El camión despedía un calor metálico y el motor encendido parecía otro animal: uno que ruge sin alma, con tracción a combustión y no a sangre. El humo negro del caño de escape lo mareaba, y lo hacía inmediatamente nostálgico del aire puro del campo que había respirado toda su vida. Él había llegado primero al transporte, sin que nadie lo guiara, y ahora miraba detrás de las rejas del acoplado, como el peón brasilero traía a sus compañeros, al trote suave, algunos con las pezuñas partidas, y otros con los pelos enmarañados, largos y barrosos. Sesenta viejos y viejas, de todos los colores, mezclas impuras y nunca demasiado rápidos para el hipódromo, solo con músculos de amor para trabajar y hacer la patria. Entraban uno a uno, callados y solemnes, tristes, pero con fuerza. Daban un leve salto para entrar al acoplado, y se apretaban, resoplando fuerte. Esteban, uno de los más viejos del grupo lo reconoció y enseguida fue a hablarle.
—¿Adónde nos vamos, Rojo? Me dijeron que nos mandan a otra estancia. Pero todo me parece raro. ¿Para qué mandarnos a todos? Solo se quedó el potrillo.
—Nos vamos, Esteban. Eso es lo único que importa.
—Una vida entera.
—¿Qué?
—Una vida entera quise salir de acá y ver el verde de más allá. También quisiera ver lo que llaman el agua grande.
—¿El mar?
—¡Eso! El mar. Me gusta más decir agua grande. Dicen que no se ve el final. ¡Un mundo de agua!
El camión comenzó a rugir, como una bestia mitológica escupiendo fuego, y todos comenzaron a excitarse, a resoplar más fuerte. Pero viajaban demasiado apretados y el calor de enero les aplastaba las cabezas, haciendo de esta travesía casi una tortura. Esteban se pegaba al costado de Rojo, y a su izquierda estaban Josélo, Osvaldo, Negrito y Muchacha. No podían casi girar la cabeza. El humo los envolvió de repente y ya no pudieron ver el campo. Rojo pensó que todo acabaría pronto, y que ya vendrán otros pastos, sin saber que jamás verían otra cosa que no fuera metal, asfalto, plástico, sangre y muerte.
El camión pronto encontró la ruta y la velocidad aumentó. Rojo calculó que era la primera vez en su vida que se movía tan rápido, ni siquiera en su juventud había alcanzado ese trote. Pensó en lo maravilloso de la tecnología, de cómo esos animales sin sangre podían correr dos, tres, hasta cuatro veces más que él. Algunos incluso, podían atravesar el cielo. Pero el dolor que sentía en su cuerpo comenzaba a quitarle al poeta que tenía en su interior. La realidad del dolor asesina cualquier virtud, y cualquier verso.
—Me duelen las piernas, Rojo. Me duelen los dientes y los ojos. El viento se agradece, igual.
Pero Rojo no hablaba. Sombrío, reflexionaba ahora sobre su futuro inmediato. Había escuchado historias, susurros de otros caballos de vecinos estancieros. Hablaban de un lugar oscuro y repleto de sufrimiento. Rojo jamás hizo mucho caso a las historias de fantasmas de otros colegas demasiado aburridos y poco inteligentes para apreciar la belleza del mundo. Rojo se decía que luego de varios años de trabajo sin descanso, algún lugar más calmo, con pastos verdes, ríos limpios, árboles inabarcables, robles, cerezos, duraznos, manzanos, sauces, existía. Hace trece años que trabajaba, hace trece años que dejaba su sangre y su sudor, por una inexplicable sensación de orgullo de hacer algo, sin nada a cambio, solo la libertad de respirar y ver el fruto de su obra.
—Ya vamos a llegar, Esteban —respondió por fin—. Nos queda poco de viaje. Le escuché decir al patrón que eran solo unos veinte kilómetros.
En efecto, el camión se detuvo a los veinte minutos. Las sesenta almas en el acoplado intentaron girar su cabeza al edificio gris y blanco, pero era casi imposible, el animal de metal había estacionado y ahora avanzaba en reversa lentamente y se escuchaba un pitido intermitente que les dañaba los oídos. Rojo comenzó a temblar y Esteban solo miraba asustado a su alrededor. El día había dado paso a la oscuridad de un rancho ubuesco, repleto de otros caballos, quietos en un corral sin comida ni agua, en silencio, rodeados de hombres con sus rostros tapados.
—Rojo. ¿Dónde estamos? Esto no es el gran mar.
—Tranquilo, Esteban. Tranquilo. No hay nada de lo que preocuparse. Nosotros ya recorrimos todos los kilómetros posibles. Dimos el galope más grande y el aliento más largo. Ahora nos toca descansar.
Un desconocido abrió el acoplado y ellos bajaron uno a uno, agitados, pero sin revelarse, confiados aún de que tal vez detrás de esa puerta metálica donde se escuchaban los engranajes de máquinas imposibles de representar, estaría el patrón, con una buena explicación de este día tan extraño donde sesenta caballos eran dominados por un solo hombre. La rebeldía les había sido extraída ya en las primeras palizas, los primeros golpes a la mínima eventualidad. Tan así, que ahora ese sentimiento animal de libertad, parecía estar relegado al abismo más oscuro de la naturaleza equina. Ya no eran caballos, eran instrumentos en el corral de espera.
—¿Qué estamos esperando? —preguntó Esteban mirando hacía todos lados.
—No lo sé, pero seguro esperamos algo importante.
Rojo pudo ver a su patrón, fuera del corral, hablando con el camionero. Compartían unos mates y reían. Rojo se emocionó y se acercó a la reja para intentar llamar su atención. Quería algún tipo de explicación, la que sea. El patrón no pudo escucharlo ya que los llamados de un caballo no son inteligibles para un humano, pero Rojo sabía que la emoción de su relinche era universal, pero aún así, no hubo respuesta. Se escuchó una sirena y la puerta del corral se abrió. Vamos metiéndolos de a uno, por la pasarela, gritó un desconocido.
Rojo fue el primero, como siempre. Se dejó arrastrar por ese hombrecito que lo cinchaba con una fuerza exagerada para meterlo a un pasadizo que lo obligaba a ir hacía adelante. De repente pudo ver la sangre en el suelo en el cuarto que lo esperaba. Vio como otro caballo, mucho más joven que él, era ejecutado con un pequeño aparato de metal. Se detuvo en seco, horrorizado por esa tecnología asesina.
—También somos carne —se dijo cuál revelación divina, mientras comenzaba a moverse de nuevo con sus ojos cerrados, incapaz de ver el horror que lo esperaba incólume.
Rojo avanzaba guiado por golpes de otros hombres enmascarados fuera del pasadizo mientras era insultado, rebajado, y herido, sin entender el odio que les despertaba, justo él, un caballo que jamás tiró a un jinete, que era dócil y paciente con los humanos. No entendía el concepto de la muerte, pero ahora la sentía en sus tripas. Ya no necesitaba creer en ella, solo sabía de su existencia. Para calmarse, improvisó unos versos, como cuando dormía en verano bajo el Ombú que tanto le gustaba:
Ojalá que usted se alimente de mí, patrón
cómo se alimentó de las verduras que mi fuerza
le ayudó a cosechar en las mañanas aún con estrellas.
Ojalá que mi carne no sea barata, patrón.
Póngale usted un precio digno de mi compañía.
Y si al final de todo este proceso
mi carne no es tierna entre sus dientes,
sepa usted disculparme.
Cuando lo frenaron en seco, sintió como alguien le apoyaba ese objeto duro y frío en su cabeza y decidió abrir los ojos en un impulso inexplicable, como si fuese posible escapar de ese matadero solo con su deseo de sobrevivir. Buscó y encontró la mirada temerosa y triste de Esteban, que lo seguía en esa fila del tiempo final. Observó a su amigo por última vez, con la impotencia de no poder robarle el miedo, y esperó la muerte.
FIN
Que triste realidad