What a surprise
The look of terminal shock in your eyes
Now things are really what they seem
No, this is no bad dream
Pink Floyd, Sheep, 1977
David Gilmour, Nick Mason y Richard Wright, visitaron Montevideo en setiembre de 2008. Puedo dar testimonio de lo ocurrido, porque estuve tomando cerveza con ellos.
***
La primavera se había adelantado una semana, era una noche deliciosa. Con mi ex y mi hijo celebrábamos un aniversario, que hace años dejó de importar, en el Tasende. Se me hace agua la boca cada vez que me acuerdo. Muero por una pizza al tacho y una cerveza negra, helada.
El lugar tiene el encanto de las fondas, con su hervidero de mesas llenas, los gritos del gordo que alimenta el horno, y el glamour de sargento de artillería de la moza curtida en mil y una noches. Ya era tarde, el público habitual había ido drenando lentamente, hasta que solo quedamos nosotros tres, y otro trío de cabezas plateadas, que tomaban como cosacos jubilados y charlaban animadamente. Sus voces se oían gastadas y con un acento inconfundiblemente británico; ocupaban sin esfuerzo todo el extremo más alejado del salón.
Mientras esperábamos la cuenta, el niño, aburrido, deambulaba entre las mesas jugando con un autito de colección. Sus pies pequeños danzaban en el suelo opaco de suciedad macerada por los años. Sus manos esquivaban obstáculos imaginarios en el aire.
Totalmente ensimismado, se había acercado a las cabezas parlantes, tarareando Money, la canción de Pink Floyd. Escuchábamos mucho rock de los setenta en casa y le divertía la línea de bajo y gritar “máneey, guetagüey”, como un endemoniado mientras correteaba en el patio o íbamos caminando al jardín. La música siempre se te mete bajo la piel jugando.
Al oírlo, la cabeza más cercana de las tres giró sobre sí misma y lo miró con la sorpresa anidada en sus ojos de un delicado brillo azul. Se llevó la mano derecha a la oreja, capturando la atención de sus acompañantes que reían con ganas y buscaban con la mirada la voz del pequeño cantante. Sonriendo, se inclinó y dijo algo que, a la distancia, nos resultó inaudible. El niño respondió, acercándose.
– A mi mamá y mi papá les gusta mucho Pinkfloyd, oímos decir a nuestro hijo, adueñado de la escena.
– Oh! That’s quite something! respondió Gilmour mirándolo a los ojos y ofreciéndole un vaso de agua. El niño buscó nuestro gesto de aprobación y tomó el vaso.
***
– You’re going to drive him insane with that music, dijo Wright iniciando la conversaciòn mientras el pequeño volvía a su mundo de autitos sin dejar de tararear la línea del bajo.
– Never trust a bass player, dije guiñando un ojo. Sonrieron, cómplices.
Sin terminar de creer que aquello estaba realmente ocurriendo, comenté que habíamos esperado devotamente frente a la tv la presentación en el LIVE 8 unos años antes, y que durante Breathe, un grupo de mujeres sostenía un cartel que decía “Pink Floyd reunited, pigs have flown”
– En Uruguay, las hinchadas de fútbol suelen cantarle a mi equipo que va a ser campeón “el día que los chanchos vuelen, y que los pingüinos jueguen al pin-pong”, así que ustedes nos han acercado peligrosamente al objetivo, dije.
– Pues ganen y vendremos a dar un recital como festejo, propuso Wright. Es un sitio bellísimo para visitar. Estuvimos en el océano y en una ciudad que llaman Colonia.
Moría de ganas de preguntar algo, cualquier cosa, pero solo se me ocurrían sandeces del tipo “qué se siente ser Pink Floyd”, o “siguen teniendo algún contacto con Syd Barret”. Morbo insano, al estilo “intrusos en la tarde”.
Para nuestra generación, The Wall fue extremadamente importante. Resultaba sencillo leer en la figura del maestro acosador y de la madre castradora, que “no te permitiría volar, pero quizá te permitiera cantar” una metáfora involuntaria de la dictadura.
– Los fantasmas del bajista, se hicieron los nuestros por un tiempo. Nos apropiamos de ellos, sin aliviarle la carga, dije sin pensar.
– Never trust the bass player, devolvió la estocada Gilmour, con una sonrisa cómplice.
– Eso es increíblemente interesante -el que toma la palabra es Mason-, fue una tortura esa grabación, realmente Roger estaba insufrible. No sé cómo Richard lo soportó.
– No había muchas opciones en aquel momento. Estábamos todos muy atravesados por lo de Syd, y la masividad de los discos de los setenta. No era solo la gente, la prensa en todas partes nos endiosaba. Y -dijo mirándome- son solo canciones. Buenas canciones, pero no más que eso, pequeñas piezas musicales.
– Esas pequeñas piezas han marcado generaciones, como pueden ver, hasta en este rincón olvidado.
– En todo caso, las canciones han llegado a ustedes, las marcas no las hemos puesto nosotros, respondió, casi como una disculpa.
A los tres les interesaba mucho escuchar sobre la izquierda en el gobierno, y ese guerrillero devenido político cuyo nombre comenzaba a sonar en cierta prensa. La charla derivó a la construcción del Estado batllista, la competencia con los ingleses por el transporte y el agua potable, el lugar del país productor de ganado en el mercado internacional. Creo que hasta hablamos del Graf Spee.
– A Roger le fascinaría saber que aquí fue derrotado un barco alemán, una sombra cruzó la mirada de Gilmour.
– ¿Cuál es la historia con Roger? -ya no resistía la pregunta-. Cuando salió el Lapse of reason tenía 15 años, y realmente me costó pensar en la banda sin Waters. Me llevó años dejarlos crecer en mí nuevamente. Recuerdo horas de alcohol y discos con amigos preguntándonos, a fin de cuentas, ¿qué es Pink Floyd?
Como muchas bandas, las que importan, finalmente son una excusa para iniciar conversaciones. Un imán sonoro, afinado en un acorde que vibra donde haya una pregunta porfiando.
– Aunque también son una buena excusa para reunir niños y viejos. O ingleses millonarios con trabajadores de un país cuyo nombre ni siquiera logramos pronunciar. ¿De veras no hay indígenas en un país de nombre guaraní?. Los apuntes de Wright son destellos mínimos, apenas audibles, que flotan como un eco.
La conversación osciló entre la curiosidad de los músicos por un país inventado por la diplomacia pre victoriana, y la previsible admiración del fan por la música de los tres veteranos que poco a poco iban siendo tomados por la conversación.
Como ocurre en los discos, en que la oreja se ve arrastrada por el pulso rítmico Mason-Waters, o la corriente de la guitarra de Gilmour; el sostén de aquella charla era la presencia serena, de una elegancia lúgubre y matices luminosos, del tecladista. Su voz profunda, su interés en los detalles, la curiosidad por la manera en que una música británica hasta el tuétano había calado hondo en una cultura tan ajena; su gentileza en incluir en la conversación a la madre que se veía perdida en el manejo de la lengua…
La tertulia fluía amable, regada por cerveza que no dejaba de llegar a la mesa, mientras el niño dormìa en una cama improvisada con sillas. Cuando se hizo evidente que el bar se cerraba, insistieron en que éramos sus invitados –Don´t even think of it, había dicho Mason cuando llegó la cuenta-. Más que suficiente había sido nuestra amabilidad de prestarse a una charla de la que -insistió Wright- habían aprendido mucho más que en cualquier guía sobre la ciudad y su historia.
Nos despedimos en la esquina del Tasende, y cada quien tomó su rumbo. Sin embargo, como si hubiera un error en la Matrix, a mi memoria vuelve una escena que no cuaja en el relato. Acabamos de salir de la calle Buenos Aires, y avanzamos sobre el costado de la Plaza Independencia, un desierto de asfalto, mármol y palmeras. Es una noche bochornosa de enero, el aire húmedo apenas da lugar a una brisa triste que sube desde el Cubo del Sur.
Mason y Wrigth discuten animadamente, llevan un paso vacilante, que no encuentra un tempo. El veterano baterista, retiene el antebrazo del tecladista, como si buscara detenerlo. A su lado, Gilmour y nuestro hijo, tomados de la mano como viejos amigos, ríen de alguna ocurrencia del más pequeño. Unos metros detrás, camino en silencio, testigo de un encuentro imposible.
***
Desperté sobresaltado, cinco y cuarto. Faltaba media hora para levantarme, y no hallaba acomodo en la tibieza de la cama. Las escenas del sueño eran un caleidoscopio brillando en mis retinas, en un mar de sonido envolvente, profundo; casi un estado alterado de la conciencia. Más que un sueño, aquello había sido una invasión. Me dirigí al baño, bostezando.
Los jirones del sueño se enfriaban con cada sorbo de café. La resaca de cerveza y conversación en inglés era un dolor sordo en todo el cuerpo, punzando en la nuca. Faltaba un rato para salir al trabajo. Caminé hasta la puerta de la casa, alertado por la caída del diario en la buzonera. Tendría tiempo de hojear las novedades de aquel 16 de setiembre mientras el sueño terminaba de vibrar en mí.
La vida tiene esos recovecos absurdos, en que la oveja marcha confiada tras el perro pastor, sin reparar en los baldes de sangre que se amontonan en la entrada del matadero. Mínima, en un recuadro de hora de cierre, un párrafo frío traía una noticia insignificante:
“Richard William Wright, miembro fundador de Pink Floyd, murió ayer en Londres, víctima rápida de un cáncer virulento. Tenía 65 años y sus suntuosos teclados definieron, junto a la guitarra de David Gilmour, el sonido de la banda británica“.
Tal como les digo, Gilmour, Mason y Wright estuvieron en Montevideo el 15 de setiembre del 2008. Lo sé en cada hueso, porque pasé toda la noche con ellos, bebiendo cerveza y riendo de buena gana en el Tasende.
Que genial estuvo, me hiciste viajar con esa historia y pensar en otras cosas quizás, mis felicitaciones *aplausos*
Excelente relato!!!!
Mucho más como fanático de la banda…. Gran abrazo, Amigos…
Muchísimas gracias. Si pasa el filtro de un fan de la banda, ya es otra cosa.
Bella historia de un sueño premonitorio.
Gracias Nair.
Muy buen cuento! Nos hiciste entrar casi sin sospechas en ese encuentro tan disfrutable y tan enigmáticamente real, como sólo los sueños pueden serlo. Y como buen sueño tb, queda el ombligo, xq finalmente nunca te contestaron cuál fue la historia con Roger!! En mis grupos de amigos nos dividíamos entre Gilmour y Waters, como si fuera Nacional y Peñarol y hubiera q definirse x uno u otro. The Wall estuvo años en la trasnoche del cine del túnel de 8 de octubre, pero ahí yo no tenía edad como para q me dejaran entrar. La vi muchos años después en la cinemateca de la calle Camacuá, con mis amigos de Aebu. Gracias por traerme esos recuerdos flaco!
Muchas gracias Nati M.
Siempre fuimos de Waters y de Peñarol, pero los sueños sueños son, y piden lo que no pueden dar.
Al menos la cerveza no faltó
Gracias por la lectura y el comentario!
Mientras lo leía, todo el tiempo lo sentí como Real. Y lo viví allí comiendo pizza al tacho.
Y en nada cambio el escenario onírico.
Creo firmemente que estuviste con ellos.
Tu hijo guarda el auto todavía?
Me encantó.
Gracias Rosario!
Ciertamente estuvieron allí. la pizza al tacho es un llamador universal.
El auto seguramente viaje en otras manos, habría que investigarlo.
Gracias por la lectura, me alegro haya sido disfrutable
¡Muy disfrutable! me encantó! No sé que daría por una pizza al tacho! me conformé con escuchar “Money” mientras leía.
Lo viví! por un ratito estuve ahí con uds. Gracias por eso!
Gracias Elena. Qué bien vendría una pizza al tacho y una cerveza bien fría.
Muy bueno el relato.
Creo que hay más descendientes de indígenas en nuestro país de lo que pensamos.
Gracias por el relato.
Richard Wrigth tenía la misma sospecha.
Gracias por la lectura.
Estupendo. Quisiera ser afortunado y soñar así. Gracias.
Muchas gracias! Si uno eligiera…
Una buena narración…hubiese sido un buen cortometraje.
Gracias maestro!!!
Nooooo. Me hiciste “flashear” la cabeza!!!! Una mezcla de realidad y sueño que mi cabeza era un ping Pong. Y el final semi-mistico me mató. La verdad, nos hiciste volar.
Gracias Alexander por la lectura!