Nadie te regala nada

N

—En Palermo nadie te regala nada, chupapija, nada. Acá nacés y ya está, te cagaron la vida, o te la cagaste. Punto.

»Mis viejos, vivían en la esquina de Redruello y Gonzalo Ramírez, en la ochava del lado este. Una casa que desde fuera parece un local comercial eternamente abandonado, de ventanas enormes, cortinas metálicas a media asta por fuera, y cortinas floreadas -eternamente desteñidas- por dentro. Velos montados en vano, que no lograban brindar privacidad a lo que llaman vida de familia. 

»Bajo la superficie, a salvo de miradas indiscretas, sin más luz que la artificial, ni otra salida que la escalera estrecha y empinada; un enorme sótano sin divisiones es el escenario en que mis cuatro hermanas y yo nacimos y vivimos hasta que a trompada limpia logré comprarles un apartamentito en la calle Trueba. Un apartamento lleno de luz y aire fresco, y no como esa cueva de ratas en que pasé desde que nací hasta que cumplí 18. Unos días antes, también a trompada limpia, había logrado sacar al hijo de puta de mi viejo de la casa en que nací, pero esa es otra historia.

»En ese sótano, se dormía, se miraba la tele, se hacían los deberes bajo la lámpara de 60 siempre mugrienta de cagadas de moscas. En ese sótano mi viejo la garchaba de pesado a mi madre, cada vez que volvía borracho de la cantina del Municipal. No sé mis dos hermanas mayores, ni yo mismo, pero las dos más chicas estoy seguro que fueron concebidas en uno de esos polvos que le echaba entre insultos y puteadas a mi vieja, más preocupada en no hacer ruido que en cerrar las piernas. 

»Arriba se recibía a la gente que traía costuras para mi vieja, y se cocinaba, o se pasaban horas haciendo nada en un sofá tan añejo como desvencijado. Allí el grabador Phillips de mi viejo era la banda de sonido. Kesman los fines de semana, la Sport 890 de lunes a viernes. A la tarde, la Montecarlo, la quiniela, y a la nochecita la Hora 25

»En la escuela 5 me hice rápidamente fama de peleador. Estaba en tercer año cuando acosté de un derechazo al matón de sexto que le robaba la merienda a las gurisas de su clase o a los gurises más chicos. Lo enfrenté sin temores ni dudas, le hice tres fintas y le metí un puño bien cerrado y apretado en el vientre, apenas abajo de las costillas. El infeliz se dobló de dolor y entonces, sin saberlo, metí mi primer ‘áperca’, sonó como bolsa de papas el ruido sordo de sus rodillas contra el hormigón del patio cuando cayó

»Llamaron a mis padres ‘a ambos’ dijo la directora. Me suspendieron por dos semanas, y me llevé una paliza de mi padre, apenas entramos al sucucho que llamábamos casa. Pero cuando volví a clase, justo antes de las vacaciones de primavera, ya no tenía las marcas del cinto en las piernas, y mis amigos me recibieron como se recibe a un héroe

»De sexto, con trece años, pasé derecho a la UTU, y lo más importante, al Palermo Boxing. Allí el Ñato Domínguez me pasó toda su sabiduría. Mis músculos crecían a fuerza de cuerda, kms de carrera en la rambla, lagartijas y -apenas cumplí los 15-, de gimnasio. Porque el Ñato tenía todas las mañas del mundo, pero no te iba a dejar que te destrozaras levantando mal un peso.

»A los 16 noquée a un fulano de 22 años en una pelea en el Peñarol. Era un evento televisado, y mi pelea, que era la primera, la vieron no más de treinta personas. Pero uno era el Ruben que escribía de boxeo en el Últimas Noticias. Y otro era el Pulpo D’avenia, que desde esa noche fue mi representante. Él me hizo entrenar como nadie, él me consiguió peleas necesarias para hacerme un nombre, él me llevó de gira por el sur de Brasil y por el litoral argentino. Me hizo un nombre.

»Para los 17, con mi metro ochenta y dos, y mis casi 80 kilos de músculos, era un toro imparable. D’avenia, gordo, bajo, de eternas camisas negras abiertas, pantalones de vestir de tonos grises y zapatos de salón, me decía siempre. ‘sos un gigante, pibe. Un gigante como Goliath’. Me encantaba ese nombre Goliath, sonaba enorme, invencible. Aunque la prensa me llamaba el toro de Palermo. 

»Esa noche, estaba todo dado para que fuera el campeón de los pesos medios, y pudiera dar un salto. Mi rival era un viejo de apellido raro. Ulman, Gulman, algo así. Un veterano, pesado, conocido en el ambiente porque hacía siete años retenía el título. Boxeaba bien el martillo, pero ya estaba lento.

»Todo mi entrenamiento se había basado en tres cosas esenciales. Mantener la velocidad y la movilidad, como para cansar al viejo en los primeros rounds y poder atenderlo a gusto después. Trabajar mi izquierda para poder mantenerlo a raya. Ullmann era lento de ese lado y la idea era llevarlo por allí hasta que descuidara la guardia y pudiera castigarlo duro con la derecha. Mi larga derecha, pesada y arrolladora, como una manada de toros a la carrera

»Nunca ví toros corriendo. Apenas esos toros con jorobas de los americanos, en las películas de indios. Un animal medio tontón, el búfalo. Una vez vi un video de música con miles de búfalos que corrían a un precipicio y saltaban. O son toros tristes, o se dan manija y ni miran. Ninguno sirve para boxear.

»Esa noche era especial. La pelea iba a ser en el Sheraton, el hotel más top de Montevideo. Un lugar lleno de conchetos montevideanos y porteños. Desde el mismo vestuario se podía sentir el olor de esos perfumes caros que usan todos. Y todas. Porque concheto no te va al boxeo si no es para mostrarle a su chango o su mujer, o su noviecita del colegio inglés que es un hombre que sabe apreciar cómo dos hombres pobres y llenos de odio se dedican a demolerse

»Cuando después de la llegada, el pesaje, el almuerzo, la siesta que no dormí porque nunca logro dormir en dia de pelea, los masajes del manotas Garrido, las advertencias finales del Ñato y los consejos cancheros de D’avenia me dispuse a subir, ya estaba tranquilo.

»Con un paso lento y confiado, una mirada de tigre enjaulado super ensayada, y mi mejor sonrisa para las cámaras, llegué al ring, subí, y me fui al rincón. El ñato me terminó de pasar cera sobre las cejas, y en los pómulos. Garrido me había vendado con extremo cuidado y ahora me ajustaba los guantes, para que todo estuviera listo. El protector, y de pie.

»Ullmann estaba parado frente a mí casi diez centímetros más bajo, una mole de hombros levemente caídos. Sus brazos cortos brillaban bajo las luces. Se le notaba cada músculo del pecho, y de los brazos. No le decían Martillo porque sí nomás. Me miró sin mirarme. Por un momento sentí que en el fondo de sus ojos había una mansedumbre como de agua de pozo. Una quietud oscura, profunda, que me hizo sentir por primera vez sobre el ring algo parecido al miedo.

»Extendiò los brazos hacia mi, chocamos los puños, el árbitro nos repitió la monserga habitual, ‘nada de golpes bajos, peleen limpio, que gane el mejor’, y nos largó. Durante casi dos minutos del primer round fui una pantera, larga, morena, brillante, musculosa dando vueltas alrededor de la presa. Soltaba cada tanto golpes rápidos con la izquierda, buscando la guardia de su mano derecha

»El viejo apenas atinaba a parar mis golpes. En uno de tantos, la mano demoró en bajar y tiré otro, le acerté en plena cara. La cabeza se le fue apenas atrás. Aproveché y lo busqué con la derecha. Un gancho perfecto… al vacío. Ullmann había retirado la cabeza de oso viejo, sus cejas y su nariz aplastada ya no estaban. Entonces sentí en las costillas el golpe seco de su izquierda, y sin darme cuenta los dos golpes cortos de su derecha en el plexo. Quedé sin aire y apenas alcancé a abrazarlo para evitar que me sacudiera la mandíbula.

»Durante diez segundos hizo un bordado con las dos manos en mi abdomen. Las costillas de abajo, los riñones, el bazo, el hígado. Todo me ardía mientras abría la boca para tomar una bocanada. Alcancé a rechazarlo y con dos rápidos de la zurda  volví a ponerlo a raya, pero el viejo supo que aunque tengo los brazos largos, yo era alcanzable. Y yo supe que algo no estaba del todo bien. 

»Cuando sonó la campana me dejé caer en mi lugar. 

¿Qué hacés Torito? -El Ñato Domínguez no usaba eufemismos- No dejés que se te acerque, te deja sin aire este viejo. Jugá con las piernas; rodealo, atendelo. Y mirá muy bien antes de soltar la derecha, porque quedaste regalado y te surtió lindo. 

Asentí con un jadeo que se escuchó hasta en el bar donde seguro el hijo de puta de mi padre gozaba, viéndome sin aliento, atendido por un tipo más cercano a su mundo que al mío.

¿Tamos? Rápido, movete y tenelo lejos, así sumas puntos y lo cansás. La voz del Ñato, ahora era una caricia. Nunca te soltaba sin una palmada y un consejo certero. El Ñato era un padre.

—¡Arriba! ¡Vamos! Ese era el grito del Manotas, que además de masajearte los músculos, siempre, pero siempre, te daba pa’arriba.

»El segundo round fue una fiesta. Aleccionado más por los martillazos del viejo abajo de las costillas que por las palabras de advertencia y aliento de mi entrenador, yo, casi diez años más joven que Ullmann, lo mantuve a raya a pura izquierda, y le di más vueltas que un trompo. Después de un minuto y medio estaba tan mareado el viejo que logré arrinconarlo contra las cuerdas y ahí si, tuve tiempo para hacerle conocer mi gancho de derecha. Dos le metí antes que lograra abrazarme, sin aire y medio atontado.

»Lo salvó la campana. 

—Bien, Torito. Bien. Así, así, velocidad y distancia, hasta que el viejo vuelva a perderte el ritmo o a perderse. Si le jugás bien, hasta podés liquidarlo. Fijate, si podes arrimarte cuando lo llevés a las cuerdas, tirale un ‘áperca’, probá. 

—Siempre con cuidado, pibe, no lo pierdas de vista, ni lo dejes acercar, pero llevalo así que ya casi lo tenés.

»En cuanto dieron el campanazo arranqué, y le solté dos izquierdas, rápidas, afinadísimas. El viejo las abrazó con el rostro, mirándome siempre fijo, desde el fondo del pozo donde vive su alma oscura. Y, de la nada, me sacudió la carretilla de un derechazo. 

»Alcancé a dar dos pasos atrás, pero enseguida lo tuve encima. Martillo Ullmann era un taladro en mis costillas, me las cosió a golpes cortos, uno tras otro. Tuve que abrazarlo para respirar, 

»El juez nos separó, y cuando indicó que reiniciáramos, él comenzó a danzar alrededor mío, siempre lejos, siempre como yendo hacia atrás pero bailaba como un destaque en ensayo, meta moverse.

»Me estaba toreando. Le tiré izquierdas, una, dos, tres, cuatro… Él seguía bailándome enfrente,  un pasito palante y tres pasitos pa trás.

»Me lancé decidido a darle, logré tocarlo con la izquierda, medirle la cara, y entonces solté la derecha como una locomotora, directo a su cara, pero su cara -otra vez- ya no estaba… Hizo una finta, se agachó y me entró abajo, a los músculos de los costados. Derecha, izquierda, derecha. 

»Sentí que no podía respirar, lo tenía cerca y entonces tiré de nuevo la derecha, con furia. Ulmann giró dos veces zafando de mi golpe, y acercándose de nuevo, soltó la derecha implacable hacia mi costilla. y yo bajé las dos manos para atajarlo… La izquierda me sacudió la mandíbula como nunca lo habían hecho. Todo se detuvo. los ojos se me fueron para atrás. 

»Recién dos días después, en la tele, ví cómo mientras yo tambaleaba, Ullmann, mirando fijo hacia arriba de mi nariz, soltó la derecha, mecánica como un martillo hidráulico de los que manejaba el hijo de puta de mi viejo cuando salían con la cuadrilla a levantar el hormigón de las calles, porque algo se había roto debajo.

»la espalda es un tablón cayendo plano, muerto sobre la lona.

»la mirada se inunda del blanco de las luces del techo, que de golpe es negro…

»todo es silencio dentro del zumbido agudo de mi cabeza.

»el Martillo de Manga, el judío de nombre raro, tan petiso, tan gordo, tan fuera de forma, me enterró de cabeza en dos tortazos. Esa noche fui Goliath, sin saberlo.

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Edh Rodríguez

Nació en Mercedes en 1972. Escuchador compulsivo de rock, pop, blues, jazz y otras yerbas. No le incomoda ver cien veces la misma película, ni leer de nuevo los mismos libros de siempre. Sigue sin saber bailar tango.

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