me gustó mucho el relato.
    Me resulta muy agradable y vivencial la descripción de sensaciones cotidianas.
    Me llevaste a mi compañera Moana que tiene como 15 años a mi lado y a pensar que su partida me va a doler mucho..

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