Horacio nunca se calla. Tiene algo que los médicos y la gente bien hablada llaman “logorrea”. No entiendo los detalles pero tengo buena memoria. Según el doctor Orrico, que viene desde la ciudad una vez al mes, significa que “le chorrea el logos, la explicación, el fundamento, el concepto, la exégesis”. Sospecho que al doctor Orrico también le chorrea el logos, sea lo que eso sea. Por suerte Horacio es carpintero y trabaja en nuestra casa. Para hacer muebles no es necesario ser muy normal. Un loco puede ser carpintero y según Horacio, hasta Dios es carpintero. El momento en que las palabras se le cayeron, fue cuando nuestra madre murió. Ella era muy joven. Solo doce años más grande que Horacio y quince años más grande que yo. Murió apenas trece días después de que a mi hermano Michel lo tiraran a las vías del tren y lo partieran en dos.
—A mí se me escapa el sentido, diría un psicoanalista, el núcleo, diría un físico, el punto, diría un matemático, la cosa-en-sí-misma, diría un filósofo, el meollo, diría yo. Pero no puedo comprender la razón —me decía Horacio, sentado al lado de la chimenea, fumando un tabaco casi de dos milímetros—. Casi podría decir que soy una máquina de palabras. ¡Hago con mis manos y hago con las palabras!
Si algo aprendí de Horacio, es que la miseria se puede esconder, y eso que no estoy seguro de que significa miseria, más allá de que mi madre solía llamarnos “miserables” cuando nos mandábamos alguna macana, allá cuando ella todavía estaba a cargo de nosotros. Pero luego de la muerte de Michel, ni siquiera le quedaron los insultos, todas las palabras se le fueron, y parece que Horacio se las tragó. Solo miraba la puerta, esperando a Michel, y nos preguntaba: ¿saben dónde está su hermano? Ya tiene que volver de la escuela. No sé si la locura está siempre en uno, o solo es algo que te entra junto a la tristeza. Así que ahora es mi hermano mayor el que me cuida. Pero cuidar es un decir, solo me hace de comer, y cuando se puede, porque ahora cada vez hace menos muebles, y entonces hay cada vez menos plata. Como mamá, también Horacio se va apagando de a poco, aunque él habla cada vez más. Yo, mientras, me escudo en sus palabras para no decir las mías. Creo que mi hermano habla hasta cuando duerme, ni siquiera quiere dejar al cerebro tranquilo.
—… y cuando los vikingos llegaron a Inglaterra —yo lo escuchaba desde mi cuarto mientras él calentaba la leche en la chimenea—. ¡Helas! Ellos no entendían el concepto de piedad, ni de misericordia, no veían otra cosa que animales asustados. ¿Me entendés? Cortaban las cabezas de esos anglicanos como si fuesen jabalíes. ¡Los despedazaban! Pero no sé si había jabalíes en el norte de Europa, como hay acá, en estos pastos que recorrió el famoso naturalista, ¡mejor que Darwin! Te juro. Un inglés que olvidé el nombre, y decía que esta era la tierra purpurea… Hudson! Claro, como el río, donde un avión hace unos años en Nueva York…
Habla hasta por los codos, dirían, pero él habla hasta por los demás, y de los demás digo por mí, ya que estamos siempre los dos solos. Somos dos pero haciendo uno solo, como si él solo fuera una cosa a la que yo puedo pegarme y fundirme, como una aleación de dos metales. Es como si nosotros ya vinieramos de fábrica despedazados, sin la ayuda de ningún tren, y para hacer un cuerpo necesitamos estar pegados. No sé cómo explicarlo. Yo no manejo tan bien las palabras como Horacio, pero tampoco soy esclavo de ellas como él.
—…y como la política en siglo pasado empezó a ser cada vez más hija de la necesidad de sentirse parte de una tierra inventada por un irlandés borracho, como todos los irlandeses, après coup, yo ya no puedo creer en lo que decía Batlle, ni Oribe, ni siquiera Artigas, que tampoco es nuestro prócer, no menos que Napoleón tercero, un tarado amante de la arquitectura como ese brasilero retardado que hizo la monstruosidad de Brasilia. Lo único que necesita esa ciudad es una bomba, una Hiroshima 2.0, una Nagasaki reloaded…
—¿Vas a comer algo, Horacio?
—Nein. Comer es para los débiles, yo me siento bien, hermanito, quedate tranquilo, como cuando en aquellas noches de truenos vos viniste a mi cuarto, ya cuando mamá no estaba y cuando papá tampoco…cuando todavía estábamos completos…
Horacio puede seguir por horas, hasta que ya nadie lo escucha. Luego él le habla a las plantas que, en su parálisis, no pueden escapar a su locura. Lo único malo de esto reside en que ya nadie tiene ganas de responderle, porque a cada interrupción, Horacio contraataca como un toro, cuando nadie lo ha atacado. Sus ojos son como dos platos blancos que insisten en una explicación: ¿Qué querés decirme con eso? ¿Pensás que soy tarado? a ver, a ver, explicame, y cosas así que nunca van seguidas de la pausa para recoger la palabra del otro, sino que son rellenadas por Horacio con sus propias explicaciones.
—¿Te acordás cuando ella nos decía que teníamos que tener cuidado ahí afuera, y que nuestro lugar en el mundo era la carpintería, las máquinas, la sierra de calar, la sierra circular, el taladro, la grapadora y que la noche casi no tenía estrellas, y el suelo era de aserrín? Qué hermoso, qué hermoso dos veces, but what a beautiful lie… Estamos perdidos en el aserrín, hermano.
Ella, mamá, se enloqueció y un día se fue. Horacio me despertó y me dijo: Levantate, mamá no está y tenemos que encontrarla. La buscamos durante meses hasta que la encontramos a medias: enterrada en una zanja y partida en dos, solo encontramos del pecho para abajo, sin cuello ni cabeza ni su pelo. Acá, en este pueblo, las muertes raras siempre quedan así, raras. Orrico, que también es el único forense, vino a ver el cuerpo y solo se rascó la cabeza, hasta que ordenó que retiraran a mi madre del pozo. Las vías del tren estaban muy alejadas, y yo no creo que mi madre haya intentado copiar a mi hermano, ya que ella lo único que quería era ver a nuestro hermanito en el cielo y no creía en la teoría de Horacio. Pero como mi hermanito también estaba despedazado, partido en dos, capaz mamá pensó que debía también despedazarse para encontrarse con él: una partecita por acá, otra partecita por allá, y así, hasta que se encontró en la totalidad con Michel.
—Tenés que comprarme unos útiles para la escuela mañana, Horacio. Empezamos a hacer geometría y no tengo ni la escuadra ni el compás —le dije intentando traerlo a la tierra y sacarme de esos pensamientos tristes de mi madre. A veces funciona, a veces no.
—No hay geometría más que la cósmica, gurí. La “descuartizacion cósmica”. Yo creo que nada de lo que nos dicen es real, me cago en la porquería euclidiana —me dijo Horacio, y me asusté, porque se puso muy violento. Me imaginé que iba a mover el techo con sus saltos—. Dios existe, pero no existe entero, hermanito. Existe porque yo pienso que existe. ¡Lo inventamos mientras pensamos! El no se suicidó después de ver su creación monstruosa, tampoco murió por nuestra indiferencia, sino que se esconde en las células, en cada partícula de nosotros, así que entendeme, eso es el infinito: en cada núcleo está Dios y está infinitamente tanto en la cabeza como en los pies. Un cuerpo despedazado, como el de mamá y el de Michel, solo puede encontrarse con él en esa separación misma, porque creer que la completud es real, es como creer que la gravedad no existe. ¡Cómo podemos entender a Dios si él está en el medio de las cosas, en el núcleo mismo de los cuerpos, que es por definición aquello que no podemos encontrar: el punto, el sentido, la cosa-en-sí-misma! ¡Dios es el meollo!
Yo escucho a Horacio pero no me gusta cuando se pone a hablar de Dios y el infinito y su teoría de la “descuartización cósmica”. Algo me hace temblar y rechinar los dientes. La sierra de la carpintería vuelve a tronar y a girar, como la noche en que mamá desapareció. Y yo no quiero creer que Horacio fue el que la separó para que se encontrara con mi hermanito. Yo solo quiero creer que Horacio está enfermo y no sabe lo que dice, y que todo este asunto de los cuerpos despedazados es solo una manera loca para entender el porqué de la muerte, esa que ya no sé si es real o mentira, como Dios. Yo ahora escucho a Horacio y lo escucho para no pensar en estas cosas horribles que estoy escribiendo, que no es lo mismo que decirlas. Yo dejo que él las diga. Capaz algún día pueda ser escritor y escribir la otra mitad de mi madre, esa que me falta, la parte que tenía los ojitos lindos, la boca arrugada y el pelo largo que me gustaba acariciar. Horacio sigue hablando y yo lo escucho para no acordarme donde está la otra mitad de mamá, ni escuchar el ruido de la sierra, cuando la carpintería rugía por las noches.
FIN