150 segundos

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El salón de baile estaba tan colmado como una luna llena. Las mesas rodeaban la pista y había gente sentada, conversando. Entre el tumulto de voces, se escuchó la voz remilgada del presentador. Eran las 21 horas en punto. En primer término, saludó a la concurrencia, que en gran medida ya eran habitués del lugar. Luego, agradeció la atención dispensada y realizó algunos breves anuncios publicitarios. Por fin, dio paso a los músicos.

—Tengo el enorme placer y la dicha de presentar a estos auténticos gigantes del tango internacional, que hoy viene a engalanar esta soirée. Porque no solo han recorrido cada uno de los rincones de Buenos Aires llevando su música, sino que además son conocedores de cada uno de los duendes de la noche. Damos paso al dos por cuatro y quedan ustedes en las manos de un cantor inagotable. Fuerte el aplauso para recibir a la Orquesta Típica de Ricardo Tanturi y la voz del doctor del tango, “el cantor de los cien barrios porteños”, ¡el señor Alberto Castillo!

La concurrencia estalló en aplausos. El presentador señaló a Tanturi y este, hizo un ademán con la cabeza. Se acomodó el nudo de la corbata, le dio la espalda al salón de baile y con la frialdad de un cirujano, movió la batuta. Los músicos comenzaron a tocar Pocas palabras de Enrique Cadícamo y música del director de la orquesta. Los primeros compases atravesaron con tanta fuerza la pista, que prácticamente nadie se quedó sentado. Y mientras las parejas se formaban para salir a bailar, entre cabeceos y cuchicheos, apareció la figura imponente de la voz de la orquesta.

Castillo, un ginecólogo devenido en cantor, ya había logrado destacarse de los demás cantantes de la época. Se impuso gracias a una presencia propia, ganada tras abandonar el clásico traje negro, aflojarse la rigurosa corbata y hacer uso de una muy particular forma de frasear durante las canciones. Fueron sus entonaciones, sus pausas y hasta sus gestos, lo que rompieron el molde impuesto hasta ese entonces. Con esto, Castillo consiguió una importante afinidad entre las clases populares bonaerenses, llegando a conmocionar barrios enteros tras su llegada.

En la velada “pitucos” y “milonguitas”, acomodados y reos, tampoco eran muchos. Aquella soiree danzante era más bien de gente de clase media: empleados de comercio, funcionarios públicos y profesionales que aún no destacaban en sus distintos rubros. La pista estaba colmada de personas impecablemente vestidas, donde los zapatos eran los verdaderos protagonistas y los perfumes, una gran ayuda para la conquista. El conjunto era armonioso: mientras los dirigidos por Tanturi marcaban el compás, Castillo acompañaba con la textura inconfundible de su voz y los bailarines, con similar cadencia, dominaban la pista. Y entre la aglomeración de cuerpos, hubo dos que parecían unidos por un imán.

Ella se llamaba Silvia Ledesma; él, Roberto Ferro. Los dos estaban en la veintena de años y vivían en la zona, a escazas tres cuadras de distancia. Ambos se tenían bien junados tras compartir el colectivo luego de la jornada laboral, cuando llegaban, él de la Manufactura Algodonera Argentina y ella de un bazar ubicado por Palermo, cerca de la Plaza Italia. Pero al bajarse en Balvanera, se separaban con singular indiferencia. Hasta que un buen día.

Silvia y Roberto coincidieron en la soirée. Ella fue con su mejor amiga. Él, con un antiguo compañero de trabajo. Silvia lo había visto a Roberto, entonces se fue acercando disimuladamente, para ver si la reconocía. Su amiga la ayudó casi sin saberlo, al tropezar frente a los dos hombres.

—Señorita, tenga cuidado de no tambalear así cuando baila— dijo el amigo de Roberto.

—Si usted sabe tanto quizás me pueda enseñar— respondió la aludida, dándose la media vuelta.

—No me malentienda. Era solo un consejo.

—Bueno, pero yo no sé qué tanto baila usted como para aceptar su dictamen.

Las risas aflojaron los rostros y rápidamente se formaron las parejas. Roberto se acercó a Silvia con el pretexto de preguntarle si su amiga era siempre así de “respondona”, porque nunca había visto a su amigo bajar tanto la mirada. Y la que bajó la mirada fue Silvia. Hasta que llegaron los primeros acordes que le ordenó Tanturi a los miembros de su orquesta. La pareja de a poco empezó a moverse. Al principio con cierta timidez. Luego con mayor soltura. Para cuando terminó el segundo tema, parecía conocerse de toda la vida. Y un poco sí.

Pero la magia sucedió cuando Castillo cantó uno de sus platos fuertes: Así se baila el tango. Si bien era un tema perfecto para bailar, hubo muchos que pararon a mirar al cantante porque él solo ya era todo un espectáculo. Aníbal Troilo aseguró que Castillo fue el único cantor de tangos que nunca desafinó. Y en aquel lugar cantó como nunca.

¡Qué saben los pitucos, lamidos y shushetas!

¡Qué saben lo que es tango, qué saben de compás!

Aquí está la elegancia. ¡Qué pinta! ¡Qué silueta!

¡Qué porte! ¡Qué arrogancia! ¡Qué clase pa’bailar!

Sin darse cuenta, Roberto y Silvia se dejaron transportar por la música. Roberto envolvió a Silvia con su brazo derecho y la apretó contra su pecho. Su mano izquierda agarró firme la mano de su compañera. Con la misma plasticidad con que surgían las notas de la voz de Castillo y la cadencia de los acordes de la orquesta que imponía Tanturi, Roberto y Silvia fueron ganando el centro de la pista. Fenómeno que rápidamente fue advertido por la concurrencia. Y de golpe, se había formado un aura casi tan particular como asombrosa. La letra parecía compuesta para ese momento. Los músicos, la voz y el baile formaron un conjunto perfecto. La fascinación se adueñó del ambiente.

Durante los dos minutos y medio que sonó el tema, el mundo entero se conmovió. Por 150 segundos, se suspendieron las guerras, los jueces no dieron sentencias y el poder, en el fondo siempre cobarde, se escondió por aprensión. Hasta La Parca se olvidó de sus faenas por ver los requiebres de la pareja. Y cuando los últimos acordes se extinguieron, los arrebatados aplausos fueron sacando del trance a tanto los músicos como Castillo, Tanturi y los bailarines de la pista. Paulatinamente, el mundo volvía a su cauce habitual. Pero la muerte, a modo de regalo por tanta belleza, se los llevó entre sueños casi sesenta años más tarde.

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Maximiliano Debenedetti

La partida de nacimiento dice que arribó a nuestro planeta por Montevideo en 1979, con todo lo que esto conlleva. Su contacto con la literatura fue ecléctico y supo ya en su infancia que estaría vinculado a la escritura, desde el día que tuvo que aprender a garabatear por primera vez su extenso nombre.

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