Uno de García Márquez

U

Tenía 19 años cuando terminé el liceo. La mayoría de mis amigos y yo, vivíamos en Coviro, las viviendas frente al polideportivo. Nos criamos como nos criábamos en esa época, a puro campito. Años de corretear atrás de la pelota, de darle a las BMX, de remontar cometas de nylon; tardes y tardes de compartir las clases, las caminatas, las escapadas a dedo o en micro a los bailes de La Paloma en los veranos. 

Terminar el liceo, era para nosotros el paso más importante que podíamos dar en Rocha, y después ¡por fin!, irnos a Montevideo a estudiar. Esa era la salida más interesante de todas; si uno no se conformaba con ser empleado del municipio, o atender un videoclub. Estaba la opción de magisterio, pero eso no era para hombres. Los viejos harían un esfuerzo tremendo, y con Leo y Pablo, íbamos a compartir un cuarto en una pensión frente a Facultad de Medicina. 

Yo me inscribí en agronomía, que quedaba a unos cuarenta minutos de ómnibus, pero tenía el 68 en Agraciada. Leíto se metió en medicina, pero no pudo terminar -la universidad nunca fue tan gratuita como dicen- y Pablo es el Dr, Pablo Apezteguía, abogado. Pero para, no dejes que me distraiga… 

Ese verano, el padre de la rubia Bellagamba, que trabajaba de municipal, nos consiguió un predio en el camping Andresito. Nos instalamos en cuatro carpas y nos fuimos todos a pasar enero rodeados de turistas. Le dimos al arroz con arvejas y atún todo enero, pero pasamos de fiesta. 

Usábamos tres carpas para dormir y habíamos dejado un igloo como bulín. A veces había suerte, y más ese verano que se había llenado de porteños con la bobada de un peso un dólar. ¡Cómo cogimos gracias a Menem, pah!. La rubia también curtía lindo, pero la mayoría de las veces jugaba de visitante. Y, ¡cómo olvidarla!, María Rosa, que con su cara de virgen impoluta, no dejaba títere con cabeza hacía ya como tres veranos. 

Jorge Luis, el hermano mayor de Leíto, que estaba en Montevideo haciendo el IPA vino unos días, y entre las fotocopias, se trajo un libro que no soltaba ni a sol ni a sombra. El amor en los tiempos de cólera, se llamaba. Lo ví tan ensimismado que me le arrimé, como al descuido, 

– ¿Me lo dejas vichar, Jorgeao?

– Claro! si querés, lo termino y te lo presto,

– Debe estar bueno, que ni bajaste a la playa hoy… —Me quedé, firme como milico de cuartel, esperando algún comentario. Jorgeao siguió leyendo hasta el final de un párrafo larguísimo, y levantó la vista.

– Vos sabés que sí? Son dos guachos que se enamoraron sin verse y luego están cincuenta años separados.

– ¿Sin conocerse se enamoraron? ¿Y se separan cincuenta años? ¡Flor de  culebrón! 

– ¡Calláte, qué sabrás vos de amores!

– Bueh!, igual le pego una mirada.

A la mañana siguiente, cuando volví del baño, con un bidón lleno de agua para tener hasta el almuerzo, Jorgeao, limpiando el mate me señaló el libro, cerradito arriba de la reposera.

– No lo arrugues ni lo manches, tengo que devolvérselo a la dueña.

– Uhh! la dueña -cancherié con cara de dormido-. 

– No sea pavo, m´hijo, -encajó-.

Desde que se fue a estudiar, este te mete la fría por nada, pensé. Puse agua en la pava de campo, acomodé unas ramas y encendí un fueguito. Jorgeao armó el mate y buscó en la fiambrera un par de galletas de campaña. ¡Nada como el mate con galleta para empezar el día! De las carpas salían ronquidos aislados, eran las 8 recién y la mayoría había vuelto con el sol afuera. El iglú estaba vacío, como iglesia entre semana. 

Aprovechando el silencio, me senté en una de las sillas de playa, a la sombrita y comencé a leer:

Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba el destino de los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa todavía en penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro.

Aquello fue un secuestro por el que ni siquiera pidieron rescate. ¡Por suerte! Como con los buenos amores, me agarrò distraído, de una vez, y para siempre. Como las abducciones de las pelis de extraterrestres, solo que en vez de una nave, me zambulló de cabeza en Macondo y sus mil mundos. 

Aunque ahora me resulte increíble, a esa edad yo no era de leer mucha cosa, pero este hijoeputa del García Márquez es un fenómeno. No pude largar la historia. Y lo peor es que si la miras de cerca es lo más sencillo del mundo. Como dicen los porteños “chico conoce a chica, se enamoran, chica lo deja. Chico hace hasta lo imposible por recuperarla”. Y al final, claro, se queda con la mujer. Pero en el camino pasaron 50 años. Y tú vas siguiendo la vida del pobre tipo durante los cincuenta años.

Un flaco triste, siempre vestido de paño negro, lentes, bigotito, en el medio de esos calores que solo hacen en Macondo y que son peores que los de Asunción del Paraguay, de tan húmedos. Y en el medio la mujer, que se llama Fermina -¿vas siguiendo lo que te digo?, un Florentino y una Fermina, sólo este hijoeputa puede venirte con esos nombres- se casa con un médico respetado en toda la provincia. 

Cuestión que el médico, un buen día, se muere, uno nunca sabe si de dolor o de muerte nomás, pero se muere, y el Florentino le cae al velorio y se le instala. Como la vez que Chávez se instaló en Argentina cuando murió Kirchner, como pa consolar a la viudita. Y bueno, en el libro la consuela.

El final, te juro, me lo terminé aprendiendo de memoria:

El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró a Florentino Ariza, su dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites. 

-Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? – le preguntó.

Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.

-Toda la vida -dijo.

Te decía que me aprendí el final de memoria, porque ¿qué me pasó con la historia esta? ¡No vas a creer!, pero no la pude soltar durante los diez días que el Jorge Luis se quedó en el campamento. La leí enterita en dos días, ni bajé a la playa, apenas si paré un rato para cocinar, y para ir al baño un par de veces. Y cuando terminé, con el final ese que te acabo de decir, me sentí tan pero tan tan triste que no tuve más remedio que volver a empezar. 

No estaba triste por la historia que cuenta la novela… A ver si me explico… Es raro de entender. Estaba triste de que se hubiera terminado. Como cuando acabás a veces, ¿no te pasa? que te quedás como medio tristón y solo querés que se te vuelva a poner dura pa seguir… algo así, difícil de explicar… Entonces, volví a empezar, otra vez el médico que se muere -porque como te decía, después de atender al amigo ese, el de las Antillas, el santo ateo como le dice, el tipo se muere. Siguiendo al loro en el patio se muere, no podés creer, y ahí voy de nuevo, y empiezo a leer. El velorio, el tipo que se queda hasta que se fueron todos…

Y de nuevo, el amor de los dos. Es divino al principio, porque la familia se la lleva lejos, y él le escribe cartas. Dicen que los síntomas del amor son los mismos que los del cólera. Te duelen las tripas y te terminas cagando, siempre. Y ellos se mueren de amor prohibido, y se escriben y se super calientan y se super mueren de uno de esos amores del mar caribe. Inteeeensos, loco, inteeeensos.

Y un buen día, cuando la familia calcula que se le fue el amor a la gurisa, la llevan otra vez a Macondo. Es divina Macondo. Los escritores de verdad inventan ciudades. Como Onetti y Santa María. Aunque claro, Macondo es vallenato y trópico, y Santa María es tango, milonga y una grisura que te araña el alma hasta desangrarte. Ya me distraje de nuevo, para, para que vuelvo al cuento. Te decía, ella vuelve con la familia, y él la va a ver.

Y ahí, ella se da cuenta que el buenmozo que ella se había armado a fuerza de cartas y una nostalgia que es más deseo borboteando en un caldero de hormonas, mangos, guayabas y ropas de lino liviano; no como la de acá que es bandoneones sonando en los adoquines y viento sur cortándote la respiración en medio del invierno.

Ella -te decía-, ella lo ve hecho un alfeñique y se desencanta. Un desencanto que te duele hasta los huesos. Como cuando te das cuenta que votaste un montón de globos de colores y te van a joder la vida como siempre te la joden, un desencanto de esos que te duran pa toda la vida. Y lo deja. 

Lo deja, entendés, lo deja plantado. El Florentino pronto pa casarse y la Fermina Daza que lo deja, y se dedica a hacer su vida de niña de buena familia, bonita y casamentera. Hasta que se casa con el Juvenal Urbino, el médico este que te dije antes. 

Entonces, te come los ojos, porque querés saber qué pasa, y cuando ya sabés lo que pasó, querés saber cómo pasó. ¡Pah, mirá lo que se me ocurrio! para contar una historia tienes que saber qué pasa, y solo tienes que buscar cómo es que pasa. Viste, loco, a veces hablando se me ocurren cosas que no se le habrían ocurrido a nadie, tendría que patentarlas…

Para no hacértela larga, ¡cinco veces leí la novela! Una atrás de la otra. Como quien fuma en cadena. Y eso que no es como Rayuela que la podés leer como se te cante. No, no, esta está bien ordenadita, desborda de vegetación y exageraciones por todos lados, pero tiene un orden solo, y tu lo vas siguiendo. 

Con los años, tú sabes, vas olvidándote de las cosas. Pero los amores de juventud no. Y justo el año pasado, vieras, encontré la novela en una de esas mesas de la feria de Tristán. Y me entró como una nostalgia dulzona, casi que con más sabor a mango que a mate amargo. Y me compré el libro. Usado y todo.

Lo llevo y lo dejo en el escritorio y a los dos días cae mi hijo mayor, que justo tiene 19, como tenía yo cuando leí el libro y me pregunta qué es ese libro, y yo agarro y se lo doy. 

– Te lo compré especialmente el otro día en la feria. Lo compré usado porque quería que te llegara así, gastado de vaya a saber qué manos y qué ojos. Es la mejor novela que leí en la vida, le dije, y se lo di.

Cuestión que el gurí agarró y se puso a leer, y no lo largó en todo el fin de semana. El lunes a la mañana, cuando va a salir pal laburo me dice

– Che pa, ¿me lo puedo llevar?

– Claro m`hijo, se lo compré a usté.

– De más, gracias!

Ya sé, tú me vas a decir, ¿Y?, ¿Todo ese lío para decirme que le regalaste un libro usado a tu hijo? ¡Ratón!

Ahí viene lo interesante. Un par de semanas después, llego del laburo y lo veo, recién bañado, perfumado, camisa, vaquero,  con el libro, nuevito, de esas ediciones de tapa dura y una lapicera en la mano. Y me dice. 

– Hoy cumple una gurisa del laburo, y se lo voy a regalar, porque es la novela más linda del mundo, como ella.

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Edh Rodríguez

Nació en Mercedes en 1972. Escuchador compulsivo de rock, pop, blues, jazz y otras yerbas. No le incomoda ver cien veces la misma película, ni leer de nuevo los mismos libros de siempre. Sigue sin saber bailar tango.

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