Río Gordo

R

a J.W & W.B.

El negro Henrique Gomes da Fonseca subió al COTABU rumbo a Salto con el corazón en la boca. Se sentó contra la ventanilla en el asiento del fondo, con el bolso deportivo a sus pies, se bajó la visera de la gorra y cruzó los brazos sobre el pecho. El bus recorrió lentamente las calles de la ciudad, levantando gente cada cuatro o cinco esquinas, hasta la entrada de Calnu, última parada antes de tomar la ruta. Cuando las ruedas se asentaron en un ritmo plano y sostenido sobre la cinta asfaltada, el negro apoyó la cabeza en el vidrio y, canturreó para sus adentros Acorda María Bonita, la canción de los cangaceiros que su madre le cantaba para dormir.

El frío de julio le calaba los huesos, pese al par de medias y los championes de lona comprados de apuro esa mañana, en uno de los puestos de la avenida, luego de desayunar un tazón de café con galleta en la casa de su compadre Farías. El rengo no había hecho preguntas, años de tratar con la policía le habían enseñado que no saber, era una forma de estar protegido. En pocos minutos había puesto la pava al fuego, rebuscado galletas en una lata vieja y colado el café, mientras su compadre se secaba el cuerpo con una toalla y se vestía con un gastado conjunto deportivo. Acomodó los dos tazones en una mesa de cármica descascarada, y se sentó, habitando discretamente aquel silencio lleno de miedo. Frente a él, en un taburete, y todavía temblando, Henrique rodeaba la taza con ambas manos y hundía la mirada en el jarabe oscuro y dulce que humeaba.  

La noche del 12 de julio el Cuareim desbordó. La enorme panza de agua marrón, alimentada por tres días de lluvia ininterrumpida, se movía -implacable- como un alud en plena llanura. 

Henrique, Severino, Picapáu y la tropa de cebúes y vacas, habían llegado a las orillas del río dos noches antes, cuando la tormenta iniciaba. Al mando de los tres hombres iba Dom Joao Jacó de Magalhaes e Brigantes, el hijo del patrón, un fazendeiro de larga alcurnia del noroeste de Río Grande. Venían arreando 600 cabezas de ganado rumbo a un matadero clandestino en las afueras de Bella Unión. La carne faenada se transformaba en chacinados que con sellos de calidad y trazabilidad uruguaya, comprada a fuerza de influencias; se vendía en Europa. La operativa era sencilla, incluía varios traslados, abundantes coimas en la frontera y, en ocasiones, algo de fuerza bruta para sellar definitivamente silencios imprescindibles. 

Al llegar a las costas del Quaraí, desmontaron y se dirigieron al montecito de árboles de la derecha del vado. Mientras Severino se encargaba de dejar los caballos a resguardo en el monte, Joao Jacó improvisó un fogón bajo un sauce, en tanto Henrique y Picapáu tendían un encerado sobre una cuerda y lo ajustaban con estacas previendo que el suave y sostenido viento del sur se volviera bravo, como siempre, en las tormentas venidas desde la lejana pampa.

Apenas encendido el fuego y aseguradas las provisiones y  el escaso equipaje bajo el techo de campaña, un relámpago seguido del estallido de la centella dio paso a lo que durante tres horas fue una impenetrable cortina de agua mecida por la sudestada. 

A medianoche el viento calmó apenas, dando paso a una lluvia mansa e inacabable, iluminada por mil relámpagos. Los cuatro hombres se amuchaban bajo el encerado, soportando a base de café y caña el frío que se colaba por todas partes. Conjuraban el miedo con largas conversaciones sobre mujeres de cuerpos tibios y pechos siempre generosos, relatos de hazañas del gremio de Porto Alegre, e historias de aparecidos. La negra noche, matizada por los fogonazos y el estrépito de la tormenta se hizo dia con una lentitud que arañaba los huesos. 

Cuando por fin, el amanecer tiñó de gris pizarra el grueso manto de nubes que parecía no adelgazar pese a las diez horas de aguacero, Severino salió del refugio, y caminó bajo la lluvia estirando las piernas entumecidas. Mientras desagotaba la vejiga vió con temor que el agua comenzaba a desdibujar las márgenes del río, y dijo a los hombres que salìan lentamente de la improvisada choza:

—O río cresce

—¡Chuva de merda!

—¿O que é que a gente vai fazer?

Todos miraron al negro Henrique, el mayor y más experimentado

—Si no cruzamos en poco tiempo, habrá que esperar dos o tres días

—Esperamos até meio dia, dijo Magalhaes, haciendo valer la voz de mando heredada, por sobre el consejo de la experiencia.

A mediodía, sin miras de escampar, los hombres comieron un poco de carne mal asada en el fogón de ramas de espinillo. Las ramas ensopadas provocaban una fumaça intratable, pero cuando finalmente ardían, eran lo más parecido al abrigo. La caña sobrante de la noche, volvió a circular, lubricando la espera y la conversa inquieta. 

Cerca de las cuatro cuando las sombras comenzaban a perlar de añil el cielo ruin y el agua  continuaba porfiando en su  mansa caída, Magalhaes ordenó:

—A gente vai cruzar. Se ficamos esperando vamos demorar muito mais do convenido.

—Dom Joao Jacó -terció Picapáu- o rio esta gordo de mais.

—Vamos cruzar agora, insistió el joven.

—Severino interrogó con la mirada a Henrique. El negro, veterano de mil lides temía más al enojo del patrón que a la riada, y aconsejó con voz apagada :

—A gente faz o que o patrão manda.

El cruce fue un desastre. El ganado, asustado por el río que corría en un torrente marrón y espumoso dudaba en entrar. Las vacas clavaban las patas en la orilla, mugiendo inquietas, desconfiadas. Los hombres, montados en los caballos también inquietos gritaban, y picaneaban las ancas de las vacas hasta que lentas y pesadas comenzaron a meterse en el torrente del Quaraí. 

Severino, envuelto en un enorme poncho de nylon amarillo, con la brida en una mano y  una larga pértiga en la otra, tanteaba el fondo y medía en las reacciones del tostado la fuerza de la corriente. El caballo, llevado por la mano firme del hombre, logró cruzar tras unos minutos eternos por la zona más baja. 

Ya en costas uruguayas, Severino giró al animal sobre las patas traseras y se volvió, enfrentando a sus compañeros y a la masa de ganado aún por cruzar. Con las bridas aseguradas en su mano izquierda, buscó la mirada de Henrique, mientras con la mano derecha golpeaba en el agua indicando el camino. La larga tacuara provocaba fugaces remolinos entrando y saliendo del torrente grueso como un caldo de carnero, mientras el ganado azuzado por los gritos y las picanas comenzó su lento avance.

Joao Jacó se ubicó mirando hacia la costa brasilera, montado en su caballo que de puro susto quedó quieto, como estaqueado en la mitad del río. Las primeras vacas cruzaban por su  izquierda, siguiendo al caballo de Henrique que no quitaba la vista de la costa uruguaya, procurando seguir el trayecto que había hecho su compadre en el primer cruce. 

Apenas Henrique y la cabecera de la tropa pisaron suelo oriental, Severino cruzó nuevamente hacia el lado brasileño, pasando por la derecha del patrón que como un poseso gritaba a los animales y los tocaba en las ancas con su caña. Ya en tierra firme, comenzó a recorrer una y otra vez los costados y el fondo de aquella enorme masa de ganado exhausto y asustado para evitar una estampida. Sobre la costa, Picapáu insistía en empujar, como a barcos nuevos, a los animales río adentro. 

Luego de veinte largos minutos, unas cien vacas estaban ya del lado uruguayo, y cerca del doble avanzaban con lentitud dentro del  río. Sobre ellos, el cielo se encabritaba nuevamente, y el viento de frente a la tropa que se abría paso en el agua, castigaba los hocicos de los animales, y las vistas de los hombres. 

Llevadas por el contagio y el miedo las reses entraban al río apretándose unas contra otras… En cuestión de segundos la fila que habían logrado mantener se volvía una masa informe que rodeaba al caballo del patrón. El negro, viejo vadiador de ríos y arroyos, sabía del peligro de quedar en medio de una majada en movimiento y  para peor en el agua. 

El cielo había vuelto a tornarse un campo atravesado por los relámpagos y, los truenos parecían el lejano llamado de tambores de guerra. El mugido de las vacas, era un coro agudo que respondía casi como un llanto a aquella furia grave y lejana. En medio del río, rodeado por una enorme masa de carne con cuernos, el caballo del patrón se ponía nervioso, agitado y buscaba girar. Sobre el lado brasileño, Severino viendo el movimiento, se persignó.

—Pai nosso nao deixes a o diavo meter a cola, masculló, pero su plegaria no llegó a destino

El infortunio que latía en el aire desde la tarde anterior, cayó sobre la partida en un chasquido brutal que rasgó el cielo. El rayo dió de lleno en el sauce y cegó por un instante a Henrique que se aferraba a las riendas de su tubino del lado uruguayo. El moro del patrón se levantó sobre las patas traseras y el joven apenas si pudo mantenerse sobre la silla. Apretó las piernas sobre los costados del animal y se aferró a las bridas en un gesto reflejo, tan automático como inútil. El caballo bajó las patas delanteras y quedó semi montado en la cabeza de una de las trescientas bestias enloquecidas que apuraban el paso. Desesperado el joven Joao Jacó lo espoleaba, y lanzaba golpes con su pértiga sobre aquella masa que se lo llevaba ya sin remedio. El caballo perdió pie, y  se desplomó  de costado arrastrando consigo al joven patrón que en vano, trataba de zafar los pies de los estribos. 

En la costa brasilera el sauce, ardía convertido en una antorcha. Severino y Picapáu espolearon sus caballos lanzándolos al río. La masa de lomos, cabezas y cuernos era un hormiguero en movimiento, el vado, un manojo de remolinos marrones, en medio de la oscuridad viscosa que comenzaba a envolverlo todo. 

En la costa uruguaya, Henrique gritaba y espoleaba su caballo, sin poder entrar al río, de donde no dejaban de emerger vacas asustadas que mugían sordas y miraban sin ver con los ojos enormes abiertos a la nada. Apenas pisaban tierra más o menos firme su paso lento y trabajoso se volvía un galope pesado, tosco. 

El viejo peón debió marchar hacia la derecha esquivando la masa para intentar entrar al río. El patrón no asomaba en ningún sitio, y a su izquierda solo se oían los gritos de Picapáu, que había caído al agua cuando su caballo perdió pie en medio del vado. Severino, dando todo por perdido, había logrado retornar hacia la costa brasilera y desde allí llamaba

—Patrão, Patrão!!

Vió caer a su compadre y cabalgó hacia su derecha. Con una destreza aprendida en años de oficio, lanzó una cuerda hacia donde Picapáu agitaba los brazos; lo vió tomar la cuerda, y comenzó a intentar hacer retroceder al caballo, pero el animal, asustado, no respondía. Sus patas clavadas en el suelo eran como palafitos. 

—¡Puta que pariú! gritó, bajando del caballo y tirando con todas sus fuerzas. Picapáu trataba de moverse, pero la masa empujaba hacia el otro lado. Desesperado, intentó montar en una de aquellas moles, pero solo logró rodear con los brazos el cuello de una. La bestia sacudió la cabeza, el hombre sintió el pinchazo en las costillas y perdió pie. La cuerda cayó floja en el agua.

En la orilla, Severino vio desaparecer a su compadre de mil jornadas, y su grito cortó el aire. Clamó al dios del cielo, pero no hubo más respuesta, que el sordo bramido de la tempestad sobre el agua, un espejo oscuro con reflejos color fuego y atravesado por cuernos en marcha hacia la costa oriental.

Entonces, en un único y preciso movimiento llevó la mano a la cintura, desenfundó el viejo 38 y lo apoyó en su sien. Bajo la lluvia su rostro era un mar de lágrimas cuando apretó el gatillo.

Tras un largo rodeo, Henrique había conseguido cruzar cuando oyó el disparo. Llegó hasta el cuerpo de su amigo ya muerto, bajo la luz rojiza del sauce ardiente. Lanzó un grito de espanto, hizo girar el tubino sobre las patas traseras y emprendió un galope ciego, por la costa. Sus imprecaciones rebotaban sobre la panza negra de la tormenta y retornaban en el viento. Galopó bajo el temporal  por horas hasta llegar a la zona del río iluminada por las tenues luces de Bella Unión. Conocedor avezado, muerto de miedo y horror, atravesó a nado la distancia breve hasta la isla. Allí aguardó empapado hasta el amanecer. La lluvia se detuvo en algún momento. La primera claridad le permitió descubrir un par de chalanas abandonadas. Los contrabandistas siempre tenían alguna allí, dada vuelta en la orilla, pronta para cualquier apuro.

Dio vuelta a la vieja nave pintada con mil capas de verde. En la proa, una letra escolar en tinta roja decía “La Sufrida”. Remó lento, atento a lo que ocurría en la ciudad, donde la quietud debería durar al menos una hora más. Cuando saltó a tierra ya tenía un plan en mente. Apuró el paso, con el cuerpo siempre pegado a las paredes. Al llegar a lo de Farías dio tres golpes secos. 

Un minuto después la cara del dueño de casa se dibujó en el breve espacio entre la hoja apenas abierta y el marco de la puerta.

—Me ajude compadre, dijo, temblando

Una hora y media más tarde, molido de cansancio y presa del horror Henrique Gómes da Fonseca cerró los ojos dentro del COTABU. Sin embargo no logró conciliar el sueño, la memoria de los gritos desesperados, el mar de mugidos y el retumbar del rayo eran una jauría de demonios aullando en su cabeza caída sobre el pecho.. 

Al llegar a Salto, se dirigió a los enormes galpones de Caputto y se ofreció como peón de carga. El jornal pagó un cuarto de pensión estrecho y silencioso, una ducha caliente y un plato de un ensopado que tras un día y medio sin comer, le supo a paraíso.

Hizo pocas preguntas, trabajó seis días más y se largó a la ruta cuando escuchó en las noticias de la mañana que la policía intentaba identificar el cuerpo de un hombre que había aparecido flotando del lado uruguayo del Cuareim, a metros del sitio en el que la policía brasilera había identificado el cuerpo de Severino Falcao, ciudadano riograndense encontrado con un balazo en la cabeza por la policía estatal que organizó una batida en búsqueda del ciudadano Joao Jacó de Magalhaes, cuyo paradero se desconocía desde la semana pasada.

Tras un viaje de casi diez días, con el rostro curtido, las manos ásperas, el cuello de la camisa de tartán subido hasta las orejas, y una gorra de lana negra, Henrique, el brasilero, llegó a Dolores. Hombreó bolsas de harina durante cuatro meses, y en el inicio de año nuevo, en uno de los bailes callejeros de la zona de los molinos, fue que lo conocí.

El brasilero es silencioso, ceba mate espumoso durante dos termos, cocina picante y hace el café de la misma manera en que me hace el amor, oscuro, perfumado y pleno de sabores siempre nuevos y vibrantes. De su pasado solo habla en sueños, o en alguna ocasional confesión empapada en llantos y caña blanca. Ha sido en la paciencia de apoyar mi mano en la suya cuando me habla en un balbuceo inentendible; o en su pecho cuando su sueño se agita y su cuerpo es una tormenta de nombres, lugares, discusiones e imprecaciones que he podido reconstruir algo de lo que allí aún se agita. Guardo esa memoria casi sagrada, sin preguntas, y sin datos corroborables, para mis hijos. Sus hijos.

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Edh Rodríguez

Nació en Mercedes en 1972. Escuchador compulsivo de rock, pop, blues, jazz y otras yerbas. No le incomoda ver cien veces la misma película, ni leer de nuevo los mismos libros de siempre. Sigue sin saber bailar tango.

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