La Pitada

L

Por Vir.

Teniendo 5 años, su infancia transcurría en la monotonía de las actividades cotidianas. levantarse, ir a club, en la tarde a la escuela y luego buscar algún espacio libre dónde pudieses jugar a leer (sí, leer, porque a los 3 años ya había aprendido a hacerlo). A esa rutina, se le sumaban algunas travesuras que hacía con su hermana, ante el reto inminente de su madre que intentaba hacer dormir a su hermano recién nacido. Hasta que un día sucedió algo un tanto imprevisto, cuando su madre, desbordada por la situación de tener que sostener el caos de criar a tres niños, le impuso a su padre, que si quería seguir yendo a ver al cuadro de sus amores, debía llevarnos, a ella y a su hermana a la cancha con él.

En un primer instante, ninguno de los involucrados en esa decisión (salvo su madre) parecía estar contento, pero allí marcharon los tres.

Esa tarde noche aprendió tres reglas básicas de concurrir a una cancha de básquet: se debe mirar el partido, solo se puede ir al baño cuando los jugadores salen de la cancha y nunca separarse a más de un metro de su padre, aunque lo más importante fue lo que descubrió a lo largo del partido: ir a la cancha no era tan aburrido como le había parecido en un principio.

A medida que pasaba el tiempo, las semanas seguían transcurriendo en la misma expectativa, salvo por un detalle ahora no menor, había un día en el que iba a ir con su padre a ver el partido de la semana. Ya esas tres primeras reglas habían dejado de ser necesarias, porque había aprendido que cuando los jugadores están en la cancha se alienta, que la emoción del partido está en mirarlo, y que junto a su padre, sin separarse ni un centímetro, el partido se vivía de una manera mucho más intensa.

Y así fué como aquello que empezó como una penitencia, se convirtió en un ritual, que continuó en su infancia, su adolescencia, su juventud, y siempre, al lado de su padre. Recorrieron prácticamente todas las canchas, todos los estados anímicos, la euforia de llegar a varias finales, la tristeza de perderlas, la bronca de varios descensos, el permanente flirteo con la desafiliación, el primer pucho que se fumaron juntos, la primer chela después de alguna victoria clásica, y el vacío de no haber podido celebrar ningún campeonato juntos.

Veintiséis años después de aquella primera vez que fueron a la cancha juntos, comenzaría una liga que lo cambiaría todo. Lo curioso es que esa año, 2012 nunca pudieron ir a un partido juntos. Su padre enfermó, estuvo hospitalizado durante un lapso de 6 meses, pasó por varias cirugías, por momentos en los que parecía estar todo perdido aunque aferrados a la esperanza de robarle a la muerte un tiempo más. Ella nunca había creído en los milagros, pero cuando volvió a ver a su padre caminar, aunque fuera con dos bastones, saliendo del sanatorio, empezó a dudar hasta de sus propias creencias. A partir de ese momento, los partidos ya se empezaron a mirar por la tele, los rituales pasaron a ser otros, y su equipo, una vez más llegaba a las finales. Aprendió que la cancha era algo secundario, porque lo mejor de mirar los partidos era hacerlo con su padre. El 6 de mayo, el día de la última final su padre le dijo, andá a la cancha que hoy vamos a salir campeones y tenes que estar ahí aunque yo no pueda acompañarte. Era la primera vez que iba a ir a una cancha sin él y como si fuera poco, fue la primera vez que vio a su equipo salir campeón. Nunca había sentido algo igual. En la tribuna había un mar de gente que se abrazaba, lloraba, cantaba, gritaba, reía, pero a ella le faltaba alguien, ya que a pesar de la felicidad inconmensurable, no se sentía completa.

Los festejos siguieron en la sede del campeón. No cabía un alfiler, después de 37 largos años, su cuadro volvía a ser campeón. Pero la gloria no sólo fué la copa, fué sentir la voz de su padre, gritándole “somos campeones” y verlos, con sus dos bastones, caminando como podía con un mar de lágrimas atravesando su rostro y allá fué a fundirse en un abrazo que por fin le dió sentido a todo lo que estaba viviendo.

Seis años después, su cuadro volvió a salir campeón, pero muchas cosas habían cambiado. Una de ellas, era que su compañero de cancha había partido. unos meses antes de la final. Ella se había negado a asistir a los partidos, no estaba pronta para hacerlo sin él. Aunque el día de la final, en medio de los festejos, volvió a ir con su padre, ahora reducido a una pequeña caja con cenizas, a compartir ese pequeño instante de gloria. Bajo una llovizna tenue, y mientras las bengalas rojas y verdes humeaban en el aire, dejó a su padre ser libre, mezclarse entre los colores que los habían acompañado durante toda la vida, y que su última morada fuese “el templo sagrado”. En ese preciso instante, el tiempo pareció detenerse y ella pudo comprender que nada, absolutamente nada, en su vida volvería a ser igual.

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