Genetista

G

Me despido después de la sexta caja. Salgo del porche de la casa de la Negra Mara y camino lento hacia el centro, envuelto en una bufanda amarilla con algunos agujeros. Me encapucho por las gotas de rocío. Los enjambres de motos chinas me ensordecen por unos segundos y distingo la espalda de mi hijo: va de campera verde, camuflada, la mía, la que traje del Congo. Este no está durmiendo, pienso y me río. Me paro al lado del vendedor de panchos, le digo buenas noches y me pido uno con mostaza, papitas y queso. Lo termino de tres mordiscos y continuo hacia las luces tímidas del Club.

Quiero revisar mi pasado como un genetista, examinar la herencia delatora de mi padre. Soy Gregor Mendel cuando estoy cansado de no pensar. Vuelvo la cabeza hacia espacios no dimensionales y me remito a mí mismo y me pregunto si no seré simplemente una lata de arvejas más y concluyo que sí. Recuerdo el estado del arte que me habla y me hace callar. Busco desesperado y me parezco a mi vieja madre, que desesperada ella también, busca sus suelos como un espectro condenado a flotar para siempre en el barrio, escudriñando dónde está el error, la brecha que no la deja aterrizar. Soy Gregor Mendel cuando estoy cansado de no pensar. 

Veo las escaleras del Club. Subo y me encuentro con todos. Ladro y escupo cual bestia gregaria sin capacidad crítica, y veo a las dos niñas de doce, trece, tal vez catorce años, mal comidas y de calzas atigradas, zapatos sucios y camperas baratas. Mendigan al bartender algo para fumar y olvido a la genética. A dos máquinas, juega mi amigo mientras con miradas esporádicas grita a la mesa de truco algún chiste de negros que, confieso, me hace reír. Me siento y pido otra. 

Un pelado que no conozco me habla de sus hijos y me aburre. El bartender se va al fondo con la niña menos afortunada. Una máquina tira monedas y mi amigo grita extasiado que la próxima ronda paga él. Una canción suena: 

El humo te envuelve, es lo bueno del humo. Las miradas no se sienten tanto y ya todos, nos sentimos menos culpables. 

Tengo al mío durmiendo, le miento al Pelado. Qué edad tiene, pregunta y le digo que catorce. De soslayo miro las luces de las máquinas; verdes, rojas, amarillas, blancas, violetas, azules, verdes, rojas, amarillas, blancas, violetas y azules; tintinean y ya no distingo cual es cual ni quién es quién entre las espaldas de viejos y niños metiendo monedas. 

Voy a la entrada. El humo envuelve y eso es bueno, pero el frío también es necesario. Prendo un cigarro. El vendedor de panchos está solo en la esquina y también lo envuelve su propio humo, el vapor del agua de panchos. Pasan tres hombres con un puto por la vereda de enfrente. Me ven y esconden la cara. No me interesan. Cada uno tiene sus muertos. La noche acá es buena para sacar a pasear a los putos y a los muertos. Vuelvo a entrar. Camino hasta una máquina, pongo unas monedas y voy a mear. El bartender está adentro, prefiero volver al rato. “Qué descargue tranquilo”, pienso. 

Prendo otro pucho. La máquina suena de nuevo con ese diálogo canallesco entre el cobre y la chapa. Gané. Invito otra. El humo nos envuelve y eso es bueno. Es excelente. Pero un hormigueo me invade, me sube desde la planta de los pies hacia la cintura. Me preocupo pero no digo nada. Camino hacia la salida. El humo me envuelve, el rocío y el vapor del agua para los panchos se me meten en la garganta y vomito. El humo es demasiado espeso, las piernas están débiles y apenas me sostienen. El vapor me da asco y vuelvo a vomitar. Me endurezco, me paro firme, me agarro de un árbol y pienso que es culpa del humo. Está todo blanco y solo distingo unos leves colores saliendo de la puerta del Club. Camino hasta la esquina. El humo es insoportable y mis manos parecen haberse ido junto con las luces. Escucho risas e inmediatamente las diferencio del resto de la humanidad viva y muerta: son las nenas, las putas de camperas baratas con el botín en la boca. Hay demasiado vapor, el olor a pancho me marea. Me saco la bufanda con agujeros y decido sentarme en la vereda. Escucho el tronar del metal chino. “Ahí está”, pienso. “Ahí vuelve”. No puedo parar el enjambre. El vapor, el humo de los caños cortados de las motos, el rocío de julio, las risas de las niñas y la campera verde que mi hijo me robó, confluyen armónicamente para mi destrucción. Es el momento exacto del derrumbe. 

Reviso mi pasado como un genetista, busco la herencia delatora de mi padre. Vuelvo la cabeza hacia espacios no dimensionales y me remito a mí mismo y me pregunto si no seré simplemente una lata de arvejas más y concluyo que sí. El ruido del enjambre se acerca. Los objetos se funden en uno. Me arrastro como un gusano bañado en vómito, sal y sudor hacia el medio de la calle. Somos el hijo de un padre y el padre de un hijo llevados por Gregor Mendel de la mano hacía el humo, el vapor, y el olor a panchos en una noche de julio y nada más. 

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Martin Lamadrid

Martín nació, a veces escribe y morirá.

Un comentario

  • ¿Por qué razones estás historias tan desgraciadas me hacen caer en un estado de calma? Es como que encuentro explicación a lo injusto de la vida en historias tan cotidianas como ésta.
    Muy emocionante, muy imaginativa, te transporta. Un placer

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