Cuando mi padre pintó la cocina de rosado

C

Entro en esta casa que abandoné, o me echaron, desesperado, con un balde de pintura barata, con el color que todas las mujeres aman: el rosado. Es el rosado, espero. Así me dijeron: hombres rojo y azul, mujeres rosado y amarillo. Le tiene que gustar, le va a cambiar la cara a esa cocina de mierda. Tengo que demostrarle que no estoy muerto, qué puedo mover el culo. Ya vas a ver. Todos van a ver, vos y la vieja insoportable de tu madre. Todos van a ver lo fantástica que queda esa cocina pintada de rosado.

—Entendí la religión cuando murió mi madre. 

—Tendría que haberte llamado…

—Entender y creer, son diferentes claro. Pero qué manera de acercarse a Dios. También entendí el porqué de esa cantidad de tragedias en la biblia.

—¿Qué tiene que ver todo esto con nosotras? Ya pasaron bastantes años, no tengo ganas de escucharte divagar. Aunque usés la muerte de tu madre, no te creo nada, Emilia.

—Me siento una estúpida por haberte aceptado la invitación. 

—A ver, decime, ¿vos pensás que soy estúpida por haberte invitado a comer? Tengo cara, tal vez. Y no te hablo de capacidades cognitivas. Tal vez la palabra estúpida no sea la correcta, pero me entendés. 

—Podría decirte que sos estúpida por haberme creído. 

—¿Creerte qué?

—Nunca te amé. Lo entendí veinte años después pero estoy segura de que nunca lo hice.

—Vos me amaste. Sos estúpida si pensás que eso no era amor. 

—No sé.

—Escuchame. Amor fue aguantarnos once años. Suerte que te fuiste. A veces siento que te hubiera apuñalado. Te podría devolver ese falo que te suponía perdido.

—¿Estuviste leyendo psicoanálisis?

—A veces, mientras estoy en el baño. Me entretiene más que el celular. No está tan mal para ser una pseudociencia burguesa.

—Si crees que me vas a enojar con ese comentario, voy a comenzar a pensar que sos realmente estúpida.

Mis hijos me miran asustados. ¡Qué tiene de raro que su padre se ponga los pantalones y pinte una cocina! Qué tiene de raro que yo esté acá, alegrándoles la vida con un color más vivo que el blanco muerto que su madre repinta en esta casa que nunca se mereció. Mi hijo me pregunta si necesito ayuda, y mi hija solo me mira con desprecio. ¿Es desprecio, o tal vez lástima, o preocupación? ¿Por qué ella me mira así? ¡Qué tiene de raro que su padre esté pintando!

—Te conozco, Emilia. Sé que no te importa absolutamente nada. O al menos eso siempre me dijiste. Tanto no te importó que te fuiste. Decime que no era amor entonces. ¿De qué huye alguien si no es de eso? Uno no quiere amor, quiere desear, y atrás de eso fuiste. No te culpo. Así somos todos.

—Empiezo a pensar que estamos en una película de bajo presupuesto hecha por pelotudos de la facultad de Humanidades.

—¿Tan mal? Nos tenía más fe. 

—¿Sabés lo que me daba más miedo? Verte vieja.

—Vieja. Soy vieja, veinte años más vieja.

—Sí. Supongo que ya no nos queda otra que ser brutalmente honestas para variar. Tenía miedo de verte vieja. Creo que la idea de tu muerte me incomoda más que la mía. 

—¿Seguís con esa tara mental? Yo no tengo miedo a morir.

Esta mujer va a aprender, va a entender que la amo, que la deseo, que todavía me calienta. Todos van a ver, este rosado es maravilloso, es brilloso, es la declaración perfecta del amor. Mis hijos ahora no entienden, pero ya van a entender. Voy a volver, el rey rosa, el rey que sacó la última carta y ganó. 

—Sigo. Cada año que pasa, tengo más miedo a morirme. Capaz que el amor es justamente estar consciente de la finitud, por eso me fui corriendo, no te quería ver morir, al contrario de lo que decía Idea.

—Corriendo no te fuiste. Te fuiste despacio, casi gateando, Emi. 

—Una se debe ir un poco rendida, herida, me imagino. Me hacés pensar en mi padre. ¿Te conté cuando pinto la cocina?

—Nunca.

—Mi padre entró a lo que una vez fue su cocina, digamos, con un balde de pintura rosada.

—¿Rosada? ¿Tan desesperado?

—Mi hermano y yo no entendíamos nada. Hace meses que no lo veíamos, y ahí estaba, en la cocina con un balde de pintura y algunas brochas. “Voy a pintar la cocina para ver si recupero a su madre” nos dijo. Creo que la obra de teatro demoró unas dos horas.     

—¿La terminó de pintar?

—Se deslomó un par de horas pero terminó. Ahí estaba la cocina, pintada de un rosado claro, medio muerto y sin alma. 

—Tu vieja odiaba el rosado. 

—Vos sabés que ahora lo entiendo, o me hiciste entender. Ese rosado fue la prueba absoluta de la desesperación, cuando uno comprende, en las tripas, que está sola como la mierda. Tal vez sea eso lo que trastocó el cerebro de mi padre. Tal vez sea por eso que te acepté la invitación.

—¿Porque estás sola?

—Siempre lo estuve. Fue la última vez que vi a mi padre entrar por esa puerta.  

—¿Qué tengo que ver yo con esta historia? ¿Seguís culpando al perdedor de tu viejo? Sabés lo que era mi padre, y yo no lo culpo. Pero supongo que la neurosis solo la cree aquel que se dedica a curarlas.

—Creer y reventar. Nunca tuve muchos problemas con creer. Me gustaría poder creer incluso más. Ser una fanática.

—No entiendo a dónde querés ir, aunque no me sorprenda. 

—Entiendo que con vos yo estaba realmente sola. Vos también estabas sola, quiero imaginar. 

—Éramos miserables.

—Otra vez esa palabra, Agus. La usabas seguido, ¿te acordás?

—Bueno, me parece que te dejó por acá. No vine a que me reclamés cosas que pasaron hace décadas, Emilia. No me interesa. Solo quería saber en qué andabas, no revolver esta mierda.

—Perdón. Me pasé. Solo quiero preguntarte si me aguantaste porque no tenías a nadie más. Once años es muchísimo para no vivir. Me dijiste justamente que te había robado once años. Entiendo que en el pueblo no había otra mujer que mirar, pero no es una excusa. ¿Por qué te quedaste si eras tan miserable, Agustina? Yo acepté ser una infeliz, ya lo declaré. Pero vos, sos diferente, hasta un hijo tuviste. Hay que tener ganas de vivir para tener un hijo.

Salgo por la puerta como un hombre nuevo. La volveré a cruzar. Entraré en mi casa y veré el trabajo realizado, el rosado. Mi mujer estará en la mesa con el mate pronto. Mis gurises estarán mirando la televisión o jugando a las cartas. Voy a acariciar al perro y me voy a sentar junto a la vieja a tomar un par de mates antes de ir al trabajo. La vida es buena.

—No utilicés a mi hijo en esta conversación de mierda. No lo mencionés de nuevo.

—Lo siento.

—No tengo una respuesta. Ahora soy yo la que no tiene respuestas. Vas a tener que aguantar y quedarte con la duda. Pero al menos no intentaste pintar la cocina de rosado, Emilia. Siempre fuiste honesta en tu miseria. Chau.

FIN

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Martin Lamadrid

Martín nació, a veces escribe y morirá.

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