Bienvenido, Emi

B

Cada regreso está inmiscuido en el alma y son todos diferentes. Pero hoy no escribo sobre mí, sino sobre Emiliano y su regreso. Pero aclaro, no escribo una historia de mi gran amigo, sino sobre su regreso. Intento resignificarlo. Su regreso significó casi nada, pero casi. Así lo sintió Emi y así lo sentí yo, en otro pueblo, en otra época y en otro Uruguay. Entonces desde acá, viendo como cae la nieve desde mi ventana, creo entenderlo: lo que me une con Emiliano es simplemente un regreso, un regreso a la nada. Es casi imposible ser nada, hasta que la nada nos abraza en ese derrotero que algunos llaman muerte. Yo prefiero llamarle el regreso, y es el único regreso que realmente existe. Entre idas y vueltas creemos que regresamos pero no, no se confunda afligido lector de historias cortas. Y digo afligido porque solo los tristes leen historias cortas, y solo los aún más tristes, o idiotas, las escriben, demostrando poca sabiduría de antaño para el tiro largo. Los cuentistas como yo solo demostramos ser negadores de la vida, de lo perpetuo y de Dios con mayúscula. Solo somos cuentistas de los regresos, o sea, como bien entendió usted, lector afligido atento, de la muerte, y eso me basta.

Uruguay esperaba a mi amigo Emiliano. Digo esperar porque los lugares siempre esperan, son siniestros cazadores de fugados, y saben que su hora les llegará y no pierden la oportunidad de cazar a su presa que se cree libre de peligro. El avión pareció flotar en vez de propulsarse a no sé cuántos kilómetros la hora. Tal vez se haya debido a los cuatro miligramos de benzodiacepinas que circulaban por sus venas. El manual de Subatomic Physics Solutions de Henley y García reposaba en sus rodillas mientras tragaba como un animal el pollo seco con ensalada mixta. El avión llevaba algunas cuatro horas en el aire y su respiración comenzó a agitarse a pesar de las precauciones químicas que había tomado en el aeropuerto de Copenhague. Pensó en su regreso. Volver, sin frente marchita, solo con una separación de cinco años debajo del brazo, algunos cientos de litros de vino barato en el estómago y un doctorado en física a medias. Son solo veinte días, se repetía, estoy seguro. Son solo veinte días. Sacó su cuaderno y escribió el poema que años más tarde me llegó por correo a un pueblo cerca del lago nietzscheano en Silvaplana, Suiza, y que, de cierta manera, influyó en que hoy escribiera sobre él. Estoy seguro de que leyó el poema varias veces y no lo convenció (nada lo convencía), pero de igual manera no lo destruyó. Como siempre, él pensaba que en una segunda o tercera lectura toda escritura podía mejorar como por arte de magia o por cansancio, o aún mejor, empeorar para tirar lo escrito a la basura sin remordimientos. Emiliano se decía poeta, el pobre físico sin físico para poner el cuerpo a las letras, pero no era un Sabato, no era un valiente, pero era mi amigo y eso basta.

Para Emiliano volver a Montevideo no era realmente el problema. Ahí tenía dos amigos, cuatro calles hermosas, y un bar entrañable que nos gustaba visitar por su promoción de desayuno a unos pocos pesos. El no regresaba a Montevideo, el pobre sabía que ese no era su regreso, sino a una ciudad con nombre a fruta a unos ciento ochenta kilómetros de ahí, una ciudad endemoniada, podrida, con sus carnes jugosas de fruta malolientes. Qué digo endemoniada, digo angelizada, porque de ahí solo se sube al cielo de los tristes y se ve desde bien arriba como castigo divino morir a los seres amados sin que reparen del peligro que los rodea. Y los gritos de esos muertos “¡cuidado!” no se escuchan ya que las voces de los muertos jamás llegan a los oídos de los vivos. Endemoniada no, me corrijo, ya que ni el diablo se atreve a pisar esa tierra colorada.  

El avión aterrizó a las ocho de la mañana. Emiliano imaginaba a su madre entre lágrimas intentando materializarlo con algún poder mental maternal detrás de la puerta de arribos. Por fin su poder funcionó y ahí apareció, el mismo hombre que hace cinco años, con menos pelo, veinte kilos menos, una novia menos, y bastantes neuronas menos. Emiliano era el hombre-menos. Su madre lo abrazó como si de repente hubiese resucitado su alma, como si la energía hubiese estado contenida por cinco años hasta ese momento de unión y alegría. Emiliano estaba en menos, perdido en su humanidad, que debió viajar catorce mil kilómetros para encontrarla, pero lo había hecho, ahora solo estaba petrificado en los brazos de Anita, su madre, y sabía que en cada apretón su pecho se desinflaba, como buscando escaparse entre esas manos, que digo manos, garras con púas. Pero para Ana ese era Emiliano, con su humanidad toda.

El viaje al pueblo fue de dos horas. Aprovechó y se acostó en los asientos traseros del auto, no sin antes, claro está, tomar algunos mates más como rebautizo de uruguayo. Porque ser uruguayo es la cosa más extraña e imposible de decir. Ser uruguayo es un acto de fe, me decía siempre. Vos nunca vas a entenderlo porque sos Argentino. El uruguayo no tiene razón de ser, pero es, y hay que vivir con ese peso todos los días. Los ojos de Emiliano no notaron cambio alguno. En Uruguay cinco años son como cinco minutos. Nada había cambiado. Uruguay es el paraíso perdido que hace años se olvidaron de buscar. Agradeció el mate que Julio le ofreció. El mate sabe diferente en Uruguay, digan lo que digan los argentinos, estoy seguro que pensó. Ustedes, de mate, así como de fútbol, no saben absolutamente nada, solo saben sentir. El uruguayo ha avanzado un poco más, me decía en tono burlón a veces. Emiliano creía que los uruguayos eran la evolución de los argentinos. A veces soñaba con una crisis o que en el vecino país estallara una guerra civil para poder verla por los canales de noticias. En secreto, él quería ver arder a la Argentina. Verlos o escuchar de ellos le revolvía el estómago, como si le recordasen una etapa anterior, a una especie cansada y vencida (como un Hommo Sapiens encontrándose con un Neandertal): todavía cristianos, todavía cínicos, todavía peronistas. El odio de Emiliano por los argentinos era una incógnita que nunca supe si era una broma que había sido graciosa y solo mantenía por haraganería. Lo hablamos muchas veces, ya que yo era su mejor amigo y había nacido en Buenos Aires. Que injusta es la vida, Emi. Ahora estás muerto y el único que te escribe es tu amigo, hijo de tangueros del bajo Buenos Aires, un argentino. La broma te terminó saliendo cara, botija. Pero vos estarás ahora riendo en lo alto, en ese cielo de los que regresan, mientras yo aun espero mi regreso y que lo siento ya en el cuello, apretando. Te estarás riendo de mí, Emi. Sabrás que los argentinos también vamos al cielo y nos mezclamos con los uruguayos sin esa frontera que tanto te gustaba. Ahora me vas a tener que aguantar a mi regreso. Aunque conociendote, Emiliano, seguro te inventaste tu propio cielo y estás aislado, entre tus botellas de vino y libros de fisica, leyendo sobre la matemática del universo y riendo de las pelotudeces del viejo garca y fascista de Borges, colgando la foto de Onetti apuntando con un arma como escaparate de tu sepulcro celestial, recordando que no hay mayor privilegio en esta vida que ser uruguayo e irse para siempre de ese país podrido. 

Un bache en la ruta  lo despertó y de inmediato Julio se disculpó. El sueño lo dejó algo confuso. Se acercaban a la ciudad de Durazno. Emiliano solo rezaba pasar lo más desapercibido posible. Los nuevos graneros que se asomaban por la ruta se habían multiplicado como los hijos de su antigua vecina. Otra mujer más que solo conoce el amor a través de sus hijos, una maldición que parece englutir a la humanidad entera. El auto se aparcó. Emi, el nuevo dinamarqués archienemigo de los argentinos bajó de la camioneta y caminó hasta el complejo de viviendas militares que fue su hogar por casi veinte años. Entró a su casa y se sintió extraño. Muchas veces, desde las soledades del país del norte, nos habíamos preguntado cómo se sentiría cuando por fin regresaramos a nuestra antigua casa, qué agitación en el corazón o qué reflexión para la posteridad se alojaría en nuestro cerebro, pero en ese momento, puedo asegurarlo: Emiliano no sintió nada. Solo se paró petrificado con la valija al costado mientras sus ojos saltones revolvían todos los rincones. No sentía nada, ni estupor, ni extrañeza, ni alegría ni tristeza, ni perturbación ni calma, solo la seguridad de que había regresado, y eso bastaba para terminar de empujarlo en ese barranco infinito de regresos, donde todos los humanos caen y se desparraman como gotas de agua para volverse vapor e ir al cielo de los olvidados, donde vos vas a ir cuando yo te olvide, Emi.

El almuerzo estaba servido a los quince minutos de llegar. Ana había acomodado todo con una velocidad impresionante. Le dio a Emiliano su jugo preferido: el de uvas que todavía vendían en el viejo almacén de Guitierrez. Lo hacía el mismo viejo utilizando las uvas de su parra. Emiliano bajó cuatro miligramos de benzodiacepinas más entre las uvas, que para él, eran casi caramelos. Discutieron algunas cosas sobre Uruguay, Dinamarca, los vecinos y Emiliano fue a dormir, Durazno reclamaba químicamente su regreso. Solo se puede dormir en Durazno si se está drogado, me decía mi amigo. Alcohol, Aceprax, Diazepam, Clonazepam o un cóctel con de todo un poco. Es la única manera de que la noche sea eterna en la virtualidad. En Uruguay, Emiliano solo planeaba dormir si la muerte estaba presente. Para su descanso, Ana había pasado los días anteriores ordenándolo todo, cocinando, limpiando, hasta sacando la mugre de los azulejos de la cocina, e incluso pasando hasta seis veces la aspiradora. Sabía que su hijo tenía cierta disposición por los lugares muy limpios y él era bastante exigente. Ella solo quería que Emiliano descansara. A pesar de todas sus mañas, ella no lo culpaba ya que lo había criado así, repetía siempre. Su hijito, el negrito lindo, el científico, mi hijo de Dinamarca, el amor de mi vida, el hombre de la casa, el que se fue y me dejó sola. 

Ana no lo soportó y fue hasta el cuarto donde Emiliano dormía. Abrió la puerta con cuidado y escuchó su respiración casi imperceptible. Fue muy cuidadosa con no hacer ningún ruido y se acercó a la cama, se arrodilló y le besó la frente. Detengo la historia para concentrarme en ese momento de locura. ¡Qué imagen tan renacentista! Usted lector de historias cortas sin alma para leer novelas rusas, afligido y atento, se espantará por esta escena, si usted es alguien sensato. Qué beso es ese se preguntarán. No es el beso de una madre que por fin recupera a su hijo, es el beso de la muerte que reclama a un cadáver olvidado en las calles de tierra, es el deseo indómito de dios en minúscula que ese ser vivo besado sea arrastrado fuera de su creación. Es el beso más espantoso que uno puede recibir, es el beso de la misma desgracia de la humanidad. Es el beso que confirma que el ser humano no es libre. El cuarto estaba oscuro, pero Ana lo conocía de memoria, había entrado todos los días durante cinco años para limpiar la biblioteca de su hijito, cuidando que ningún libro de termodinámica, ondas gravitacionales, física euclidiana, se moviera, ni que el polvo se amontonara, como queriendo retener el alma de la biblioteca. Ana caminó de espaldas sin perder la vista en su hijito, y cerró la puerta.

Ana miró al techo negro de hongos durante varios minutos, quiero creer. Quiero creer que su decisión fue pesada y que no solo fue cosa de segundos de impulsividad, con su cabeza envuelta en una nebulosa casi mágica, preguntándose el infinito, intentando leer las matemáticas del universo sin matemáticas ni leyes de fisica como su hijo, sino con una fe cristiana y barrosa que hace al mundo aún más confuso, sabiendo que no había respuesta, solo un amor tan grande que no permitiría un segundo más de equidistancias entre ella y su hijo, un amor inmenso que estaba segura, debía finalizar para poder vivir por siempre, los dos juntos, regresando al momento cero, de la creación, de la gestación de este crimen que algunos llaman humanidad y que Ana decidió llamar “Emiliano” cuando escuchó su llanto al salir de su útero casi treinta años atrás. Ese fue su crimen, ese fue el pecado. Y así, Ana regresó al cuarto donde mi amigo Emiliano dormía, con la respuesta a la pregunta infinita en sus labios. 

Y hasta aquí llego, querido lector. 

Ya basta. 

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Martin Lamadrid

Martín nació, a veces escribe y morirá.

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