Me miraba con sus ojos verdes y quemados por el sol de campaña. Pude percatarme de sus ojos clavados en los míos casi por arte de magia, un espectro nos unía. La ventana que nos separaba estaba un poco alta. Me encontraba en un segundo piso con la frente pegada en la ventana, difuminando el vidrio mediante calculadas exhalaciones de un aliento alcohólico de rutina y él, montado a su bicicleta, sonriendo, frente a la portada del complejo de viviendas. Ferreira me miraba sonriente, estoico e incólume al tiempo; con sus dientes marrones y cariados. Me sorprendía que no estuviera fumando un tabaco. Su sonrisa le transformaba el rostro, arrugándolo. “Cara de goma”, le decían.
Poco sabía de Ferreira en realidad, aunque lo conocía de toda la vida. “De toda la vida”, solemos decir siempre. Es una expresión bastante extraña, pero la utilizamos seguido cuando nos referimos a alguien que sistemáticamente entra y sale de nuestra existencia. Irónicamente las intermitencias de los encuentros hacen que uno pueda decir que conoce a alguien de toda la vida. Justamente, a Ferreira lo conocía desde que tenía memoria aunque nunca pude adivinar su edad. Era mucho mayor que yo, de eso estaba seguro. De niño me parecía un viejo. A mis veinte, me parecía apenas mayor que yo. Pero a mis treinta, su edad ya me era indescifrable. Ferreira era como esos dioses de antaño, escondido entre los mortales, medio patético, bien cínico, pero bastante seguro de su inmortalidad.
Me miraba. Lo saludé y saludó. Bajé los dos pisos para conversar. Lo hice lento. No quería hablar con él, pero tampoco podía evitarlo. Era algo complejo en aquellos días. Todo era más complejo que hoy. Me acerqué a él. Sonrió aún más y me tendió su mano llagada. Noté que tenía un dedo de menos, el índice.
—¿Qué te pasó? —le pregunté señalando el dedo faltante. El solo se limitó a mirar hacia abajo con rostro serio y me contó un chiste evitando responder a mí pregunta.
—¿Tenés algunos pesos, Juancho? —remató con tono solemne—. No quiero andar con vueltas —dijo con voz suave—. Ando precisando plata. Poca cosa. Quinientos pesos nomás.
Metí la mano en el bolsillo y le di unos setecientos pesos en cambio. Me agradeció, hablamos de mi madre, me dijo que la extrañaba, que el barrio no era el mismo sin ella. No pude más que estar de acuerdo y nos despedimos. Me quedé observando cómo su silueta se perdía en la bajada de la calle de tierra. Pobre, pensé. Subí por el ascensor y me senté a leer una revista acerca del cubismo que Susana había traído de una exposición. Me gustaba el cubismo, aunque solo Picasso.
Ferreira estaba borracho, lo sabía por el rubor en su cara, golpeando a otro que estaba en el piso boca abajo protegiéndose la cabeza. Me quedé absorto e inmediatamente tomé partido por el hombre que iba perdiendo la batalla. Ferreira lo golpeó tan fuerte que años después me enteré que los nervios de su mano se habían dañado. Hoy en día apenas podía hacer fuerzas con su mano derecha debido a esa pelea. La otra persona no sobrevivió, mi viejo amigo lo había matado a golpes. Era un vecino de la zona, lo solía ver asomándose por la ventana cuando iba al almacén con mi madre, y también lo solía escuchar por las noches pasar bajo nuestra ventana, chiflando bajo. Eran otros tiempos, eran tiempos más jodidos. Yo tenía diez años y lo había visto todo. Ahora Ferreira mendigaba, pero en sus ojos verdes siempre estaba esa chispa, ese no sé qué, que me obligaba a ayudarlo si era necesario y a dejar cualquier cosa que estuviese haciendo para recurrir en su ayuda. Mortal idiota intentando salvar a un inmortal. Nadie cambió la actitud hacia él por su acto. Todo lo contrario. Algunos incluso lo querían un poco más. Pasaron cinco años para que Ferreira volviera al barrio. Homicidio culposo.
Susana me decía que volver al interior me cambiaba. Como si fuese poseído por algún espectro barrial inamovible que solo aparecía cuando regresaba. Fantasma que dormía, atento, con un ojo abierto, nunca amaestrado y salía cuando volvía a casa. Porque pocos lugares puedo llamarlos casa. Pocos lugares hay donde puedo volver y mirarme desde ese otro lado, donde los otros que te han visto crecer juran conocerte de toda la vida.
Metódicamente desaparecí de mi ciudad desde que mamá murió. Iba y venía. Visitaba a mis tíos o a mi abuela. A veces mi padre se ofrecía para alojarme, aunque nunca pudo quererme. Supimos hablarlo cuando ya tenía treinta años. Lo confesó y lo entendí. Nos dimos la mano e hicimos las paces. Él no me quiso. Yo elegí no quererlo. A veces extraño a mamá. A veces pienso en aquel día de otoño.
Bajé nuevamente para fumar. Caminé por el complejo de viviendas y observé los pequeños cambios. Una moto nueva, un vecino puso rejas imitando a otro vecino, un perro, unas nenas jugaban, una moto china, una pared con un grafiti que revelaba un amor hacia un cuadro de fútbol. Fumaba y contabilizaba los cambios. Todo cambiaba aunque nunca dejaba de ser lo mismo. Exactamente igual que Ferreira. Cada vez más viejo, con menos dientes, más pobre, pero era siempre el mismo que conocí a los diez años, un rey de lo inamovible.
Qué te pasó, Juancho, me preguntó hace veinte años. Yo lloraba mucho y apenas podía contestarle. No quería hacerlo, me daba vergüenza. Qué te pasó, insistió. Le contesté que en casa había pasado algo. Mamá estaba con el vecino que por las noches se paseaba bajo nuestra ventana. Escuché gritos y salí corriendo del miedo. Déjame ver qué pasa, me respondió. Cada vez más viejo y con menos dientes y sin embargo Ferreira seguía siendo el mismo. Nada había cambiado. Yo no había cambiado.
Cuando la policía llegó al lugar todo había terminado. Vi a Ferreira sentado en la vereda y a su lado al derrotado, muerto, bien muerto, con la cabeza totalmente roja. La calle de tierra había impedido que la sangre se desparrame mucho y su mezcla era parecida al barro. Un tumulto de personas me rodeó e intentó consolarme. Me hablaban y yo no les entendía. Yo solo sabía que esa persona estaba muerta, no sabía lo de mamá. Todos sabían menos yo (un gran ejemplo de lo que sería la vida destinada a mi neurótico carácter). Ferreira me miraba triste. Intentó sonreír un par de veces pero le era difícil. Puedo darme cuenta ahora, dos décadas después: él no era un héroe ni un vengador como solían decir después del hecho, era un borracho que se topó en una situación que le permitió desatar toda una vida de miseria y furia. La muerte de mi madre fue un catalizador extremo, un engranaje más para que todo sucediese. La miseria no toma partidos, simplemente nos acorrala en el tiempo vasto y ancho, y todo siempre sigue igual, y todo siempre queda petrificado. Ferreira reía cuando me veía porque yo le recordaba a ese momento de libertad y furia, y yo no podía sino ayudarlo. Odiarlo o amarlo ya no eran opciones y no volver a mi hogar tampoco.
Lo vi por última vez en su bicicleta herrumbrada bajando por la calle hasta perderse en ese horizonte que siempre odié, el cuartel y el campo mezclados, con sus setecientos pesos en cambio. En ese mismo pueblo donde las calles de tierra podían mezclarse con sangre y crear una especie de barro color escarlata. Pueblo donde existe ese baile eterno de miseria, donde vecinos y amigos de los miserables gozan contoneándose y contrayendo los músculos de la cara, convirtiéndose en algo peor que la miseria encarnada: lástima encarnada. Pueblo repleto de espectros que ríen mientras nos miran sucumbir bajo la magia inamovible del barrio, de las calles de tierra, de los muros despintados, de los perros pulgosos inmortales. Ese lugar donde funciona el primer motor indestructible e inamovible, que todo lo mueve y a la vez todo lo petrifica.
Dos días después, según me dijeron algunos amigos, asesinaron a Ferreira. Nadie entendía los motivos ni la saña del hecho. Sangriento, espantoso, brutal; fueron algunos de los adjetivos utilizados por aquellos que dijeron ver el cadáver de Ferreira junto a su bicicleta al lado de una zanja a medio cavar, allá por el campo y el cuartel, ese horizonte tétrico, sin sus setecientos pesos. Y yo, me pregunto ahora, mientras escribo esto. ¿Yo qué siento? Siento exactamente el mismo cosquilleo en el estómago que sentí cuando lo observé entrar al patrullero, esposado, aún sonriente, esa tarde de otoño hace unos veinte años. Un cosquilleo que fácilmente algún distraído en cuestiones del alma podría confundir con lástima.