Los zapatos de Miep Gies

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Octubre porfìa en no enterarse que es primavera. La brisa que sube desde el puerto parece de julio, y la llovizna, fina, persistente es un mar de estalactitas lacerando todo lo que no tiene un techo sobre sus cabezas. En la parada de la calle Paysandú, nos amontonamos unas quince personas, malhumoradas por la espera, el viento, la lluvia, los horarios de los buses nocturnos y una larga ristra de miserias que cada quien reconoce a regañadientes bajo la ventisca. 

Ignoro la llovizna, inmerso en el impacto de lo que acabo de ver en el teatro minutos antes. Una nueva obra que toma como base la Shoá. Sobre el escenario, Miep Gies entrega a Ana Frank un par de zapatos de taco. Zapatos de los años 40, de los que sólo conocemos por fotografías antiguas. ¿Cómo describir esos zapatos de mujer, con una forma que parece abombarse en los talones, con un taco que no es de más de cinco centímetros? La punta  delicadamente  redondeada,  con una línea mucho más sutil que la del talón, dejan casi todo el empeine a la vista. Odio mi falta de capacidad para describirlos. No importan los zapatos, aunque son el centro de la breve escena de la obra que estoy viendo.

La Miep de la obra, enseña a la pequeña Ana a bailar foxtrot. En medio de un encierro hecho de un silencio que intenta infructuosamente salvar tres vidas, y un altillo oculto tras una puerta falsa, en una ciudad ocupada y bajo fuego. Es la escena más bella de la obra, desde la torpeza de la niña que apenas logra sostenerse sobre sus zapatos nuevos, hasta la sonrisa de la señora que danza y contagia un soplo de vida en medio del horror. 

Desde la esquina opuesta, una figura se acerca. Absorto en la pregnancia de la obra, no lo había visto. A veinte metros es un bulto informe, renqueante, lento. La cabeza gacha, deja ver un matorral de rulos de un color que alguna vez habría sido rubio, o castaño claro, pero ahora es una masa del color de la arena de la playa Ramírez cuando la resaca le tiñe del hollín de la ciudad y otras cosas que vuelven al mar desde los desagües.

De su hombro izquierdo cuelga una bolsa de las del correo, de un fieltro grueso que alguna vez fue blanca o celeste y ahora tiene el mismo color tierra sucia que el pelo de la figura que continúa acercándose pesada y bamboleante. Una mano se hunde en el gabán verde, gastado y con mil cicatrices, como si lo colgaran cada noche de un alambrado de púas. Medio cigarro se materializa entre dos dedos gruesos y sucios. Se aproxima a la persona que está en el otro extremo de la parada y le dice algo que no consigo descifrar. 

Encara uno a uno a todos los presentes. El rostro vejado de años viviendo en la calle, la mano derecha sosteniendo el pucho, la izquierda hundida en el bolsillo del gabán. Mira fijo al espacio que se arma en medio de las cejas de cada uno, el sitio donde dicen los místicos que habita el tercer ojo. 

–¿Fuego?– Si la respuesta es cualquier versión de silencio incómodo o asco liso y llano, acerca aún más su rostro e insiste, –¿Fuego? 

A quienes le responden que no tienen les agradece con una inclinaciòn de cabeza.

En medio de la humedad y la llovizna helada, su aliento huele a vino barato y tabaco. El olor de su cabeza de estopa mojada es tan indescriptible como penetrante. Escribo estas palabras y temo que la pantalla de la laptop comience a desprender ese aroma ácido, dulzón, con notas de almizcle. Como barro de lago formado por la lluvia al costado de la carretera, con un dejo de madera podrida como la que la resaca siempre arrima a la costa Montevideana. 

Finalmente me encara. Su mirada avellana, luminosa, se dirige a mi tercer ojo. Inquietante como aria de Mussorgski o recital de Bauhaus en los primeros ochentas, mira fijo sin mirar. 

–¿Fuego?

Le extiendo la mano con lo que queda de mi Nevada. 

–Quedàtelo–, digo, aterrado de la posibilidad de tener que pitar luego del pucho que ahora palpita entre su pulgar y su índice.

–Gracias, vecino– responde y su mirada se ilumina por una milésima de segundo. La mano izquierda brota del gabán, moja el pulgar y aprieta la brasa del cigarro que acabo de pasarle. Aspira su cigarro recién encendido y exhala. La nube de humo y mal aliento me envuelve.

–De nada–, mascullo mirando sin mirarlo, igual que como él hizo conmigo durante los segundos en que fuimos dos humanos frente a frente, bajo la lluvia de una primavera que insiste en no iniciar, por más que las hojas de los plátanos verdeen en las calles de Barrio Sur y Palermo, o en la lenta subida de San Martìn desde el Palacio hasta el Cerrito.

Se inclina. El saco del correo golpea levemente mi pecho cuando el hombre sin nombre continúa su marcha rumbo a Libertador. 

Recièn entoces reparo que su pierna derecha es más corta que la otra. Mis ojos se detienen en la bota de su pie izquierdo. Un botin de cuero, de los que cubre el tobillo. Está mal calzado, el pie se apoya en el lado y hacia el tobillo izquierdo la suela queda casi vertical, como una pared que protegiera el pie de miradas indiscretas. 

Unos metros más adelante el hombre se agacha. Mi mente, que siempre busca recomponer simetrías, imagina que irá a ajustarse la bota, pero el hombre se ha detenido junto a un envase de yogur caído en la calle contra el cordón. Lo levanta, su cabeza echada hacia atrás es una postal de sacerdote en pleno éxtasis durante un sacrificio humano. El rostro abierto al cielo, pulido por la lluvia que ya hace rato dejó de ser llovizna y es un aguacero parejo sobre la ciudad. La boca entreabierta recibe lo que sea que quedaba en el envase de cartòn. La mano derecha lo arroja contra la pared, y la figura se aleja, impasible, tal como se había acercado.

La suela del botìn izquierdo bamboleándose sobre la calle que comienza a convertirse en arroyo que baja desde Libertador hacia la ciudad vieja es una historia muda que no consigo ni poner en palabras, ni olvidar.

En algún rincón de mi mente, Ana Frank tambalea sobre el escenario, queriendo torpemente bailar unos pasos de foxtrot con los que Miep Gies intenta entibiar el frío que me invade bajo la campera impermeable, irradiando desde mi columna donde algo se ha quebrado de una vez y para siempre.

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Edh Rodríguez

Nació en Mercedes en 1972. Escuchador compulsivo de rock, pop, blues, jazz y otras yerbas. No le incomoda ver cien veces la misma película, ni leer de nuevo los mismos libros de siempre. Sigue sin saber bailar tango.

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