Sebastián Caballero murió el primero de diciembre del 2023, en la capital de este minúsculo Departamento. Nadie me ha rogado mantener el secreto de su muerte, de hecho, todo lo contrario, me parece correcto aclararlo. Pero lamentablemente, no soy un exégeta de las viejas escrituras, un descifrador de piedras de Rosetta, ni un detective salvaje, solo pertenezco al mundo olvidado de los escritores invertebrados que lo hacen por pura diversión. Imagínese, la tarea de revelar la muerte de Sebastián Caballero ha caído en las manos de un farsante, pobre de él. Pero hoy no tengo los deseos de ser detenido por un asalto de haraganería, así que iré directamente al hecho: Sebastián murió ahogado.
Morir ahogado es una muerte violenta, pero al menos Sebastián Caballero no molestó a nadie. La idea de dejar un charco de sesos en la pared de un motel de buena muerte es de mal gusto. El cadáver siempre es recuperado por los bomberos o algún pescador con mala suerte, días después, inflado, blanco, ensopado, como un bebé que sale del útero de su madre pero sin llanto, sin el miedo atronador del choque con el mundo de los vivos. Sebastián Caballero eligió la muerte edípica, volver al charco materno para nunca salir. Pobre de él, pobre de mí que intento encontrar algo de verdad en su muerte. Pero el problema no es el agua entrando por sus pulmones, no es la muerte por asfixia tras el paso de líquidos a la vía aérea lo que acá me importa, ya que esa es la muerte del forense y de la vieja que escucha las radios en la mañana, yo aspiro a mucho menos: a la verdadera muerte, a la que llega, y le llegó a Sebastián Caballero en vida, mientras pisaba la tierra colorada.
Recorrí la misma ruta, me tomé el tiempo que la policía calculó gracias a tres cámaras de vigilancia recientemente colocadas, que le llevó a Sebastián Caballero caminar entre su vivienda en el barrio el Cuartel hasta la entrada del Camping los Treinta y tres Orientales. Diría incluso, que di los mismos pasos, me detuve en las mismas esquinas, y fumé la misma cantidad de cigarrillos en los cuarenta y dos minutos de marcha. Lo hice también en un fin de año, ese último día fatídico e insípido, mientras todos a mi alrededor llenaban los estómagos con carne asada y vino con frutilla. Escuchaba los aplausos, la celebración, las buenas nuevas y los deseos de otra cosa, que no fuera parecida a esta cosa que acababa de terminar. Sebastián Caballero se nutrió de todo esto, se empapó de los ecos que recorrían las calles a la medianoche, mientras se dirigía a su inexorable final.
El río es invisible en la noche. Solo se escucha, ronronea como un felino y emite un frío helado. Observé la negrura eterna y me imaginé a Sebastián Caballero observando, digo, escuchando a las aguas tibias. ¿Qué elemento, cuál es el gen que predispone a dar los cinco pasos, o seis, para que el cuerpo quede totalmente sumergido? ¿Cuál es la voluntad para no respirar? Contuve mi respiración y entré al agua. El primer paso es fácil, la arena es firme, la boya roja que indica profundidad está a tres pasos máximo. Tal vez él se detuvo aquí también y reflexionó sobre ese paso. Un paso enorme, de un peso enorme y de una humildad gigante, reconociéndose poco original, un calco de millones de muertes en la historia del mundo sapiens, ya que no creo que un australopitecos se haya ahogado a propósito. El gen de la autodestruccion es hijo de la conciencia, puto Descartes. Sebastián Caballero dio al menos tres pasos más pero yo me congelé en el primero. Unas luces explosivas brillaron en el cielo, eran los fuegos artificiales del Club Náutico detrás de los Sarandíes. Las aguas se iluminaron. Tal vez Sebastián Caballero encontró en esos segundos algo perpetuo, una corriente de agua visible y de repente, la oscuridad de nuevo, como metáfora de su vida minúscula, de nuestras vidas minúsculas.
Salí del agua y miré el cielo repleto de estrellas y las conté, una a una, hasta quedarme dormido en la arena. Recuerdo haber llegado al número trescientos veinte. Sebastián, amigo mío. ¿Cuántas estrellas contaste vos? Espero que millones. Pero sospecho que no miraste el firmamento (lo único hermoso de este pequeño Departamento). Algo tan alejado como el infinito, y la idea de un viaje interestelar estaba ahí, mirándote desde arriba, soplando en tu espalda para despertarte, y no hiciste caso. Las luces iluminaron este el río y te confirmaron ese paso primigenio al derrumbe, tropezaste y caíste en el otro infinito, Seba.
Si tan solo tuviera el coraje para ser deísta no sería escritor y no te extrañaría. Al motor primero inteligente y supremo, ni vos ni yo, nunca juramos lealtad. Pero te cuento todavía, idiota, a ver si te aparecés en los números, en la cantidad de los fenómenos naturales, en las particulas de polvo, en los datos fríos de una estadística mortal, en las charlas etílicas en el corazón de este mundo que te quebró.
Sebastián Caballero murió el primero de diciembre del 2023 y no sé por qué.