La imperiosa necesidad de orinar lo sacó de la cama minutos antes de que el alba rayara en el cielo cargado de nubes. Desagotó la vejiga, se enjuagó la cara. Eran las cinco y veinte. Ya en la cocina, puso en el fuego un hervidor pequeño y esmaltado lleno de café, mientras buscaba en la bolsa una galleta de campaña que dejó sobre la mesa.
El fresco de abril se le instaló en la espalda. Caminó apurado hasta el dormitorio. Calculando el tiempo del hervor, manoteó del respaldo de la silla de madera el cardigan deshilachado con media hilera de botones y se lo calzó por encima del pijama. Enfundó los pies en unas medias gruesas, y se calzó las pantuflas raídas.
El día se anunciaba gris y seguramente lluvioso, a través de la ventana de la cocina. Mientras retiraba del fuego el café -a punto de hervir-, pensó en ese sueño que se repetía con una insistencia cada vez más inquietante.
Estaba parado en medio de una multitud expectante. Hacía un calor seco, compacto. Las mujeres vestían prendas largas de colores opacos y pañuelos en la cabeza. Los hombres, túnicas claras y turbantes que los volvían aun más altos e imponentes. Muchos llevaban barbas largas, más o menos cuidadas. Todos tenían impresas las marcas del mar y el desierto en los rostros: labios cuarteados, ojos transformados en una rendija.
Parado en el punto panóptico de los sueños, Milton era a la vez protagonista, coro y espectador. El murmullo crecía, las voces se cargaban de angustia, alaridos agudos, y gritos gruesos que desgarraban el aire. El estrado de madera rodeado de soldados le permitió entender que estaba en la antigüedad o en una película de los cincuenta. Los legionarios, tiesos, afirmados en sus jabalinas delgadas con los escudos rectangulares y curvos atados a sus brazos izquierdos, miraban sin ver a la multitud. Los cascos brillaban bajo el sol.
***
Llenó un tazón de café caliente, y lo aclaró con un chorro de leche. Abrió la galleta y remojó una mitad en el tazón. Se la llevó a la boca, sorbiendo para evitar que el borde cayera dentro de la taza o sobre la mesa. Bebió.
Apretó los ojos, bostezó, se metió otro trozo de galleta en la boca. En unas horas, vestido de túnica blanca y con la estola de raso verde bordada por las hermanas del Sagrado Corazón, enfrentaría una nueva Misa de Ramos. Tras seis años como párroco de aquel pueblo pequeño a la vera de la Ruta 1, atesoraba una larga ristra de recuerdos cálidos, tiernos. También un pesado collar hecho de las perlas de la traición, la cobardía y las pequeñas mezquindades de quienes en confesión abrían alma y memoria al silencio del cura todavía joven.
Sus manos enormes, llenas de callos de gurí criado en el campo, hecho a mil oficios, palmeaban con sabiduría el hombro de los dolientes. Los dedos gruesos sabían del alivio que dan los aceites sobre la frente en el último momento de hombres y mujeres sencillos que esperan que al final algo del paraíso y de la misericordia divina sean tan verdaderos como el hecho ya irreparable de que les falta el aire, mientras sus miradas se vacían en un adiós mudo y definitivo.
Desde los tiempos de los Padres de la Iglesia, la homilía del Domingo de Ramos no es otra cosa que la sencilla alabanza a Dios nuestro señor, en la humilde presencia de Jesús montado sobre un borrico, y los gritos de la muchedumbre que saluda al Mesías. Luego vendría el giro, la puesta a prueba, la traición, la tentación de la violencia en defensa de causas justas.
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La primera vez que tuvo el sueño, casi un año antes, apenas terminada la Semana Santa, despertó con el corazón agitado y envuelto en un sudor frío. El olor de su cuerpo era tan intenso que no solo debió darse inmediatamente una ducha, sino que cambió la ropa de cama, dejó orear las frazadas, y dio vuelta el colchón. Se obligó a lavar a mano las sábanas, en la pileta del patio, con jabón Bao, tal como recordaba lo hacía su madre. Fregaba la tela sobre la superficie ondulada de la pileta de lavar como si estuviera borrando de su conciencia una culpa horrible.
Cuando colgó las sábanas chorreando agua, luego de casi una hora de jabón y enjuagues, se permitió hacer el mate, pequeño, hirviente, siempre espumoso, y se dirigió a su escritorio. Tomó el cuaderno verde inglés de tapas duras que guardaba desde su llegada al pueblo y comenzó a escribir con su letra redonda, pareja y apretada .
“El calor resultaba insoportable para la multitud de mujeres y hombres reunidos en la plaza bajo el sol. El espacio de tierra rodeado de palmeras y casas chatas, de aberturas pequeñas, paredes gruesas y encaladas era un hervidero de gente. El sudor perlaba su frente de gotas gruesas y grasosas. Lázaro pasó sus pulgares por las cejas, desde el centro hacia los bordes de su rostro gastado por el aire salado y cálido del desierto. El movimiento evitaba que las gotas cayeran sobre sus ojos dejando dos hilos de sudor que bajaban por sus sienes, hasta perderse en la barba espesa…”
Milton dejó de escribir. Temblando miró el párrafo, lo leyó con detenimiento. —¡Dios mío! ¿qué estoy haciendo? —se preguntó en voz alta—. No pudo evitar continuar con la lectura. El texto se le imponía:
“Abriéndose paso entre la multitud un hombre se acercó y se detuvo a su lado. Los hombros se rozaron brevemente. Sin dejar de mirar al frente, el hombre dijo: —Cuando el cerdo romano pregunte, gritas el nombre de Barrabás.
—Lo sé, hermano, lo sé.
Sobre el lado norte de la plaza, en un estrado de maderas sin pulir, custodiados por soldados armados a guerra, los tres condenados aguardaban.”
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Milton era, a sus casi sesenta años, el mismo niño de fe sencilla, enamorado del paciente caminar de las hormigas que siegan hojas en grupo, las trozan para llevarlas a la colonia, y entierran a sus muertos en la casa común. Seguía admirado de la destreza sin pensamiento del hornero, del inequívoco canto del tero que anuncia visitas no deseadas y de la mansedumbre de la vaca que enfrenta el marrón sin retobarse ni recular.
Dios padre era para él la sencillez inapelable de los ciclos de la naturaleza. Pero también era ese ser despiadado y oscuro que poblaba la Biblia de personajes trágicos que reaseguraban el cumplimiento del plan. Judas, traicionado por dios padre, condenado a ser traidor y arder en los quintos infiernos, o no cumplir el plan divino… y arder en los quintos infiernos.
Judas el hombre que de la sencilla fe compartida en torno a una mesa y un camino común, pasa a ser el canalla que se deja seducir por 30 monedas de plata. Judas el iscariote, Judas el que transa con la yuta, Judas el que abandona a su pueblo y se acomoda con el invasor. Judas que besa para señalar al sacrificado. Judas que recoge su precio. Judas, pequeño hombre abrumado por la culpa, ahorcándose en las afueras de Jerusalem. Sinónimo del traidor para una civilización mancillada de religión y poder, cuya sombra borra hasta el recuerdo de Alcibíades, o la displicencia burocrática de Pilatos que enjuaga sus manos ante un pueblo que firma a gritos una sentencia de muerte.
Pese a todo, no era el Iscariote el que preñaba de imágenes y aullidos el sueño de Milton sino Barrabás, el liberado. Barrabás, líder de la guerrilla, que el relato bíblico reducía a vulgar ladrón, era el elegido por el pueblo. Era quien resultaba liberado por los romanos, siempre dispuestos a aceptar las costumbres locales de las provincias que continuaban anexando a su vasto imperio.
En la narrativa que llegaba a los simples, los romanos liberaban al criminal casi como el precio que pagaban para segar de un solo y definitivo golpe, la vida del dios hecho hombre. Pecado de pecados.
***
El sueño era por demás cruel. Lázaro el resucitado por Jesús, era quien iniciaba el grito de la turba, reclamando la vida de Barrabás. Judas Iscariote, el traidor, casi desaparecía frente a la brutal paradoja de este Lázaro, resucitado con el solo fin de matar -en el sueño- a quien lo había vuelto a la vida. Y era Milton quien lo encarnaba. Si el lugar de Judas era imposible, al menos respondía a un plan divino. Macabro, pero divino. En cambio Lázaro, gratuitamente, sin motivación alguna se volvía de pronto contra el mismo hombre que lo había hecho levantarse de entre los muertos en uno de los milagros más impactantes del Nazareno. Y Lázaro era Milton.
Continuó escribiendo. De un tirón. Lo escrito, fuera de descripciones que siempre son una dilación, podía resumirse en unas pocas frases angustiantes.
***
En la penumbra del atardecer, frente al fuego, Milton piensa en lo imposible de la tarea que día tras día, casi como una condena, el sueño le impone.
Hasta que se sentó a escribir, siempre había creído que un sueño era una historia. Que podría portar o no un significado, que traería una premonición oculta o un deseo inconfesable, pero al fin y al cabo, una historia.
Y su sueño podría serlo, si no fuera por esa voz inapelable que lo forzaba a escribir. A escribir recortando, a recortar escribiendo. Una escritura que no tenía paciencia para el lento fluir de las palabras, para el delicado trazo de la tinta sobre las hojas gruesas de su cuaderno de tapa dura, sino que exigía ser escrito. No contado.
Cada imagen, cada olor, cada grito, cada gota de transpiración. Cada olor intenso, cada onda de la reverberación del sol sobre la arena, cada brillo de los metales. Cada gesto de terror, cada movimiento furioso. Todo debía ser escrito. Todo debía tener sentido. Y todo debía hacerlo sin que Milton se diera el lujo de contar una historia.
En el fondo todo se reduce a un problema de traducción. El sitio de llegada son palabras escritas; el inicio, un montón de impresiones recibidas como imágenes. En medio, la angustia como único camino posible. El filo de la espada pendiendo sobre su cuello cada vez que se dejaba ir en una descripción.
Se levantó. Buscó escribir sus reflexiones, pero como en medio de una resaca vio las palabras enredarse cada vez más, extraviando el sentido. Supo que estaba perdido.
Se dirigió al baño y abrió el agua caliente de la ducha. Se desnudó esperando el vapor. Descorrió la vieja cortina de nylon, se metió bajo la ducha y sintió la caricia del agua caliente en los hombros. Sabía que le aguardaba una larga noche de insomnio.
***
Milton volvió al escritorio. El pelo escurría aun agua en el cuello y las patillas, se arrebujó dentro del salto de cama y encendió un cigarrillo. Era su único vicio, a pura fuerza de voluntad lo tenía bastante controlado; uno o dos por semana, solo los domingos a la tarde, o cuando necesitaba meditar. De joven había fumado mucho.
Hacía ya tres meses desde la primera vez que tuvo su sueño. No había semana en la que al menos una vez, no se despertara al alba, empapado y al grito de “¡Barrabás, Barrabás!”. Esos días, se salteaba el café, y marchaba directo al escritorio, en pantuflas y apenas abrigado, a escribir otra vez el sueño que lo forzaba cada vez más.
Lo más extraño de aquel impulso es que no se trataba de Decir el sueño, sino de Escribirlo. El decir está siempre sostenido en las inflexiones de la voz, silencios, tonos, momentos de aceleración, volúmenes y pausas que enfatizan. Cuando el decir además era cara a cara, como en sus homilías o en las charlas con los vecinos, estaba poblado de gestos. Miradas, cejas que se arquean, manos que se mueven, brazos que describen círculos y parábolas. El pasaje del susurro al grito de ser necesario. La música del decir se escucha, siempre diáfana, apenas se le presta oído.
Todo aquello que en la escritura está vedado. No hay en la palabra escrita nada como el sonido de las sandalias de mil soldados romanos levantando rítmicamente el polvo de las calles de una Jerusalén que ve ponerse el sol y se inunda de un tono anaranjado que preanuncia un baño de sangre.
La escritura exige otra cosa. En un punto necesita ser despojada. No hay música, apenas un ritmo pautado por la respiración de las palabras. Al menos así le sucedía a Milton con la escritura de aquel sueño maldito que no dejaba de asediarlo.
¿Cómo pasar a palabras sobre papel la angustia que cierra el pecho? ¿Qué frase dice del terror? ¿Cómo escribir, la visita en plena noche de Judas Iscariote, desencajado, amenazante y fuera de sí?¿Cómo escribir ese momento en que la súplica ya es amenaza, el instante en que el llanto desesperado da paso a la mirada asesina que hiela la sangre?
¿Cómo describir los estados de ánimo que atraviesa escuchando aquella mezcla de confesión con demanda inapelable? ¿Cómo escribir que Lázaro es él mismo, Milton, cura de pueblo, si ni siquiera él logra entenderlo? Cuando algo se sabe apenas como una certeza oscura…
Encendió un nuevo cigarrillo, el anterior se había consumido abandonado en el cenicero de madera. Habían pasado cuatro horas desde que se sentara frente a la hoja en blanco, carcomido por las mismas dudas de sus años mozos en el seminario, leyendo y devanándose los sesos con textos, interpretaciones y sobreinterpretaciones del mismo viejo y llano texto dictado por dios al evangelista. Salteador, preso famoso, sedicioso, miembro de la resistencia, asesino… Ese era Barrabás, un revoltoso al que el cine presentaba además como bastante mal entrazado, de barba negra y ojos torvos, casi lascivos.
Sin embargo, en el arameo de nuestro señor Jesucristo Bar-Abba era el “hijo del padre”. Y Jesús siempre iniciaba sus plegarias diciendo “Abbá”, padre. Versiones griegas ya hablaban del grito “libera a Jesús Barrabás”.
La luz clara del amanecer avanza sobre el monte a la salida del pueblo. Los eucaliptus plantados allí casi sesenta años antes se dibujan como siluetas negras y apretadas contra un fondo que fue añil y ahora es de un rosa intenso. Milton, recostado al marco de la puerta de la cocina apreta en su mano la hoja que contiene las 33 palabras a las que ha reducido el sueño.
***
—Si de verdad dios existe, y si de veras envió a su hijo a salvarnos, si es cierto que Jesús caminó en judea y multiplicó peces y panes para repartir entre los hambrientos, no fue para que montáramos esta enorme farsa que amontona edificios, oro, cardenales, y bulas papales condenando a todo el que cuestiona el orden establecido —parado en el centro de la nave, micrófono en mano, mira a sus paisanos que colman la iglesia del pueblo—.
Se detuvo un segundo, suspirando, su hablar pausado no ocultaba la tensión de cada una de sus palabras.
—Si de veras hay un dios, no nos quiere aquí congregados escuchando como un hombre vestido de túnica y estola repite por millonésima vez el mismo relato y el comentario destinado a llenarlos de culpa… Sus manos tomaron la estola y pasándola por sobre su cabeza, la dejó caer a sus pies, desató el cordón que ajustaba la túnica a su cintura gruesa de quietud, fideos y arroz.
Se quitó la túnica, la apoyó a su costado y ante el silencio espantado de su parroquia, comenzó a caminar hacia la puerta. Su dios, ya no habitaba en aquellos ritos, ni tenía su morada entre cuatro paredes.