Luccheni y Lucheni

L

—¿Cuánto tiempo?

—Máximo dos años. Necesita comenzar a trabajar con la médica de paliativos, la señorita Barbiera, para hacer esta etapa lo más placentera… digo, lo menos desagradable posible. La quimioterapia va a reducir el tamaño pero no es posible extirparlo. Le recomiendo que vaya poniendo las cosas en orden. Lo siento mucho, señor Luccheni. 

Cosas en orden, dos inviernos más para dejar las cosas en orden. ¿Dos navidades para ordenar qué? El estómago le dolía, no sabiendo si era el tumor o la vida agarrada a su tracto digestivo, intentando aferrarse para no salir despedida del giro nauseabundo que parecía experimentar. “Mierda”, pensó. Nada más, solo “mierda”. 

Vivir cincuenta años y morir así, sin muchas vueltas, parecía acompasarse con su vida monótona y pacífica. Más del lado de la indiferencia criminal que de las pasiones criminales, podría decir que tuvo una vida corta, si los días eran tristes, o una vida al menos, si los días eran menos tristes. Los primeros meses posteriores a la buena nueva todo se medía en tristezas: más triste, menos triste, igual de triste, abrumadoramente triste. La muerte es una mierda. La palabra parecía estar anclada en su discurso, tal vez una jugada de la gramática, que le recordaba que su tumor estaba en sus intestinos, en todo su aparato digestivo, mezclado justamente con la materia fecal, y que seguramente así moriría, en una noche de dolores ya imposibles de domesticar con la morfina: cagando, en su baño, ojalá que en mi baño, pensaba.

Volvió a mirar su biblioteca; cientos de libros sin leer y aún más sin terminar. Profesor de historia, aburrido desde la cuna, un señor perfectamente indiferente y sin amigos. Solo un amor, por allá, bien atrás, perdido y olvidado, incluso por él. Un amor que parecía iluminarlo aquella tarde del invierno del 83, pero que se derrumbó como los milicos, y solo siguió, como los milicos, paranoico, violento y asustado. Un amor así jamás podría triunfar. La soledad entonces, fue su primer refugio, y ahora lo sabía; sería el último.

Cuando la muerte está cantada, el pasado se vuelve tan presente que se confunde con el presente, se decía en silencio, mirando la foto de su abuelo, aquel abuelo que solo fue una historia repetida por su abuela, unas frases, un acto, pero nunca una persona. Pues no había nadie, ni siquiera la señora Barbiera de paliativos, jovencísima, y extrañamente delgada, que lo visitaba dos veces a la semana, con su jeringa mágica, finísima como ella, para escucharlo en sus últimos años, o meses. La idea de morir en una escalada de opiáceos lo disgustaba, algo no encajaba y se le hinchaba la cabeza solo de pensarlo: voy a morir en una nube de pedos, apagado, solo y más solo. Un ser que se consume y que su consumo es fruto de una puñalada que inyecta el veneno apaciguador. Luccheni era un número en una cama, que pronto será un agujero más en el cementerio de Durazno, un tipo menos en el barrio, una factura de UTE menos, y un profesor menos que esquivar en los pasillos del liceo Rubino. Mierda, volvió a pensar.  

—¿Cómo le fue este fin de semana? ¿Mucho dolor? Tal vez haya que aumentar un poco la morfina.

—Mi abuelo era italiano. Nunca lo conocí.

—De ahí el apellido entonces.

—Luccheni, pero él era Luigi Lucheni, con una sola “c”. Anotaron mal a mi abuela cuando se bajó del barco. Ella murió sin saber español. 

—¿Y qué fue de su abuelo?

—Asesinó a una mujer de la alta sociedad. No le gustaban los reyes.

—Un republicano femicida entonces.

—Un anarquista.

Las jeringas iban y venían, danzaban, y cazaban sus pensamientos y reflexiones. El pasado y el presente mezclaban sus vidas, todo lo ajeno le parecía suyo, y todo lo suyo le parecía extrañamente ajeno. Pero nada suponía, ni nada debía reflexionar. Luccheni, en aquella tarde de miércoles, ya con una navidad menos para ordenar sus cosas, vivía en dos mundos atados químicamente. Su abuela, italiana y abrumada por las ideas locas de su marido, gritaba en la cocina insultos que él no comprendía, un padre igual de loco le sacudía el brazo pidiéndole dinero para ir al bar, y él, el más insignificante de los Luccheni, el pacifico, muriéndose. ¿Cómo será el querer desear destruir algo tan grande como un rey, abuelo? ¿Atravesarle el corazón a una reina con un estilete tan fino, que la herida sea casi imperceptible, pero mortalmente efectiva? Luccheni el profesor que sudaba en las noches y Lucheni el anarquista que sudaba en su celda, gritando por su muerte para entrar en el patíbulo de los grandes bakunianos. Un Lucheni deseoso de ser glorificado y parte indeleble de la historia, y un Luccheni falso, un mero profesor de historia, incapaz de afectarla ni transformarla mínimamente. 

—¿Cómo se llamaba la mujer que asesinó su abuelo?

—Si…

—No entiendo, señor Luccheni. Intente hablar, tómese su tiempo. Aquí estoy.

—Sissí.

—¿Por qué lo hizo?

—Porque era una… reina. Todos los reyes mueren.

Los días se estiraban, la cama volvía a ser un refugio y el cansancio era demasiado enorme para abarcarlo con palabras. Sentía una brisa que entraba por su ventana, esperando a la doctora Barbiera, a su flacura y dientes perfectos, con sus opiáceos en su estilete, con sus palabras y conversación, revivía un poco, solo un poco. Pero la celda en Ginebra se negaba a dejarlo dormir, las paredes le gritaban, denunciando a su acto asesino, Lucheni no se negaba a morir, pero tampoco deseaba hacerlo sin ser inmortal. ¡Qué hazaña del demonio, qué destino antihomérico le esperaba a Luccheni! Ni siquiera la médica, sentada a su lado, hablándole de incomprensiones, parecía quererlo, solo estaba trabajando, no estaba por él. Todo se resumia de nuevo a la mierda, este mundo es una máquina de hacer mierda, y esta gente es una continuadora de la opresión, y son la razón de la muerte de los pobres trabajadores que se destajan para que los reyes mantengan sus estilos de vida. 

—Médicos, los nuevos… reyes.

—¿Qué dice señor? 

—Nuestra nueva pasión, la ciencia. ¡Y qué de nosotros, los pobres profesores de historia, con nuestros sueldos de pensión, asqueados de un resentimiento justificado!

—Espere, ya le paso la medicación. No se agite.

—Vivir por nada y ser un don nadie, Doctora. Un don nadie. 

Un nacimiento en los suburbios de París o Montevideo. Una espera criminal en el puerto o en el hospital. Pasado y presente unidos en una batalla antes de que la cuerda apriete el cuello. Ya no quedaban inviernos para ordenar más cosas, ya ni siquiera mierda, porque todo era cáncer.

—Sissí, ¿es usted?

—Soy su médica, Luis. Isabel.

—Tengo algo que darle.

El sol del barrio la Amarilla, a unos pasos del río Yí y la brisa del lago Lemán en Ginebra le acariciaban la cara, mientras en su bolsillo apretaba el estilete. Una fuerza final, un poder en su brazo derecho, se agotó atravesando el pecho a la reina de la muerte, muriendo así, al fin, todos los reyes, y toda la opresión, y toda esta vida sin sentido ni recuerdo. 

Más de...

Martin Lamadrid

Martín nació, a veces escribe y morirá.

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