Operarios

O

¿Sos el nuevo? ¿Qué hacés acá? ¿Cómo te llamás? 

Me llamo Juan, soy operario. Hago cosas de operario en el depósito. 

¿Podés ser más específico, Nene? 

Pongo cajitas de celulares en cajas más grandes y luego pongo esas cajas en un camión que las reparte por diferentes comercios en Montevideo y el interior. 

¿Estudias algo? 

Estudié psicología en la Pública. 

¿No terminaste? 

Me recibí hace dos años. 

Mirta dejó la taza de café y me miró sonriendo. Así que psicólogo me dijo. Y sí, está lleno. Son muchos, concluyó. Una especie de hedor a triunfo personal la rodeó de repente. Mirta fue al baño con su sonrisa puesta. Me recordaba a los bagres que pescábamos en el rio Yí. Incluso tenía algunos bigotes que se revelaban a trasluz. 

Y sí, somos muchos, me dije mientras sacaba del microondas el táper (sí, sí, el tupperware) con el estofado que había hecho mi novia la noche anterior. Me acomodé en una de las sillas de madera que adornaban la sala de descanso. Una televisión de muchas pulgadas mostraba en un programa matutino. “Las excusas más comunes de los hombres cuando se dedican sistemáticamente a engañar a sus esposas”. Excusa número cinco: mucho trabajo. Y sí, pensé. Esa es la que yo diría. De tantos celulares que se venden esa es bastante creíble. Las excusas cuatro, tres y dos fueron imposibles de escuchar ya que en realidad era más interesante mirarle el culo a Romina que había entrado al comedor. Excusa número uno: jugar al golf. ¨Más del sesenta y cuatro por ciento de los hombres en los Estados Unidos que engañan a sus mujeres utilizan esta excusa ya que un partido de golf puede variar muchísimo dependiendo si es hoyo en uno, o no¨ dijo la veterana rubia en la televisión. Levanté mi taza de café y asentí a su imagen grotesca y totalmente desplazada geográficamente. Habrá que comprarle un pasaje de avión a Estados Unidos a que le metan un hoyo en uno, comenté en voz alta. 

Mirá, dijo Romina ignorando totalmente mi comentario, si mi gordo dice algún día que estaba jugando al golf, lo mato. Mirta rió y comentó algo parecido. Y vos, Juan, me preguntó Romina. Qué excusa usás. Yo no miento, le dije. Es químicamente imposible para mi cerebro decir mentiras. Cómo, preguntó Romina dejando el tenedor con una moña bañada en tuco sobre la mesa. Es complejo, le dije. Algún día, con tiempo, tal vez te explique. 

Tanto Mirta como Romina no contestaron. Volví al trabajo. 

En realidad lo que le dije a Mirta fue un resumen, mi obligación como pilar fundamental para la empresa de logística era diferente; no solo consistía en la colocación de cajas dentro de cajas, también debía poner en cada caja de celular dos stickers con el logo de la compañía telefónica: dos emes verdes. ¿Cómo pensábais que esas Emes llegan al mundo, imbéciles? Alguien las tiene que poner. Eso era importante. Yo era aquél, Dios es mi testigo, que metía emes verdes en cajas de celulares. 

En fin, puse más emes en cajas, esas cajas en otras cajas y esas cajas en un camión hasta las seis de la tarde. Fui a los casilleros para cambiarme. No había sido malo para el primer día. Psicólogo las pelotas, me dije. 

El segundo día llegué media hora antes que el resto de mis compañeros. Solo estaba Rosa aspirando y limpiando los baños. La televisión siempre estaba prendida en el mismo canal de aire. Tres conductores: uno periodista deportivo, otro cantante de murga y la mujer que salía en las publicidades de Ibumidol, decían buenos días con una sonrisa perturbadora. A los cinco minutos llegó Víctor: karateca, petiso, diabético tipo uno, amante de libros de autoayuda, voz extremadamente fina y guardia de seguridad. Lo saludé y paré a servirme un café. 

La máquina de café era lo único que me motivaba. Puedo jurar que muchas mañanas solo me levanté por la idea del café gratis. Son increíbles las excusas que uno encuentra para no suicidarse. Con la máquina y su imperativo ¨sírvase¨, mi cerebro lograba cierta Gestalt que opacaba al homicida-suicida en potencia. Tomaba casi seis cafés por jornada. En mis peores días fantaseaba con que cada café era una pérdida minúscula de la empresa y que, aunque insignificante, era algo que yo les usurpaba como un ladrón sigiloso y simbólico. Era mí revolución minúscula y desquiciada contra el sistema opresor. 

Buen día, Juan, me dijo Víctor cuando me vio entrar al depósito. Ya se había cambiado de ropa y lucía su uniforme y pistola nueve milímetros. Los guardias estaban armados. Supuse que la máquina de café era muy valiosa. 

Buen día, Víctor. Qué estás leyendo, pregunté señalando el libro que tenía sobre la recepción. Un libro de Osho (siempre eran de Osho), es muy bueno. Vos que sos psicólogo lo tendrías que leer. Hay que abrir la mente. Sí, seguro, respondí y proseguí a darle un sorbo al café mientras él se concentraba en pasar el detector de metales por mis piernas. Teníamos cámaras en casi todos los ángulos posibles y para entrar al depósito o salir de él, nos controlaban con un aparato fálico capaz de encontrar metales en nuestra ropa. Todo esto, claro está, por sí el impulso innato del trabajador mal pago florecía y escondíamos algún equipo celular en las pelotas o en nuestras axilas. 

La máquina fálica buchonera lanzó un pitido y se me permitió la entrada al depósito (teníamos que entrar sin aparatos electrónicos), llegué a mi puesto de trabajo donde ya estaba Sebastián metiendo cajas en cajas. Tiré el vasito de café frío y proseguí a imitarlo. 

Mi trabajo ya lo expliqué. No había muchas variaciones salvo cuando había que realizar inventarios de todos los celulares del depósito. Era una tarea bastante agotadora, y me molestaba el eufemismo ¨inventario¨ para el concepto de lo que sería algo más o menos así: 

Como ustedes, jóvenes proletarios con la buena suerte de tener un trabajo de nueve horas con sueldo mínimo y café gratis en un país pobre con complejo de inferioridad, pero no la solvencia económica ni la casta familiar, para permitirse algunos de los aparatos que aquí se manejan, haremos un ¨inventario¨ para comprobar que acá nadie se robó nada

Salvo eso, el trabajo no presentaba mayores dificultades. Todo era mecánico, desde el movimiento de las manos hasta las respuestas a las conversaciones ligeras que a veces se animaban a aparecer para ser cortadas con una mirada del encargado. Las normas establecidas para el trabajo de operario eran infrahumanas e incluso serían ilegales hace cincuenta años aunque no se cumplían a rajatabla. Estaba prohibido sentarse, conversar, mirar hacia atrás, ir al baño a hacer algo no vital (lavarse la cara, mirarse al espejo, etcétera). Era claro que jamás se cumplían esas estupideces pero el encargado parecía a veces creerse el chiste si la gerente lo miraba desde el segundo piso. 

Caja tras caja pasaba la mañana. Una hora para almorzar al mediodía y luego caja tras caja hasta las seis de la tarde. No sin antes, claro está, que el jefe de depósito (bien vestido, un poco gordo, y con muchos aires de jefe) preguntara con una sonrisa demasiado honesta (que si lo analizamos un poco, es terrible) si alguien estaba dispuesto a venir a las siete de la mañana, sumando dos horas más a las nueve que nos llevaba la jornada. Entrar a las siete equivalía para mí estar más de trece horas en aquel lugar olvidado por Dios, ya que viajar al trabajo me llevaba una hora de ómnibus ida y otra de vuelta. 

Jamás fui a las siete. Por más camiseta de la empresa que se pregonara yo prefería ponerme la mía y la de la máquina de café. Mi revolución era pequeña pero me mantenía cuerdo. 

*** 

Mis compañeros de trabajo variaban mucho, como los buenos zoológicos de antaño. Ninguno demostraba salirse de lo común en cuanto a inteligencia, (salvo Malena, creo que ya conté su historia, o al menos lo intenté) pero yo tampoco, así que no me molestaba. 

Creo que les puede interesar el caso de Mabel. 

Mabel tenía 21 años. También era operaria. Era la más rápida poniendo cajas en cajas. En mi primer día festejaron su onomástico, con torta, velas y demás. Era muy pálida, rubia, simpática, con los dientes muy desgastados y amarillos. Fumaba un cigarro tras otro en los descansos. Era extravagante en cuanto a ideas. Supuse muchas veces que estaba loca (es justo mencionar que creo que la mayor parte de los uruguayos lo están). 

Según Mabel en la vida solo era importante una cosa: mantener contento a tu hombre. Así es como lo dijo alguna que otra vez. No podía sino sorprenderme al escuchar sus máximas relacionales ya que estaba acostumbrado al discurso feminista algo más pop que visceral de mis compañeras de Universidad. Recuerdo a Emilia, que se negaba a utilizar corpiño ya que simbolizaba la opresión del patriarcado, pero solía pintarse y utilizar tacos altos como sí no fuera comida del mismo restorán. Tetas al aire pero nunca petisa, le decía siempre para hacerla enojar con mis micro-machismos. Ella me retrucaba algo inteligente y seguíamos conversando de trivialidades.

Pero escuchar a Mabel era retrotraerse al siglo XVIII, o a ciertos lugares en Montevideo, creo que no hay mucha diferencia. Sí pensás que estamos en la Suiza de América (algo desgastada, claro) es porque ni siquiera has cruzado Propios. Tenemos celulares y autos chinos, claro, pero no somos mejores, ni más felices que hace cien años. ¿Cuantos podrían siquiera recitar alguna ley de Newton? Yo no podría. ¿Cuántos podrían hacerlo en Carrasco? Montevideo es una ciudad bella solo para aquellos sin alma. Yo estaba en proceso de perder la mía en un 147 rumbo al trabajo todas las mañanas, y gente como Mabel, más que molestarme me divertían. 

En fin, Mabel recitaba toda clase de locuras sexistas y misóginas. Escucharla era casi surreal, al punto de muchas veces intentar convencerle de que tal vez su visión del mundo no era la apropiada. ¡Ella lograba sacar al absolutista que llevaba dentro! Incluso me confesó que su novio elegía el cuándo y dónde de las fellatios que ella gustosa le tenía que realizar, como citas puntuales de agenda o tal vez, como caprichos histéricos, (con o sin ganas, eso no era importante según ella). Si no lo hacés, lo hace otra y calladita la boca cuando te deje, me decía orgullosa pero con el pánico a la soledad en sus ojos. Era maravilloso escucharla. Ella era víctima de algún tipo de discurso instalado en su hogar, la televisión, el Estado, y solo lo repetía cual papagayo (esos son los que hablan, ¿no?). Si ella es feliz haciéndole las fellatios a la carta, allá ella. Felices todos, pensaba para no pensar. ¿Quién era yo para darle el ejemplo de feminismo? ¿Quién era yo para citarle a Butler? ¿Quién carajos era yo, en ese centro logístico de mierda para explicarle que su cosmología era, tal vez, dañina? Yo era solo un operario, y ella también.

No me sorprendí cuando la echaron aunque Mabel trabajaba más que todo el resto sumados. La echaron porque hablaba mucho. Esa fue la explicación que me dieron cuando pregunté. Mabel no era perfecta en cuanto a entender y respetar las órdenes de los patrones en cuanto al silencio, pero su expulsión de ese reality show barato que hacíamos tenía sentido solo porque ella era, simplemente, una mujer que hablaba demasiado.

Y pienso a veces… 

¿Seguirá haciendo las fellatios a la carta? ¿Habrá dejado a su novio controlador y a todas luces sociópata en alguna esquina mojándose bajo la lluvia la semana pasada? ¿Seguirá siendo rubia? ¿Fumará dos cajas grandes de Nevada por día? ¿Morirá su padre, enfermo del corazón que tantas veces la hacía llorar? ¿Pudo, por fin, dejar de sonreír cuando alguien le decía que se callara la boca? ¿Habrá cumplido 22 años?  

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Martin Lamadrid

Martín nació, a veces escribe y morirá.

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