La Negra y el Ñato

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La mesita de luz y el cuadro amarillento que dibujaba una cascada del Brasil, empobrecían aún más el panorama que rodeaba al Ñato. El lugar funcionaba comúnmente como despensa y por estas semanas, como cuarto improvisado. Se acostó, se tapó y buscó el calor que no encontró con la Negra. La lana de la colcha le picó mucho pero, valiente y cauto, dejó que la excitación por la no-acción de rascarse lo invadiera produciéndole una erección bastante digna para un tipo de su edad e imaginación. Pensó en la Negra, en sus tetas enormes y caídas que le pendían gloriosas e inmortales de un lado a otro cuando sonaba alguna cumbia, y se rindió ante el placer urgente. Según luego contó Mariela a la policía técnica, ya estaban acostumbrados a esos percances del Ñato. Había mucho esperma en la escena del crimen. 

El quilombo que alguna vez estuvo protegido de los mortales y su moral cristiana, ahora se encontraba en medio de un complejo de viviendas, una panadería, y a dos cuadras de la escuela número ochenta y cinco. Los años de protección rural habían sido rápidamente mitigados por el inminente corrimiento de cantegriles, viviendas de MEVIR y una población pobre en aumento. A la “Casa de las locas” le quedaban los días contados, solo era cuestión de una denuncia radicada por la persona correcta, no los desgraciados del barrio, claro está, sino algún señor de buenas costumbres amigo del rey Carmelo Vidalín (Uruguay no tiene políticos, sino condes, barones, príncipes y reyes). Uruguay no tiene ciudades, tiene feudos y no tiene gente, tiene siervos.

A la mañana siguiente el Ñato salió del cuarto un poco dolorido de la rodilla. El olor a cerveza con meada ya le era familiar, pero no terminaba por acostumbrarse. El olor de la miseria debe ser muy parecido al de la mezcla de meada y cerveza, me decía el Ñato a veces. Mariela limpiaba el piso y fumaba. En la radio sonaba algún tango que él no reconocía. 

—Buen día, Mariela.

—Buen día, Don. ¿Durmió bien?

—Bien, bien.

—Mejor entonces.

¿Sabés si la Negra duerme todavía?

—¿Cómo? Seguro que no. La Negra se fue con el milico anoche. ¡Duro de tirar! Chupó cómo diez cervezas. A ella no la molesto. Con la concha, mientras me traiga la plata, que la lleva a donde quiera. 

El Ñato preguntó si la Negra volvería en la tarde. Supo que no y sintió un dolor en la cabeza, una punzada detrás del ojo derecho. Se puso el gorro de lana y salió a la calle a comprar unas aspirinas en el almacén de la esquina. Volvió con ellas y se tomó tres con un vaso de agua con sabor a vino tinto de la noche muerta. Mariela estaba ahora limpiando las ventanas y la noche estaba solo a diez horas para volver a rellenar el espacio conquistado a medias por el Perfumol

-Che, Mari. ¿No tenés algo más fuerte para echarle al baño? El olor me está matando.

-Sí no te gusta andá para tu casa, mi negro. Acá no estoy para hacerte feliz.  

El Ñato volvió a salir. El día estaba nublado y unos rayos se dibujaban rumbo al pueblo viejo. El Ñato vestía unos pantalones verdes (según describieron el panorama pre-asesinato las viejas que llamaron a la radio a la mañana siguiente. También, el Ñato tenía cara de que algo le pasaba). Uno de los pocos testigos, un vecino, contó que lo vio parado en la mitad de la calle, afuera de la casa, cerca de dos niños peleando, mientras se armaba un tabaco. Pienso, siguiendo el testimonio del vecino, que la calle de tierra con los niños jugando con la cara llena de mocos y pantalones rajados le harían recordar a Blanquillo. Para el Ñato la miseria quedaba escondida siempre en ese pueblito y se le hacía difícil no ser obsecuente con el discurso político de turno al estar en la ciudad. Al vivir allí, ya nada parecía demasiado terrible como para asustarlo. Menos para indignarlo. “Si habrá cosas peores”, me decía siempre. Mejor espero acá a la Negra y le preguntó qué fue a hacer con ese milico, pienso que pensó, mientras miraba los rayos y a los desgraciados bien ilusos batallando a muerte. 

*** 

Hasta acá llega la ficción. Me doy por vencido. Las ganas de justicia flaquean por estos lares. Tal vez yo, narrador omnialgo, no quiera contar qué pasaba por la cabeza del Ñato ese día, aunque puedo ser un poco más honesto y confesarles que no sé cómo escribirlo, ni qué palabras usar; de qué adjetivos servirme para describir el hecho acaecido una hora más tarde a la imagen móvil de esos niños peleando bajo los rayos amenazantes. No soy un literato de renombre o talento, pero soy lo único que el Ñato y la Negra tienen ahora y tendrán que contentarse conmigo (también ustedes, claro está). ¿Cómo decirlo o cómo empezar a decirlo? Para el Ñato, la vida era ese empuje estéril de la fantasía ante la refutación empírica que le regalaba lo cotidiano, ahí, en la casa con las putas, Mariela y la colcha petrificada culpa de noches sin la Negra. 

Creo que él nunca se enteró, pero su crimen fue como una luz que se coló en ese cuarto oscuro de tanta mierda mezclada con su esperma triste y muerto que se pegaba a las paredes. El Ñato se balanceaba entre dos mundos, como la meada y la cerveza y vivía en esa brecha escondido. La unión de esos dos universos le parecería un arrebato temible, insoportable, pesado e incluso mortal. La colcha, el cuadro de la cascada, Mariela limpiando en las mañanas, los tangos que nunca podía identificar, su dolor en las sienes por ver a la Negra con uno diferente cada noche, todo era parte de su mundo hundido. Tal vez exagere, tal vez busque el sentido en donde solo hay horror, pero permitanme el descaro, messieurs-dames.

Entonces, a partir de mi estúpida exégesis, no me sorprende que el Ñato le haya partido la cabeza a la Negra con una botella de Tannat barato, y que haya envuelto el cuerpo muerto y gordo en esa colcha dura por el esperma viejo y malgastado, para luego, como broche de plomo fundido, cortarse las muñecas sin conseguir la fatalidad. Era lo único esperable luego de la confesión de la Negra. Después de tantas noches, de tantos milicos, pendejos, viejos y camioneros; que cumplían su parte en el universo roto del Ñato. La confesión de la Negra no podía haber tenido en él una respuesta menos brutal y primaria teniendo en cuenta el tenor casi delirante y penoso de su vida.

¿Cuál confesión? Te amo, la Negra le había dicho la noche siguiente. Vámonos para tu rancho en Blanquillo. Vos podés seguir haciendo los ladrillos y yo puedo trabajar cosiendo, mamá me enseñó.  

No puedo, esto me es imposible, saber cuál fue el rostro inmortal del Ñato al haber escuchado la cascada eléctrica de esas palabras cayendo sobre su cabeza, antes de haber agarrado la botella para matarla. Pero imagino que fue el gesto mismo de los dioses, de la voluntad desapareciendo ante los ojos amorosos que la Negra le regalaba. Para así, al final, hundirse del todo y para siempre en su universo reconfortante de esperma y tangos irreconocibles; evitando de una vez por todas la expulsión caprichosa del paraíso. 

Cuento anónimo enviado al periódico "El Acontecer" de la Ciudad de Durazno, una semana después del asesinato de la trabajadora sexual Verónica Pérez perpetrado por Ernesto "Ñato" Barcia. Publicado por primera vez el 24 de Julio de 1995.

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Martin Lamadrid

Martín nació, a veces escribe y morirá.

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